Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar.
Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio: los habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rasgadas y sin calzado; la casa, poco más que un cobertizo de madera…Se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó:“En este lugar donde no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen para sobrevivir?”
El señor respondió: “amigo mío, nosotros tenemos una vaca que da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así es como vamos sobreviviendo.”
El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, se despidió y se fue. A mitad de camino, se volvió hacia su discípulo y le ordenó: “Busca la vaca, llévala al precipicio que hay allá enfrente y empujarla por el barranco.”
El joven, espantado, miró al maestro y le respondió que la vaca era el único medio de subsistencia de aquella familia. El maestro permaneció en silencio y el discípulo cabizbajo fue a cumplir la orden.
Empujó la vaca por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante muchos años.
Un bello día, el joven agobiado por la culpa decidió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar.
Quería confesar a la familia lo que había sucedido, pedirles perdón y ayudarlos.
Así lo hizo. A medida que se aproximaba al lugar, veía todo muy bonito, árboles floridos, una bonita casa con un coche en la puerta y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia hubiese tenido que vender el terreno para sobrevivir. Aceleró el paso y fue recibido por un hombre muy simpático.
El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años. El señor le respondió que seguían viviendo allí. Espantado, el joven entró corriendo en la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacia algunos años con el maestro.
Elogió el lugar y le preguntó al señor (el dueño de la vaca): “¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?” El señor entusiasmado le respondió: “Nosotros teníamos una vaca que cayó por el precipicio y murió. De ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos. Así alcanzamos el éxito que puedes ver ahora.”
Muchos tenemos alguna vaca que nos proporciona algún beneficio para nuestra supervivencia, pero que nos lleva a la rutina y nos hace dependientes de ella. Nuestro mundo se reduce a lo que la vaca nos brinda. Las vacas pueden ser creencias que nos frenan, miedos, que nos llevan a acomodarnos, a estancarnos..
Las vacas pueden ser desde un trabajo que no nos motiva pero en el que seguimos porque “peor es nada” o “es seguro”, por ejemplo o conformarse con la seguridad de un estado colectivista (como el que proclama el SOCIALISMO) en el que, a cambio del «pienso» diario y un chamizo con techo asegurado, aceptas una total sumisión y te niegas la posibilidad de mejorar tu situación, eso si, con esfuerzo propio.
Si sabes cuál es tu vaca, no dudes en tirarla por el precipicio.Llegó el momento de pasar a la acción y salir del estancamiento que nos impone cuanto antes.
Deja de quejarte, y disponte a revolucionar la forma en que estás haciendo las cosas, no hay manera de que obtengas los resultados que suenas, si primero no despiertas y del letargo en que la comodidad de tener una vaca que te proporcione leche puede introducirte.
A samurai master walked through a forest with his faithful disciple, when he saw a poor looking place in the distance, and decided to make a brief visit to the place.
During the walk he told the trainee about the importance of making visits, meeting people and the learning opportunities we get from these experiences. Arriving at the place, he noticed the poverty of the place: the inhabitants, a couple and three children, dressed in dirty clothes, torn and without shoes; The house, little more than a wooden shed … He approached the man, apparently the father of the family and asked: «In this place where there are no possibilities of work or points of trade either, how do they survive?»
The Lord replied: «My friend, we have a cow that gives several liters of milk every day. A part of the product is sold or exchanged for other foodstuffs in the neighboring city and with the other part we produce cheese, curd, etc., for our consumption. That’s how we’re surviving. «
The sage thanked the information, looked at the place for a moment, said goodbye and left. Halfway, he turned to his disciple and ordered him: «Look for the cow, take it to the precipice that is there and push it down the ravine.»
The young man, frightened, looked at the master and replied that the cow was the only means of subsistence for the family. The teacher remained silent and the disciple, head down, went to carry out the order.
He pushed the cow down the precipice and watched her die. That scene was etched in the memory of that young man for many years.
One fine day, the guilty young man decided to abandon everything he had learned and return to that place.
He wanted to confess to the family what had happened, to ask for their forgiveness and to help them.
He did so. As I approached the place, I saw everything very beautiful, flowery trees, a nice house with a car at the door and some children playing in the garden. The young man felt sad and desperate imagining that this humble family had to sell the land to survive. It accelerated the passage and was received by a very nice man.
The young man asked about the family who lived there for about four years. The lord replied that they were still living there. Frightened, the young man ran into the house and confirmed that it was the same family that he visited for some years with the teacher.
He praised the place and asked the lord (the owner of the cow): «How did he improve this place and change his life?» The enthusiastic lord replied: «We had a cow that fell down the precipice and died. From then on we saw ourselves in need of doing other things and developing other skills that we did not know we had. That way we achieve the success you can see now. «
Many of us have a cow that gives us some benefit for our survival, but that leads us to the routine and makes us dependent on it. Our world is reduced to what the cow gives us. Cows can be beliefs that stop us, fears, that lead us to settle, to stagnate ..
Cows can be from a job that does not motivate us but in which we follow because «worse is nothing» or «is safe,» for example or conform to the security of a collectivist state (such as that proclaimed SOCIALISM) in which , In exchange for the daily «feed» and a chamizo with a roof secured, you accept a total submission and you deny the possibility of improving your situation, that if with self-effort.
If you know your cow, do not hesitate to throw it down the cliff.The time has come to take action and get out of the stagnation that imposes on us as soon as possible.
Stop complaining, and prepare to revolutionize the way you are doing things, there is no way you can get the results you sound, if you do not wake up first and the lethargy in which the comfort of having a cow that gives you milk can introduce you.
Me llamo Mikel Gorriaran, llevo 15 días en Cádiz y me estoy, o me están volviendo loco.
Os contaré mi historia. Soy investigador privado y he venido a Cádiz a resolver un caso simple. Pero la verdad es que cada día que pasa se vuelve más complicado. Tan solo se trataba de descubrir al amante de la mujer de un alto mandatario vasco, comprenderán ustedes por tanto que no dé su nombre, además porque me debo a mi secreto profesional.
En principio no tenía muchas pistas. Solo sabía que el hombre en cuestión era de Cádiz, se llamaba Manuel Ramírez, que trabajaba en el Puerto de Cádiz y que se le conocía con el alias de “picha”. Así que el individuo en cuestión debía de estar bien dotado, ya que además de la amante de la mujer del político, eran conocidas sus correrías por el Puerto de Bilbao. También usaba otro sobrenombre: “quillo”.
Con estas pistas, tome el avión hasta Madrid, y de allí enlace con el tren hasta Cádiz. Llegue a la estación, cogí un taxi y mientras iba camino del hotel, intente entablar conversación con el taxista. La cosa quedo en eso, en el intento, porque que yo sepa, una conversación es entre dos o más personas, pero el taxista no me daba opción ya que hablaba por los codos, y de modo ininteligible. Lo hacía de forma sumamente apresurada y las pocas palabras que podía cazar al vuelo estaban incompletas. Quise preguntarle por el puerto, pero sabiendo que su respuesta no la entendería, lo dejé para mejor ocasión. Llegué al hotel “Playa Victoria” y como mi interés era buscar al tal Manuel Ramírez, en principio consulté la guía telefónica de la ciudad; pero como presumía aquí había demasiados Ramírez. En mi tierra hubiera sido muy fácil. Así que opte por buscar pistas en su lugar de trabajo. Salí a la calle y pregunte por el puerto. Un señor muy amable me dijo que lo mejor era coger el autobús de los Comes, pero que para eso tenía que ir a Cádiz.
Aquello me desconcertó, ¿Dónde estaba yo? Empecé a atar cabos. Efectivamente cuando llegue a la terminal de la estación no ponía Cádiz, sino Cortadura. Y, además, recuerdo que en el trayecto di unas cuantas cabezadas, y claro en ese intervalo pudo haber algún enlace, o algo, no sé. Lo cierto es que yo no me encontraba en Cádiz. Pero no debía de estar muy lejos. Pare un taxi y con gesto decidido le dije al taxista que me llevara a Cádiz. El me contestó con: “¿a Cádiz dónde?”. Y le conteste algo enfadado: “a Cádiz, joder, a Cádiz; de una puta vez quiero llegar a Cádiz”. Ya luego, el taxista con mucha paciencia y muy despacio me explico que donde yo estaba era Cádiz, pero no era Cádiz. A ver si lo explico bien. Resulta que la gente de aquí le llama Cádiz a la parte antigua y desde unas murallas para adelante le llaman Puerta Tierra. Así que en realidad yo estaba en Cádiz, pero en Puerta Tierra. No se si lo he explicado bien, pero yo ya lo he entendido.
Llegue por fin a la estación de autobuses de Comes, pedí un billete para el Puerto y me subí al autobús correspondiente. El trayecto fue relativamente corto, si acaso 30 minutos; pero la verdad es que yo creía que Cádiz era más pequeño. Sin duda me habían informado mal. Y además mi trabajo aquí se complicaba, puesto que habría que buscar en una ciudad más grande de lo que pensaba.
Pero mis sorpresas no habían acabado. Llegado a la estación terminal pegunte por el puerto. Mi interlocutor me miro con mal gesto y me dijo que esto era el Puerto. Yo no entendía nada. Ese hombre enfadado y yo no veía barcos por ningún sitio. La verdad es que el hombre tuvo más paciencia que el santo Job, me fue explicando poco a poco que aquello era El Puerto de Santa María, pero que por todo el mundo (todo el mundo menos yo) era conocido por El Puerto. Y además me dijo que eso no era Cádiz, que Cádiz estaba allí enfrente. Que El Puerto es un pueblo de Cádiz y que si lo que quería es ir al puerto de Cádiz, que cogiera el vaporcito y me dejaría allí mismo.
Total, antes lo de Cádiz, que no era Cádiz, que era Puertatierra y ahora que El Puerto es un pueblo de Cádiz y entonces digo yo: ¿Cómo le llaman al puerto, al de los barcos, al puerto de siempre?
Subí por fin al que llaman el Vaporcito de El Puerto, que para que lo sepan ustedes no es un barco de vapor. No, porque aquí en Cádiz o donde coño esté ahora, no le llaman a las cosas por su nombre. Si, le llaman vaporcito; pero en realidad es un barco que va a gasoil. Y llegue por fin al puerto de Cádiz, que aquí le llaman “el muelle”. Una gracia que me ha costado gran pérdida de tiempo y dinero, que además no se justificar ante mi cliente, porque me temo que no me va a creer, y tampoco quiero darle muchas explicaciones porque seguro que voy a ser objeto de burlas.
Bien obviaré todos estos inconvenientes y pasaré a la acción. De siempre las mejores informaciones se consiguen en los bares, así que me acerque al bar más próximo al puerto (perdón “al muelle”), uno que se llama Lucero y pedí un tubo (de cerveza, se entiende), pero el camarero no lo entendió. Yo, más o menos, le explique lo que quería y el con aire de suficiencia me dijo: “Ah, usted lo que quiere es un bó”. Joder, no sabía yo que también tenían un idioma particular los gaditanos. Me acomodé en la barra del bar y puse la oreja atenta a lo que allí se cocía. Me acerque la cerveza a los labios, y tome un trago largo y, de pronto, escuche la palabra mágica: “Pisha”.
¡Dios!, por fin la suerte me vino de cara. Casi no podía creérmelo. Me atore con la cerveza, me puse perdido, pero merecía la pena. Había encontrado a la persona que estaba buscando. Bendita suerte la mía. Con disimulo me acerqué a los hombres que charlaban de un tema que no comprendía, pero tenía que ver con la música y los coros. Y con un jurado, que por lo visto no tenía ni idea. Gente, sin duda muy creyente. Aunque mal hablada, eso sí, se escapaban de vez en cuando, demasiado de vez en cuando, palabras mal sonantes, que no creo deban reproducirse aquí. Pero, a mí lo que me interesaba era que uno de ellos fuera “el pisha”. Y para asegurarme que ese era el tipo que buscaba, pedí otro bó y pegue la oreja a la conversación. Efectivamente a lo largo de la conversación uno de ellos: un tipo bajito (1,65 no más), moreno, 40 años, delgado, que no tenía ni media bofetada, era llamado constantemente “picha” por su compañero de conversación. Jo, pensé, Dios le da pañuelos al que no tiene nariz. No se si lo captan ustedes, porque aquel tipo se estaba trajinando a la mujer de mi cliente, Y aunque este mal decirlo, porque yo soy un profesional, es una hembra de bandera. No me extraña que a ese tipo le dijeran “el pisha”, porque sin duda era lo único que tendría.
Bueno, bueno, que me desvío de la trama. Había dado con el individuo, eso era lo importante. Esperé tranquilamente a que acabaran la conversación y seguí al “picha”, con la idea de abordarlo solo y sin testigos. Y ocurrió un caso hasta ahora inédito en mi dilatada carrera. Se encontró con un amigo suyo y al saludarlo le dijo: “¿Qué pasa PISHA?”. Y el otro le contesto: muy bien PISHA, ¿y tú? Si efectivamente, había dos individuos con el mismo alias. Y a decir verdad, ese segundo tipo tenía mejor planta de amante que el escuchimizado de antes. Pero en esto de la investigación nunca se puede descartar a ningún sospechoso. Lo malo de esto es que ahora tendría que doblar mis esfuerzos y hacer seguimientos alternativos, para comprobar cual de ellos era el verdadero amante.
Opto en principio por seguir a este último ya que le veo con mejor planta, pero sin descartar, como buen profesional que soy, al tipo escuchimizado. El individuo toma un autobús y allí entabla conversación con un conocido suyo al que llama “quillo”. ¡Dios! Esto se complica a cada paso. Ahora tengo dos “pishas” y un “quillo”. Mi instinto de detective me dice que estoy siguiendo una pista falsa. Empezaré de nuevo; así que vuelvo al bar del “muelle” y le pregunto al camarero si conoce a un tal Manuel Ramírez que trabaja en el puerto. Me dice que con esos datos no le suena y que además El Puerto le queda algo lejos. Caigo entonces en la cuenta y rectifico diciéndole que donde trabaja es en el “muelle”. No cae. Le digo entonces que le conocen por el apodo de “pisha” y también por el de “quillo”. El tipo del bar se carcajea en mi cara. Y me aclara que aquí todo el mundo es “picha” y “quillo”. La poli, sin duda, aquí lo tiene complicado.
Te estás luciendo Mikel, me digo para mí. Otra cagada. No obstante, el camarero me dice que pregunte por “Paco el bigote”, que en el muelle es el que contrata a los estibadores. Después de darle todos los datos que disponía de Manuel Ramírez; de que según tenía entendido trabajaba en el muelle , de que durante seis meses trabajó en el Puerto de Bilbao (lo de los apodos lo omití, porque con el cachondeo del camarero ya tuve bastante), aquel me contesto de mala gana que ya no trabajaba allí. Que según tenía entendido ahora trabajaba en la Residencia. Yo le pregunté que, ¿en cuál residencia? El contestó, con menos ganas que antes, que “en cual va a ser, joé, pues en la Residencia”. Era ya tarde; y como la verdad había conseguido bastante información, volvía la hotel, a comer. Lo de la residencia dejaría para la tarde.
Pensé que era buena idea tomar un pescado para el almuerzo, que aquí lo habría bueno con tanta costa. Así que le pregunté al camarero que si tenía pescado. Él me contestó que tenía unas “zapatillas mu fresquitas”. A mi sinceramente me importaba un pimiento lo que se calzaba el fulano. Yo lo que quería era comer, y además no se a que venía aquello de las zapatillas. El tipo me estaba vacilando o tendría a medias una zapatería con algún cuñado y me hacia la propaganda. Obvie el comentario e insistí en lo del pescado, pero el camarero volvió con lo de las zapatillas fresquitas. Puse mala cara y el camarero debió de notarlo, ya que inmediatamente me aclaró que así le llaman aquí a las doradas. Gente rara esta de Cádiz. No hay Dios que los entienda, con lo que corren hablando, las palabras que las pronuncian a medias y, para colmo, le cambian el nombre a las cosas. Luego dicen que el euskera es difícil. No, euskera fácil, gaditano difícil.
Después de una pequeña siesta reparadora, volví a la faena. Tendría que averiguar a qué residencia en cuestión se refería “Paco el bigote”. Deduje, sin duda, que tenía que ser muy conocida, por la forma en que el susodicho me dijo: “cuál va a ser, joé, pues en la Residencia”. Perspicaz que es uno.
En la misma recepción del hotel me dieron la información que necesitaba. La Residencia estaba a cien metros del hotel. Un paseo siempre vendría bien; pero llevaba cierto tiempo andando y no encontré ninguna residencia. Pregunté a un transeúnte y me contesto que me la había pasado, que estaba a dos bocacalles. Así que volví sobre mis pasos, pero yo no encontré ninguna residencia. Y debía de estar allí. Volví a preguntar. “¿Por favor, la Residencia?”. “Pues eso que tiene usted delante”. Pero….eso…¡eso es UN HOSPITAL! Aquí decimos la Residencia, me contesto la señora y se quedo tan pancha y de camino me echó una mirada como diciendo, pareces tonto.
Bien, a partir de ahora no volveré a caer en estas artimañas. Porque para mí estaba claro que había algún tipo de complot, y entre todos los gaditanos intentaban marearme con nombres equivocados a cosas que solo pueden tener un nombre. Investigué en el hospital y saque un dato importantísimo. Allí trabajaba desde hace dos meses un tal Manuel Ramírez que estuvo cierto tiempo en Bilbao, según todo ello me confirmó un celador de la residencia. No pudo decirme su dirección concreta, aunque me dijo que vivía por la Plaza de Toros. Iba, a pesar de la cantidad de datos “incorrectos”, cercando al sospechoso. Dar con la Plaza de Toros sería tarea simple.
Eso pensé, pero hasta el día de hoy (y llevo quince días aquí), no he podido dar con ella. Y tiene que estar ahí, porque una Plaza de Toros es una Plaza de Toros, y a eso no le pueden cambiar el nombre. Y además, a todo el que le pregunto me dice que “dos calles más pallá”, o “una mijita mas palante”. Luego eso confirma mi teoría: Hay una Plaza de Toros. Todos me hablan de ella, pero yo no la encuentro. Me estoy o me están volviendo loco.
Definitivamente dejo el caso. Y como dicen los de aquí, me guannajo
Abrí los ojos lentamente, me giré, mi hermanito Liam me miraba curioso.
-¿Por qué?..
-Porque hoy empiezas clases y son las 6:30
-….¡MIERDA!
Salté de la cama hacia el baño, perdón por mis modales. Me llamo Charlotte Black y vivo en Allentown, Pennsylvania, me acabo de mudar y se me hace tarde para la prepa.
-¿POR QUÉ NO ME DESPERTASTE ANTES? -Dije mientras me vestía, me caí al ponerme los pantalones, cayendo en mi..trasero -¡Ay!
-Tienes el sueño demasiado pesado -dijo aburrido.
Bajé rápidamente las escaleras mientras me recogía el cabello en una coleta.
-¡Buenos días! -dije tomando una tostada y comiéndomela rápidamente.
-Hasta que te despiertas -dijo mi padre- buenos días, hija.
-¡Me voy! -miré la foto de una mujer de ojos oliva y cabellos chocolate.
– Hasta luego, mamá.
Mi madre murió cuando Liam tenia 2 años, yo tendría como… perdón, pero antes de todo eso, mi memoria la perdí en un accidente.
Miré que había pocas personas entrando, la campana sonaba.
-¡Joder!
Entré rápidamente, corrí por los pasillos hasta llegar a la recepción.
-Me puede..dar mi…horario…-dije entre jadeos.
La mujer lanzó una risita y me miró amable.
-Toma, cariño, tu salón está derecho, el 201, el profesor Briard aún no llega así que puedes caminar.
Asentí avergonzada y me encaminé a mi salón, justo cuando llegaba también lo hacía el profesor, éste solo me sonrió, era un viejito.
-¿Charlotte? -asentí- espera aquí, te avisaré cuándo entrar.
Escuché un poco de bulla pero él entró, dijo alguna cosa y me dio la señal para entrar.
-Ella será su nueva compañera desde hoy, trátenla bien -dijo el profesor.
-Mi nombre es Charlotte, mucho gusto…-dije, en realidad soy muy tímida pero al extremo imprudente.
-Bien. Se sentará con….El joven Chris.
Miré, estaba a lo ultimo, era un muchacho bastante pálido, tenía el cabello negro y ojos verdes, al instante que me senté, todas y digo todas las del salón me miraron feo.
-Hola…-le dije al chico y éste me ignoró, hasta creo que se alejó de mí.
-Hm…-fue lo único que dijo para seguir ignorándome, el idiota.
…………………………….
Me desperté mirando la ventana, no quería ir a la escuela, tenía un muy mal presentimiento, pero al ser Joshua el menor y entrar por primera vez a la prepa tenía que cuidarlo, a no ser que quisiera que masacre a media escuela, aún no es muy bueno controlando su apetito. Ah, sí, soy un vampiro.
-Buenos días…
-Hola -dijo Arriane. Ella era la esposa de Adam, el líder de la manada, pero al ser mayor que Sasha, Joshua y yo, se cree nuestro padre.
Las leyendas de los vampiros tradicionales son una mentira vulgar, nosotros podemos exponernos la sol, pero solo por 6 o 7 horas, pues nos debilitaríamos mucho, cuando bebemos sangre, no es cualquiera, cada quien tiene su gusto específico. Por ejemplo, a mí me gusta la sangre con sentimientos de soledad, confusión y amabilidad, es una mezcla amarga y dulce, nosotros rara vez dormimos, solo cuando es necesario o para recuperar fuerzas y la única forma de asesinarnos es cortándonos en pedazos y enterrar las partes del cuerpo alejadas unas de otras, para que no se regeneren.
-Vamonos ya! -dijo Sasha obstinada, en el carro ya estaban Joshua y ella así que no había problema.
Llegamos y entramos al salón, todas me miraban embobadas, pobre Joshua.
-Ella será su nueva compañera desde hoy, trátenla bien -dijo el profesor.
Me giré y un tenúe olor a vainilla y flores me embargó, era delicioso, era la nueva….y la persona más bella que haya visto.
-Mi nombre es Charlotte, mucho gusto…-dijo tímidamente, sus ojos eran un oliva cristalino y su piel blanca era resaltada por su cabello chocolate oscuro, unos lindos bucles caían por los lados de su cara, tenía el pelo recogido y tenía una nariz chiquita y puntiaguda, al igual que unos labios de un perfecto color rosa pálido….Su sangre también huele bien…Mierda, no he comido en días.
-Bien, se sentará con….El joven Chris.
…Dios me odia..es seguro.
-Hola…-me dijo, y yo solo la ignoré y ésta al parecer se molestó..
Max Van der Heyden, periodista especializado en la investigación de fenómenos presuntamente paranormales, es para algunos, “el verdadero Van Helsing del siglo XXI”. Claro que, en honor a la verdad, debemos añadir que esos “algunos” que tanto lo admiran son muy pocos comparados con quienes lo tienen por un loco o un farsante. Y aun son muchos más quienes jamás han oído hablar de él. Sin embargo, tampoco podemos ocultar que bastantes de los que en público abominan de su nombre, o niegan todo conocimiento del mismo, son los primeros en pedir su ayuda (“extraoficialmente”, por supuesto) cuando se enfrentan a hechos que van más allá de lo científicamente explicable. Eso hicieron, por ejemplo, las autoridades de cierto país africano cuando varias aldeas, situadas en las proximidades de la selva, se vieron atacadas por un horror sin precedentes. Primero empezaron a aparecer los cadáveres desangrados de varios leñadores y cazadores que se habían internado en la selva para ganarse el sustento. Luego comenzaron a correr igual suerte las mujeres que iban a lavar la ropa al río y los niños que se dirigían a las huertas para llevarles comida o agua fresca a sus atareados padres. Finalmente, cuando un par de turistas ingleses hallaron la muerte en circunstancias semejantes, la situación se hizo insostenible. A las autoridades quizás no les importase demasiado la desaparición de algunos pobres aldeanos, pero no podían tolerar que les sucediese otro tanto a adinerados visitantes de piel blanca, pues ello podría tener graves consecuencias para la boyante industria turística del país. Y si las muertes de los pobres campesinos son fáciles de mantener ocultas, no sucede lo mismo con las de los ricos extranjeros, especialmente si sus cadáveres traen consigo las inoportunas visitas de embajadores demasiado curiosos, por lo cual el problema debía solucionarse lo antes posible, fuera como fuera.
Así pues, Max fue llamado al lugar de los hechos. Una vez allí, encontró alojamiento, con todos los gastos pagados, en los lujosos bungalows del mismo parque nacional donde pocos días antes habían tenido lugar las muertes de los dos británicos. Apenas hubo depositado su escaso equipaje en el cuarto que le había sido reservado, Max se encaminó al lugar exacto donde habían aparecido los cadáveres, acompañado por varios empleados del parque y por el mismísimo Monsieur François Lissouba, jefe supremo de la Policía Nacional. Hay que decir que este se mostraba radicalmente escéptico respecto a la posibilidad de que hubiera algo sobrenatural tras los asesinatos y pensaba que eran obra de alguna fiera aficionada a la sangre humana. Decía:
-Mis muchachos han hallado las huellas inconfundibles de una enorme pantera cerca de los todos los lugares donde alguien ha aparecido con la garganta destrozada. Francamente, creo que, como dicen ustedes, blanco y en botella igual a leche. O dicho de otra forma, tras todo este asunto no hay nada que no se pueda solucionar con una bala bien dirigida. Lo que pasa es que los malditos ecologistas…
-Disculpe, Monsieur Lissouba, pero me consta que las panteras, aunque en raras ocasiones ataquen a la gente, lo hacen para comer su carne, no para beber su sangre.
-¿A usted le consta eso? Disculpe mi atrevimiento, Monsieur Van der Heyden, pero… en su Holanda natal, ¿ha visto usted muchas panteras? ¡Porque, según parece, debe de conocerlas muy bien!
-La verdad es que no he visto muchas, pero he leído…
-¡Ah, así que usted HA LEÍDO! Pues yo sólo leo atestados policiales, pero le informo que siempre he vivido en este país y…
-¿Y habrá visto muchas panteras?
-Bueno, en realidad… yo tampoco es que haya visto muchas. Claro, ellas viven en la selva, no en la capital. Pero he oído historias y…
-¡Ah, así que usted HA OÍDO HISTORIAS!
-Bueno, supongo que un experto de su categoría tendrá la amabilidad de darnos una explicación alternativa de los hechos.
-Evidentemente, esto es obra de un vampiro. De hecho, conozco las leyendas locales y algunas mencionan la existencia de esos seres en las profundidades de la selva.
-Con todo, el forense afirma que las mordeduras sufridas por las víctimas pudieron haber sido realizadas por un felino de gran tamaño.
-Y las leyendas afirman que los vampiros pueden adoptar distintas formas (tanto animales como humanas) para atacar a sus víctimas.
-¿Y cómo piensa librarnos de su supuesto vampiro? ¿Con cruces y ajos?
-No. Esas cosas alejan a los vampiros, y yo a este quiero tenerlo lo más cerca posible de mí… para matarlo. Observe este juguetito.
Max extrajo de su mochila una especie de ballesta medieval primorosamente manufacturada y varias flechas de madera, sin un solo gramo de metal en ninguna de ellas. Lissouba sonrió, comparando mentalmente aquella antigüedad con su pistola. Max pareció adivinar su pensamiento:
-Las balas y las armas blancas con punta metálica no sirven para nada contra los vampiros. Para matarlos es necesario destrozar sus cuerpos totalmente o, por lo menos, agujerearlos en algún punto vital con estacas o dardos de madera. La leyenda…
Monsieur Lissouba se quedó sin saber qué decía la leyenda, pues en aquel preciso instante aparecieron varios guardias del parque para avisar que acababa de producirse un nuevo ataque. Una turista francés llamado Armand Mounier, su sobrina Lorraine, de doce años, y dos guías de raza negra se habían internado en la selva, para visitar un árbol donde anidaba una colonia de cálaos, cuando una terrible fiera, una pantera negra de ojos rojos como llamaradas, se había abalanzado sobre ellos. Instantes después, Mounier y uno de los guías estaban muertos, y el segundo guía había sufrido tales heridas que falleció poco después, tras haber gastado sus últimas fuerzas contándoles lo sucedido a los guardias, que habían acudido al lugar alertados por horrendos chillidos de terror y agonía. Tanto la pantera como la pequeña Lorraine habían desaparecido. Una vez informado de los hechos, Lissouba le espetó a Max:
-Supongo que ahora estará convencido de que todo esto es cosa de una pantera.
-En absoluto. Para empezar, las panteras de verdad tienen los ojos verdes o amarillos, no rojos. Y, en segundo lugar, si era una verdadera pantera, ¿por qué se ha llevado a la niña?
-¿Cómo sabe que se la ha llevado? La niña pudo haber escapado a la selva.
-¿A la selva y no a los bungalows? Curioso.
-Una pobre chavala asustada huye a donde puede, no a donde debe. Y si hubiera sido un vampiro, ¿por qué se la habría llevado?
-Lorraine tiene doce años. Los vampiros a veces raptan niñas recién llegadas a la pubertad, para realizar con ellas ciertas ceremonias, especialmente repugnantes, en honor a las Fuerzas del Mal. Estas exigen el cumplimiento de esos ritos a cambio de sus favores, y todo vampiro les debe su poder sobrenatural a los malos espíritus.
-Será verdad si usted lo dice. Pero ahora lo más importante es hallar a la niña.
-Me parece que por fin estamos de acuerdo en algo.
Un par de horas después, con su ballesta en las manos, Max atravesaba un sombrío sendero que se internaba en las profundidades de la selva. Había rechazado la compañía de los guardias del parque y de los agentes de Lissouba porque sabía que si iba solo habría más posibilidades de que el vampiro lo atacara. Y eso era lo que Max quería. Ya no quedaba mucho para la puesta del sol, pero Max había sido informado de que en un extenso claro de la selva se levantaban las ruinas de una vieja misión católica, abandonada tras las últimas guerras civiles, y prefería pernoctar allí, para continuar su búsqueda al día siguiente, antes que retornar a las dependencias del parque sin la pequeña Lorraine.
Cerca de la misión, el sendero atravesaba lo que antes había sido el maizal de los misioneros, donde el maíz seguía creciendo, cuidado y alimentado por la Naturaleza tal como en otros tiempos lo había sido por la mano del hombre. Aquel lugar era menos sombrío que la selva propiamente dicha, donde el dosel formado por las copas de los árboles impedía que los rayos del sol llegasen al suelo, y, aunque se aproximaban las tinieblas de la noche, la visibilidad todavía era bastante buena. En un momento dado, Max observó que, unos cien metros delante de él, una figura grande y negra emergía del maizal para plantarse en medio del camino. Era una enorme pantera negra. O, por lo menos, algo que parecía una enorme pantera negra. A aquella distancia, Max no podía distinguir el color de sus ojos. Pero sí podía adivinar que aquellos ojos se habían percatado de su presencia y lo estaba mirando con malignas intenciones. El primer impulso de Max fue preparar su ballesta para asaetear a la presunta pantera cuando esta se acercara, pero entonces su mente fue asaltada por un pensamiento poco tranquilizador. Si aquel animal era una pantera de verdad, una pobre flecha de madera sólo conseguiría enfurecerla. Así pues, Max decidió que sería mejor recurrir a la poco prestigiosa, pero frecuentemente imprescindible, estratagema de la huida.
Al mismo tiempo que la pantera iniciaba su carga, Max empezó a correr hacia la misión, abandonando la senda y atravesando el maizal que lo separaba del viejo edificio lo más velozmente que pudo. Si aquella era una pantera normal, sería, sin duda, mucho más veloz que un ser humano, pero, acostumbrada a cazar al acecho, no lo perseguiría durante un trecho demasiado largo. Sin detenerse en ningún momento, ni siquiera para cerciorarse de si el felino lo perseguía o no, Max alcanzó la misión en menos de un minuto y se coló en su interior a través de una ancha ventana que había perdido todos sus cristales. Una vez dentro del edificio, cuyo interior estaba sumido en la mayor de las negruras, Max oyó un sollozo o gemido inconfundiblemente humano. Rápidamente extrajo una linterna del bolsillo y enfocó el lugar de donde procedía aquel sonido. Allí, acurrucada sobre un amasijo de trapos sucios, se hallaba una niña de piel blanca y ojos azules. Lorraine, indudablemente. La pobre criatura se hallaba visiblemente bajo los efectos de una terrible tensión mental, pálida y temblorosa, con el rostro descolorido y las mejillas inundadas de lágrimas. Sin embargo, y dejando aparte algunos rasguños sin importancia, parecía totalmente ilesa. Max se agachó junto a la niña y, empleando palabras dulces y tranquilizadoras, intentó calmarla, a la vez que le preguntaba cómo había llegado allí. Lorraine habló, primero con balbuceos entrecortados y posteriormente con una voz más segura:
-La pantera… Mató a mi tío y a los demás, luego también me quiso matar a mí. Yo escapé por la selva, estaba loca de miedo y no sabía adónde ir ni qué hacer, sólo quería huir, nada más que huir, ¡tenía mucho miedo! Ella estuvo a punto de cogerme, pero me metí entre unos arbustos espinosos, no se atrevió a seguirme y la dejé atrás. Luego, caminé durante horas, perdida en medio de la selva, hasta que llegué a este sitio. Entré para no tener que pasar la noche a la intemperie, pero… ¿Y si ella entra? ¡Está fuera y, si usted ha entrado saltando por la ventana, ella también podrá hacerlo!
-Tranquila, cariño. Nosotros tuvimos que entrar aquí para salvarnos, pero ella no tiene ninguna necesidad de meterse en esta ratonera para alimentarse: de noche, la selva está llena de monos y antílopes (para no asustarte más, no te diré que acaso nos estemos enfrentando a algo mucho peor que una simple pantera). Además, tengo mi ballesta. Ahora, si te parece bien, vamos a descansar y mañana, cuando amanezca, iremos en busca de ayuda. Duerme un poco, guapa, te hará bien.
-Lo… lo intentaré, señor. ¿Y usted no duerme?
-Yo vigilaré la ventana, no sea que ese bicho decida hacernos una visita nocturna. Tú no te preocupes y duerme tranquila.
Pero Lorraine, al parecer, no podía conciliar el sueño, lo cual, teniendo en cuenta sus últimas experiencias, no era algo difícil de comprender. Quizás para olvidarse de la situación y del miedo que le roía el alma, la niña comenzó a hablar con Max de toda clase de temas: de sus padres, que eran médicos en París, de su colegio, de sus amigos, de su afición al voleibol y a las canciones de Justin Bieber, de su primer viaje en avión… Max, con un encomiable esfuerzo mental, intentaba seguir las continuas, atropelladas y a veces incoherentes explicaciones de la pequeña al mismo tiempo que permanecía atento a cualquier indicio de amenaza que pudiera llegar a sus ojos o a sus oídos. Entonces, le pareció escuchar un sonido procedente del piso de arriba, como si un cuerpo (al parecer, más bien pequeño) estuviera moviéndose en lo que en otro tiempo había sido el desván o trastero del edificio. Sin duda, sería algún animal inofensivo, seguramente una civeta o una mangosta en busca de ratones, pero convendría ir a echar un vistazo. Max mandó callar a la niña con un gesto y le dijo en voz baja:
-Voy a ir arriba un momento, a echar un vistazo con mi linterna. Tú será mejor que te quedes aquí, por si acaso.
-Pero… no quiero quedarme sola de nuevo. ¿Y si la pantera…?
-Toma mi ballesta y vigila bien la ventana. Si la pantera intenta entrar, mándale un buen flechazo, y procura darle en un ojo. ¿Vale?
-Vale, señor. Pero por favor, no tarde mucho.
Max se levantó y, malamente guiado por la pobre luz de su linterna, subió los crujientes y poco fiables peldaños de la polvorienta escalera que llevaba al piso superior. Tras atravesar la espesa capa de telarañas que hacía el papel de puerta, penetró en el desván y la luz proyectada por su foco iluminó a la criatura que había perturbado el silencio nocturno agitando su pequeño cuerpo sobre las carcomidas tablas que cubrían el suelo. No era una pantera, pero tampoco una civeta. ¡Era una niña de piel blanca, y estaba atada y amordazada, con sus ojos azules dilatados por el mayor terror que una muchacha de doce años puede sentir antes de perder el conocimiento o la cordura! ¡Y aquella niña tenía el mismo rostro que Lorraine Mounier! ¡Era Lorraine Mounier!
-Veo que has encontrado a la niña. En fin, ahora ya no os servirá de nada a ninguno de los dos.
Max se volvió, incluso antes de que aquellas palabras asaltaran su oído. Tras él, sosteniendo la ballesta que él mismo le había entregado un minuto antes, se hallaba la “otra” Lorraine, la Lorraine del piso de abajo, totalmente idéntica a la verdadera salvo en que ahora sus ojos ya no eran azules, sino rojos como el fuego. Y Max le había entregado ingenuamente la única arma que podría haberle hecho daño a aquel ser. Al parecer, había olvidado que los vampiros no sólo pueden adoptar formas animales, sino también humanas. Y además pueden leer las mentes de las personas a las que suplantan para conocer todos sus recuerdos. Entonces, tanto la verdadera Lorraine como él mismo se hallaban a merced del monstruo que había raptado a la niña y engatusado a su presunto salvador, ¡el vampiro de la selva los había atrapado a ambos! Este siguió hablando, al mismo tiempo que partía las flechas como si fueran briznas de paja en manos de un gigante:
-Esta misma noche, cuando la Luna llegue a su cenit, les ofreceré a los Señores Oscuros el cuerpo de esa cría. Pero antes creo que voy a tomarme una ligera cena. Ahí, por supuesto, es donde intervienes tú, amigo Max… o más bien tu garganta.
Max contestó, en un tono más sereno de lo esperable en semejante coyuntura:
-Sin duda, te las prometes muy felices. Pero, antes de nada, debo decirte que me has decepcionado. No has cumplido bien tu misión.
-¿Cómo? Los Señores Oscuros no me encomendaron más misión que proporcionarles una virgen para satisfacer sus deseos carnales y aquí les espera una bastante hermosa. ¡Yo he cumplido las órdenes que me encomendaron!
-No lo dudo. Pero no has cumplido la orden que te había encomendado yo. ¡Vigilar la ventana!
Antes de que el confiado vampiro pudiera reaccionar, antes incluso de que su tenebrosa mente hubiera interpretado adecuadamente las palabras de Max, la enorme pantera negra de la jungla se había abalanzado sobre su espalda. Al contrario de lo que dicen ciertas leyendas, todos los animales carnívoros del bosque odian a los vampiros, que exterminan sus presas naturales, y aquella pantera no deseaba nada tanto como coger desprevenido al monstruo para destrozarlo entre sus fauces. De haber estado alerta, el vampiro, dotado de una fuerza sobrehumana, hubiera podido vencer a la pantera, pero esta había cobrado ventaja gracias al factor sorpresa y no le costó demasiado despedazar a su enemigo. Al parecer, el felino sabía instintivamente que necesitaba descuartizar al vampiro para anular su invulnerabilidad. Una vez que los dientes y las garras del felino hubieron hecho pedazos el cuerpo del vampiro, los fragmentos de carne empezaron a arder espontáneamente, envueltos por una llamarada pálida y fétida que los hizo cenizas en apenas unos instantes, a la vez que provocaron la huida de la pantera, asustada por la brusca aparición de aquel fuego sobrenatural. Una vez que las llamas se hubieron extinguido, Max se dispuso a desatar a la pobre Lorraine Mounier, la cual, aunque casi desvanecida de puro terror, se hallaba sana y salva. Con todo, Max, hombre honesto, no pudo ocultarse a sí mismo que su papel en aquella misión de rescate no había sido demasiado afortunado. Había actuado como un principiante, al fiarse de las apariencias y entregarle su arma al adversario. Había sido un error imperdonable. Por suerte, el enemigo también había cometido su propio error. En fin, tanto él como la niña habían salido ilesos de esta aventura y, como todo buen aficionado al fútbol sabe, a veces hay que conformarse con el resultado.
Hay un cuento en el Talmud, trata sobre un hombre común. Ese hombre era el portero de un prostíbulo. No había en aquel pueblo un oficio peor conceptuado y peor pagado que el de portero del prostíbulo… Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre? De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque su padre había sido el portero de ese prostíbulo y también antes, el padre de su padre. Durante décadas, el prostíbulo se pasaba de padres a hijos y la portería se pasaba de padres a hijos.
Un día, el viejo propietario murió y se hizo cargo del prostíbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio. Modificó las habitaciones y después citó al personal para darle nuevas instrucciones.
Al portero, le dijo: —A partir de hoy, usted, además de estar en la puerta, me va a preparar una planilla semanal. Allí anotará usted la cantidad de parejas que entran día por día. A una de cada cinco, le preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará esa planilla con los comentarios que usted crea convenientes
El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo pero…
– Me encantaría satisfacerlo, señor –balbuceó— pero yo… yo no sé leer ni escribir.
– ¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga estoy y tampoco puedo esperar hasta que usted aprenda a escribir, por lo tanto…
– Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida, también mi padre y mi abuelo…No lo dejó terminar.
– Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le vamos a dar una indemnización, esto es, una cantidad de dinero para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, los siento. Que tenga suerte. Y sin más, se dio vuelta y se fue.
El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a su casa, por primera vez, desocupado. ¿Qué hacer? Recordó que a veces en el prostíbulo cuando se rompía una cama o se arruinaba una pata de un ropero, él, con un martillo y clavos se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisional. Pensó que esta podría ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un empleo. Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, sólo tenía unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Tenía que comprar una caja de herramientas completa. Para eso usaría una parte del dinero que había recibido. En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había una ferretería, y que debería viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra.
¿Qué más da? Pensó, y emprendió la marcha. A su regreso, traía una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa.
Era su vecino.
– Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme.
– Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar… como me quedé sin empleo…
– Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano.
– Está bien.
A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó la puerta
– Mire, yo todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende?
– No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería está a dos días de mula.
– Hagamos un trato –dijo el vecino- Yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos días de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece?
Realmente, esto le daba un trabajo por cuatro días… Aceptó. Volvió a montar su mula.
Al regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa.—Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?
—Sí…
—Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatro días de viaje y una pequeña ganancia por cada herramienta. Usted sabe, no todos podemos disponer de cuatro días para nuestras compras.
El ex –portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue.“
…No todos disponemos de cuatro días para hacer compras”, recordaba.
Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara a traer herramientas.
En el siguiente viaje decidió que arriesgaría un poco del dinero de la indemnización, trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar algún tiempo en viajes. La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje. Una vez por semana, el ahora corredor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes.
Pronto entendió que si pudiera encontrar un lugar donde almacenar las herramientas, podría ahorrar más viajes y ganar más dinero.
Alquiló un almacén. Luego le hizo una entrada más cómoda y algunas semanas después con una vidriera, el almacén se transformó en la primera ferretería del pueblo.
Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no viajaba, de la ferretería del pueblo vecino le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente. Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más lejanos preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de marcha.
Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no? las tenazas… y las pinzas… y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos…Para no hacer muy largo el cuento, sucedió que en diez años aquel hombre se transformó con honestidad y trabajo en un millonario fabricante de herramientas. El empresario más poderoso de la región. Tan poderoso era, que un año para la fecha de comienzo del curso escolar, decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñarían además de lectoescritura, las artes y los oficios más prácticos de la época.
El intendente y el alcalde organizaron una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de agasajo para su fundador.
A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y el intendente lo abrazó y le dijo:
—Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primera hoja del libro de actas de la nueva escuela.
—El honor sería para mí –dijo el hombre—. Creo que nada me gustaría más que firmar allí, pero yo no sé leer ni escribir. Yo soy analfabeto.
– ¿Usted? –Dijo el intendente, que no alcanzaba a creerlo — ¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto ¿qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir?
– Yo se lo puedo contestar –respondió el hombre con calma—. ¡Si yo hubiera sabido leer y escribir… sería portero del prostíbulo…!
No me gusta escribir sobre La Guerra Civil, sobre la última, porque aquí desde el siglo XIX, eso de acuchillarnos unos a otros por envidias, rencillas, lindes y etcéteras es deporte nacional y una de nuestras peores (y tenemos muchas) costumbres autodestructivas…
Pero el otro día, una señora mayor, una anciana que tiene en su casa más libros que yo pelos en la cabeza, me contó una historia.
Una historia real, vivida por ella y su familia durante aquellos negros días. Una historia que ilustra lo que fue aquel conflicto, y todos al fin y al cabo, una sarracina de pueblo inculto arrastrado por los intereses de unos y de otros. Apóstoles todos de los mas altos valores, dueños de la verdad indiscutible.
Una historia no de frentes y batallas, no de heroísmo, no de acciones de hombres valientes contra hombres valientes.
Una historia de retaguardia. De ratas disfrazadas de libertadores y de uniformados para los que el honor estaba en el fondo de una botella.
Relata cómo nos volvemos, cómo nos cegamos, cómo aprovechamos para saldar cuentas con el vecino. Amparados por la masa cometieron mil tropelías, mil canalladas, y las cometieron todos, sin excepción. Sin distingos, uniendo en la maldad y la vergüenza a rojos y a azules…
Y el pobre Pueblo Español, desangrado, abandonado, perdido entre cirios o entre eslóganes altisonantes, engañado y vendido, pobre gente ignorante y atrasada, que solo quiere pan y paz y futuro, y que siempre se lo niegan, que siempre se lo roban los que se aprovechan, los que siempre sobreviven, sean de derechas o izquierdas, la mugre que nos tapa el sol, la negra y dura conciencia, la maldita costumbre española, de chocar siempre, contra la misma piedra.
Nuestra protagonista era una cría cuando aquello. Una pequeña que iba a la escuela, a la que no faltaba un plato de comida, que iba a Misa los domingos con sus papás y con el resto del pueblo…
Era un poco privilegiada, ella misma lo reconoce, pero es que su padre, se ganaba un buen jornal, llevándole al Señorito, las cuentas del cortijo…
Contable. En aquella España de analfabetos, tan parecida a la de ahora, saber leer y escribir y las cuatro reglas era todo un lujo, y si además, siendo humilde, habías conseguido estudiar, como su padre, y sabías de cuentas y asientos, se te rifaban…
Y eso le había pasado a su padre, que tras años de sacrificio, estudio y esfuerzo, siendo hijo de un pobre minero de Alquife, había sacado sus estudios de contabilidad en la capital, trabajando como un burro en los mercados y estudiando hasta la madrugada.
Por eso ahora, podía pagar la escuela de sus hijos, y en su mesa se comía a diario, y los domingos, incluso, había carne. Algún pato, liebre, conejo o perdiz que el Señorito le regalaba…
El hombre nunca había expresado sus ideas políticas en público, no las tenía, me dice su hija, nunca las tuvo. Era un hombre honrado, y con eso bastaba.
Llevaba las oscuras cuentas del Señorito, no se metía con nadie y su única diversión era el domingo, tras la misa, irse con sus amigos a la tasca, a jugar al dominó y a trasegarse un litro o dos, de buen vino añejo y hablar de la vida, cómo hablan los hombres entre el humo de cigarros y risas rudas.
Y entonces estalló la guerra.
Y el miedo ocupó la vida de la gente. Y las noticias de que se mataba sin freno, de que se violaba, de que se incendiaba, de que se fusilaba sin contemplaciones, corrió como la pólvora.
La viejecita recuerda con ojos tristes. No llora, dice que ya lo hizo de niña, a raudales, a litros. Y que aquellas lágrimas se las provocaron tanto unos, como otros.
Su pueblo quedó en ese terreno incierto que es la línea frontera entre los unos y los otros. Tomado ahora por los de la hoz, ahora por los de las camisas azules. Mío, tuyo, tuyo, mío…
Un día, llegaron al pueblo unos que se decían milicianos, gente bruta, ruda, guiados por las consignas revolucionarias de algún iluminado lector de Marx.
Camiones atestados de gente armada, con gorrillos cuarteleros y pañuelos al cuello, los puños en alto entonando el himno anarquista, o alguno de ésos, a mí, me sonaban todos iguales, dice la anciana.
Se llevaron al Señorito, alcalde, al cura y al maestro, curiosa costumbre la de los marxistas de llevarse siempre por delante a los que enseñan, a los que tienen cultura, se los llevaron y nada se volvió a saber de ellos.
Todo el mundo sabía, sin embargo, que los habían matado. Pero nadie podía decir nada.
La segunda noche, se llevaron a su padre. Y al capataz del cortijo, y a Paco el barbero, al que le habían cogido escondida, una bandera de España, de las de antes…
La anciana se estremece un poco al recordar. Imagino a la niña llorando, abrazada a su madre y a sus hermanillos, mientras los puercos se desparraman por su hogar, vuelcan las mesas, roban las joyas, toquetean a la madre, incluso a ella la miran lascivos, y por fin, se llevan a su padre, maniatado gritándole fascista y cabrón y te vamos a dar matarile…
Tres días estuvo fuera su padre. Tres días de luto en la casa, de llanto y de dolor, de rabia, de odio, tres días en los que la desgracia y la muerte fueron sus compañeras…
El tercer día llegó a lomos de un borrico, el aguador que traía el agua fresca de la sierra, lo había encontrado medio muerto, apaleado, a un lado del camino, donde La Fuente Grande…. De los que con él se fueron, jamás se supo…
Cambió, me dice la anciana. Se volvió huraño y desconfiado. Nunca nos contó lo que pasó en el bosque, pero de ser un hombre decidido y fuerte, pasó a ser una piltrafa destruida y acabada…Nos costó años recuperarle…Y todavía no habían terminado con él…
Un par de meses después, con los frentes estables, y la calma chicha haciendo de las retaguardias un infierno, llegaron al pueblo los nuevos mandamases, con mucha trompeta y boato repartieron las tierras y destrozaron la iglesia…
Y claro, traían burocracia, papeleo, cuentas…
Y alguno fue con el cuento, de que el “fascista ése” sabía de números y de cuadrar libros…
Y lo pusieron a trabajar… Ahora todo era camarada y palmaditas en la espalda, siempre con la espada de Damocles encima, de su pasado fascista…
Y al hombre no le quedó más remedio, se puso manos a la obra, a llevar libros de cuentas y a distribuir los recursos entre las milicias…
Y entonces empezaron a perder la guerra…
La anciana ahora sonríe con amargura… Mi pobre madre, dice, esperaba más de los que llegaron…Más diferencias…Pero no las había…
Una mañana aparecieron unos moros, la gente corría de espanto a refugiarse en sus casas. Pero sólo pasaron, sorprendidos de que allí, no hubiese resistencia ni milicianos ni a Cristo por las calles.
Tampoco la anciana se queja de la soldadesca que después invadió el pueblo, bebían y gritaban, alguna paliza dieron y a alguna moza violentaron, pero lo malo llegó después.
Cuando de nuevo se estabilizó la cosa y en la retaguardia se queda el poso de venganza, las ganas de revancha y la maligna presencia de los hombres oscuros.
Su padre, que jamás se había metido en política, que había estudiado, que tenía cultura, al que casi fusilan los rojos, fue detenido una noche. Casi igual que la primera vez, patada en la puerta, camisas azules y mosquetones, miradas de odio, esta vez pintado con papeles de legalidad…
Y se lo llevaron…
Y otra vez el miedo y el terror por la persona amada, la incertidumbre, la pena, la tristeza…
La abuela vuelve a tener la expresión sombría…Y tuvo suerte, mucha…
Otros no pudieron decir lo mismo. A mi padre lo soltaron, porque lo reconoció, uno del pueblo que era capitán de La Legión, y lo había liberado…
Ya se lo llevaban vaya usted a saber donde… Su nombre aparecía en libros de cuentas capturados al enemigo. Un rojo con estudios, los más peligrosos, artistas e intelectuales de mierda, decían…
Ella se levanta, los viejos huesos crujiendo, a mi no se porqué, me viene a la cabeza que la viejita encorvada es como mi amada España.
Vapuleada, dolorida, vieja y cansada. Harta de ver en su vida tan solo malos gobiernos, hambres, miserias y guerras. Harta de ver como sus hijos entre ellos se maltratan, se pelean, los ojos se arrancan. Harta de querer y no poder, harta de que no la dejemos ser lo que debe ser.
Esta es la historia que La Señora me contó, sin rencores, sin odios, mirando atrás con mirada serena y lúcida.
Cerrando las heridas y convirtiéndolas en cicatrices, en recuerdos, en lecciones aprendidas.
Una cosa que deberíamos hacer, el resto de españoles…Pero, como siempre fue, no nos da la gana. Cómo decimos aquí: No nos sale de los cojones.
Jamás he conocido a nadie tan dispuesto a celebrar una broma como el rey. Parecía vivir tan sólo para las bromas. La
Edgar Allan Poe (1809-1849)
manera más segura de ganar sus favores consistía en narrarle un cuento donde abundaran las chuscadas, y narrárselo bien. Ocurría así que sus siete ministros descollaban por su excelencia como bromistas. Todos ellos se parecían al rey por ser corpulentos, robustos y sudorosos, así como bromistas inimitables. Nunca he podido determinar si la gente engorda cuando se dedica a hacer bromas, o si hay algo en la grasa que predispone a las chanzas; pero la verdad es que un bromista flaco resulta una rara avis in terris.
Por lo que se refiere a los refinamientos -o, como él los denominaba, los «espíritus» del ingenio-, el rey se preocupaba muy poco. Sentía especial admiración por el volumen de una chanza, y con frecuencia era capaz de agregarle gran amplitud para completarla. Las delicadezas lo fastidiaban. Hubiera preferido el Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire; de manera general, las bromas de hecho se adaptaban mejor a sus gustos que las verbales.
En los tiempos de mi relato los bufones gozaban todavía del favor de las cortes. Varias «potencias» continentales conservaban aún sus «locos» profesionales, que vestían traje abigarrado y gorro de cascabeles, y que, a cambio de las migajas de la mesa real, debían mantenerse alerta para prodigar su agudo ingenio.
Nuestro rey tenía también su bufón. Le hacía falta una cierta dosis de locura, aunque más no fuera, para contrabalancear la pesada sabiduría de los siete sabios que formaban su ministerio… y la suya propia.
Su «loco», o bufón profesional, no era tan sólo un loco. Su valor se triplicaba a ojos del rey por el hecho de que además era enano y cojo. En aquella época los enanos abundaban en las cortes tanto como los bufones, y muchos monarcas no hubieran sabido cómo pasar los días (los días son más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón con el cual reírse y un enano de quien reírse. Pero, como ya lo he hecho notar, en el noventa y nueve por ciento de los casos los bufones son gordos, redondeados y de movimientos torpes, por lo cual nuestro rey se congratulaba de tener en Hop-Frog (que así se llamaba su bufón) un triple tesoro en una sola persona.
Creo que el nombre de Hop-Frog no le fue dado al enano por sus padrinos en el momento del bautismo, sino que recayó en su persona por concurso general de los siete ministros, dado que le era imposible caminar como el resto de los mortales. En efecto, Hop-Frog sólo podía avanzar mediante un movimiento convulsivo -algo entre un brinco y un culebreo-, movimiento que divertía interminablemente al rey y a la vez, claro está, le servía de consuelo, aunque la corte, a pesar del vientre protuberante y el enorme tamaño de la cabeza del rey, lo consideraba un dechado de perfección.
Pero si la deformación de las piernas sólo permitía a Hop-Frog moverse con gran dolor y dificultad en un camino o un salón, la naturaleza parecía haber querido compensar aquella deficiencia de sus miembros inferiores concediéndole una prodigiosa fuerza en los brazos, que le permitía efectuar diversas hazañas de maravillosa destreza, siempre que se tratara de trepar por cuerdas o árboles. Y mientras cumplía tales ejercicios separecía mucho más a una ardilla o a un mono que a una rana.
No puedo afirmar con precisión de qué país había venido Hop-frog. Se trataba, sin embargo, de una región bárbara de la que nadie había oído hablar, situada a mucha distancia de la corte de nuestro rey. Tanto Hop-Frog como una jovencita apenas menos enana que él (pero de exquisitas proporciones y admirable bailarina) habían sido arrancados por la fuerza de sus respectivos hogares, situados en provincias adyacentes, y enviados como regalo al rey por uno de sus siempre victoriosos generales.
No hay que sorprenderse, pues, de que en tales circunstancias se creara una gran intimidad entre los dos pequeños cautivos. Muy pronto llegaron a ser amigos entrañables. Hop-Frog, a pesar de sus continuas exhibiciones, no era nada popular, y no podía, por tanto, prestar mayores servicios a Trippetta; pero ésta, con su gracia y exquisita belleza -pese a ser una enana-, era admirada y mimada por todos, lo cual le daba mucha influencia y le permitía ejercerla en favor de Hop-Frog, cosa que jamás dejaba de hacer.
En ocasión de una gran solemnidad oficial (no recuerdo cuál) el rey resolvió celebrar un baile de máscaras. Ahora bien, toda vez que en la corte se trataba de mascaradas o fiestas semejantes, se acudía sin falta a Hop-Frog y a Trippetta, para que desplegaran sus habilidades. Hop-Frog, sobre todo, tenía tanta inventiva para montar espectáculos, sugerir nuevos personajes y preparar máscaras para los bailes de disfraz, que se hubiera dicho que nada podía hacerse sin su asistencia.
Llegó la noche de la gran fiesta. Bajo la dirección de Trippetta habíase preparado un resplandeciente salón, ornándolo con todo aquello que pudiera agregar éclat a una mascarada. La corte ardía con la fiebre de la expectativa. Por lo que respecta a los trajes y los personajes a representar, es de imaginarse que cada uno se había aprontado convenientemente. Los había que desde semanas antes preparaban sus rôles, y nadie mostraba la menor señal de indecisión… salvo el rey y sus siete ministros. Me es imposible explicar por qué precisamente ellos vacilaban, salvo que lo hicieran con ánimo de broma. Lo más probable es que, dada su gordura, les resultara difícil decidirse. A todo esto el tiempo transcurría; entonces, como postrer recurso, mandaron llamar a Trippetta y a Hop-Frog.
Cuando los dos pequeños amigos obedecieron al llamado del rey, lo encontraron bebiendo vino con los siete miembros de su Consejo; el monarca, sin embargo, parecía de muy mal humor. No ignoraba que a Hop-Frog le desagradaba el vino, pues producía en el pobre lisiado una especie de locura, y la locura no es una sensación agradable. Pero el rey amaba sus bromas y le pareció divertido obligar a Hop-Frog a beber y (como él decía) «a estar alegre».
-Ven aquí, Hop-Frog -mandó, cuando el bufón y su amiga entraron en la sala-. Bébete esta copa a la salud de tus amigos ausentes… (Hop-Frog suspiró)… y veamos si eres capaz de inventar algo. Necesitamos personajes… personajes, ¿entiendes? Algo fuera de lo común, algo raro. Estamos cansados de hacer siempre lo mismo. ¡Ven, bebe! El vino te avivará el ingenio.
Como de costumbre, Hop-Frog trató de contestar con una chanza a las palabras del rey, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Sucedió que aquel día era el cumpleaños del pobre enano, y la orden de beber a la salud de «sus amigos ausentes» hizo acudir las lágrimas a sus ojos. Grandes y amargas gotas cayeron en la copa mientras la tomaba, humildemente, de manos del tirano.
-¡Ja, ja, ja! -rió éste con todas sus fuerzas-. ¡Ved lo que puede un vaso de buen vino! ¡Si ya le brillan los ojos!
¡Pobre infeliz! Sus grandes ojos fulguraban en vez de brillar, pues el efecto del vino en su excitable cerebro era tan potente como instantáneo. Dejando la copa en la mesa con un movimiento nervioso, Hop-Frog contempló a sus amos con una mirada casi insana. Todos ellos parecían divertirse muchísimo con la «broma» del rey.
-Y ahora, ocupémonos de cosas serias -dijo el primer ministro, que era un hombre muy gordo.
-Sí -aprobó el rey-. Ven aquí, Hop-Frog, y ayúdanos. Personajes, querido muchacho. Personajes es lo que necesitamos… ¡Ja, ja, ja!.
Y como sus palabras pretendían ser una nueva chanza, los siete las celebraron a coro.
También rió Hop-Frog, aunque débilmente y como si estuviera distraído.
-Vamos, vamos -dijo impaciente el rey-. ¿No tienes nada que sugerirnos?
-Estoy tratando de pensar algo nuevo -repuso vagamente el enano, a quien el vino había confundido por completo.
-¡Tratando! -gritó furioso el tirano-. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah, ya entiendo! Estás melancólico y te hace falta más vino. ¡Toma, bebe esto! -y llenando otra copa la alcanzó al lisiado, que no hizo más que mirarla, tratando de recobrar el aliento-. ¡Bebe, te digo -aulló el monstruo-, o por todos los diablos que…!
El enano vaciló, mientras el rey se ponía púrpura de rabia. Los cortesanos sonreían bobamente. Pálida como un cadáver, Trippetta avanzó hasta el sitial del monarca y, cayendo de rodillas, le imploró que dejara en paz a su amigo.
Durante unos instantes el tirano la miró lleno de asombro ante tal audacia. Parecía incapaz de decir o de hacer algo… de expresar adecuadamente su indignación. Por fin, sin pronunciar una sílaba, la rechazó con violencia y le tiró a la cara el contenido de la copa.
La pobre niña se levantó como pudo y, sin atreverse a suspirar siquiera, volvió a su sitio a los pies de la mesa.
Durante casi un minuto reinó un silencio tan mortal que se hubiera escuchado caer una hoja o una pluma. Aquel silencio fue interrumpido por un áspero y prolongado rechinar, que parecía venir de todos los ángulos de la sala al mismo tiempo.
-¿Qué… qué es ese ruido que estás haciendo? -preguntó el rey, volviéndose furioso hacia el enano.
Este último parecía haberse recobrado en gran medida de su embriaguez y, mientras miraba fija y tranquilamente al tirano en los ojos, respondió:
-¿Yo? Yo no hago ningún ruido.
-Parecía como si el sonido viniera de afuera -observó uno de los cortesanos-. Se me ocurre que es el loro de la ventana, que se frotaba el pico contra los barrotes de la jaula.
-Eso ha de ser -afirmó el monarca, como si la sugestión lo aliviara grandemente-. Pero hubiera jurado por el honor de un caballero que el ruido lo hacía este imbécil con los dientes.
Al oír tales palabras el enano se echó a reír (y el rey era un bromista demasiado empedernido para oponerse a la risa ajena), mientras dejaba ver unos enormes, poderosos y repulsivos dientes. Lo que es más, declaró que estaba dispuesto a beber todo el vino que quisiera su majestad, con lo cual éste se calmó en seguida. Y luego de apurar otra copa sin efectos demasiado perceptibles, Hop-Frog comenzó a exponer vivamente sus planes para la mascarada.
-No puedo explicarme la asociación de ideas -dijo tranquilamente y como si jamás en su vida hubiese bebido vino-, pero apenas vuestra majestad empujó a esa niña y le arrojó el vino a la cara, apenas hubo hecho eso, y en momentos en que el loro producía ese extraño ruido en la ventana, se me ocurrió una diversión extraordinaria… una de las extravagancias que se hacen en mi país, y que con frecuencia se llevan a cabo en nuestras mascaradas. Aquí será completamente nuevo. Lo malo es que hace falta un grupo de ocho personas, y…
-¡Pues aquí estamos! -exclamó el rey, riendo ante su agudo descubrimiento de la coincidencia-. ¡Justamente ocho: yo y mis ministros! ¡Veamos! ¿En qué consiste esa diversión?
-La llamamos -repuso el enano- los Ocho Orangutanes Encadenados, y si se la representa bien, resulta extraordinaria.
–Nosotros la representaremos bien -observó el rey, enderezándose y alzando las cejas.
-Lo divertido de la cosa -continuó Hop-Frog- está en el espanto que produce entre las mujeres.
-¡Magnífico! -gritaron a coro el monarca y su Consejo.
–Yo os disfrazaré de orangutanes -continuó el enano-. Dejadlo todo por mi cuenta. El parecido será tan grande, que los asistentes a la mascarada os tomarán por bestias de verdad… y, como es natural, sentirán tanto terror como asombro.
-¡Exquisito! -exclamó el rey-. ¡Hop-Frog, yo haré un hombre de ti!
-Usaremos cadenas para que su ruido aumente la confusión. Haremos correr el rumor de que os habéis escapado en masse de vuestras jaulas. Vuestra majestad no puede imaginar el efecto que en un baile de máscaras causan ocho orangutanes encadenados, los que todos toman por verdaderos, y que se lanzan con gritos salvajes entre damas y caballeros delicada y lujosamente ataviados. El contraste es inimitable.
-¡Así debe ser! -declaró el rey, mientras el Consejo se levantaba precipitadamente (se hacía tarde) para poner en ejecución el plan de Hop-Frog.
La forma en que procedió éste a fin de convertir a sus amos en orangutanes era muy sencilla, pero suficientemente eficaz para lo que se proponía. En la época en que se desarrolla mi relato los orangutanes eran poco conocidos en el mundo civilizado, y como las imitaciones preparadas por el enano resultaban suficientemente bestiales y más que suficientemente horrorosas, nadie pondría en duda que se trataba de una exacta reproducción de la naturaleza.
Ante todo, el rey y sus ministros vistieron ropa interior de tejido elástico y sumamente ajustado. Se procedió inmediatamente a untarlos con brea. Alguien del grupo sugirió cubrirse de plumas, pero esta idea fue rechazada al punto por el enano, quien no tardó en convencer a los ocho bromistas, mediante demostración práctica, que el pelo de orangután puede imitarse mucho mejor con lino. Una espesa capa de este último fue por tanto aplicada sobre la brea. Buscóse luego una larga cadena. Hop-Frog la pasó por la cintura del rey y la aseguró; en seguida hizo lo propio con otro del grupo, y luego con el resto. Completados los preparativos, los integrantes se apartaron lo más posible unos de otros, hasta formar un círculo, y, para dar a la cosa su apariencia más natural, Hop-Frog tendió el sobrante de la cadena formando dos diámetros en el círculo, cruzados en ángulo recto, tal como lo hacen en la actualidad los cazadores de chimpancés y otros grandes monos en Borneo.
El vasto salón donde iba a celebrarse el baile de máscaras era una estancia circular, de techo muy elevado y que sólo recibía luz del sol a través de una claraboya situada en su punto más alto. De noche (momento para el cual había sido especialmente concebido dicho salón) se lo iluminaba por medio de un gran lustro que colgaba de una cadena procedente del centro del tragaluz, y que se hacía subir y bajar por medio de un contrapeso, según el sistema corriente; sólo que, para que dicho contrapeso no se viera, hallábase instalado del otro lado de la cúpula, sobre el techo.
El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de Trippetta; pero, por lo visto, ésta se había dejado guiar en ciertos detalles por el más sereno discernimiento de su amigo el enano. De acuerdo con sus indicaciones, el lustro fue retirado. Las gotas de cera de las bujías (que en esos días calurosos resultaba imposible evitar) hubiera estropeado las ricas vestiduras de los invitados, quienes, debido a la multitud que llenaría el salón, no podrían mantenerse alejados del centro, o sea debajo del lustro. En su reemplazo se instalaron candelabros adicionales en diversas partes del salón, de modo que no molestaran, a la vez que se fijaban antorchas que despedían agradable perfume en la mano derecha de cada una de las cariátides que se erguían contra las paredes, y que sumaban entre cincuenta y sesenta.
Siguiendo el consejo de Hop-Frog, los ocho orangutanes esperaron pacientemente hasta medianoche, hora en que el salón estaba repleto de máscaras, para hacer su entrada. Tan pronto se hubo apagado la última campanada del reloj, precipitáronse -o, mejor, rodaron juntos, ya que la cadena que trababa sus movimientos hacía caer a la mayoría y trastrabillar a todos mientras entraban en el salón.
El revuelo producido en la asistencia fue prodigioso y llenó de júbilo el corazón del rey. Tal como se había anticipado, no pocos invitados creyeron que aquellas criaturas de feroz aspecto eran, si no orangutanes, por lo menos verdaderas bestias de alguna otra especie. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiera tenido la precaución de prohibir toda portación de armas en la sala, la alegre banda no habría tardado en expiar sangrientamente su extravagancia. A falta de medios de defensa, produjese una carrera general hacia las puertas; pero el rey había ordenado que fueran cerradas inmediatamente después de su entrada, y, siguiendo una sugestión del enano, las llaves le habían sido confiadas a él.
Mientras el tumulto llegaba a su apogeo y cada máscara se ocupaba tan sólo de su seguridad personal (pues ahora había verdadero peligro a causa del apretujamiento de la excitada multitud), hubiera podido advertirse que la cadena de la cual colgaba habitualmente el lustro, y que había sido remontada al prescindirse de aquél, descendía gradualmente hasta que el gancho de su extremidad quedó a unos tres pies del suelo.
Poco después el rey y sus siete amigos, que habían recorrido haciendo eses todo el salón, terminaron por encontrarse en su centro y, como es natural, en contacto con la cadena. Mientras se hallaban allí, el enano, que no se apartaba de ellos y los incitaba a continuar la broma, se apoderó de la cadena de los orangutanes en el punto de intersección de los dos diámetros que cruzaban el círculo en ángulo recto. Con la rapidez del rayo insertó allí el gancho del cual colgaba antes el lustro; en un instante, y por obra de una intervención desconocida, la cadena del lustro subió lo bastante para dejar el gancho fuera del alcance de toda mano y, como consecuencia inevitable, arrastró a los orangutanes unos contra otros y cara a cara.
A esta altura, los invitados iban recobrándose en parte de su alarma y comenzaban a considerar todo aquello como una estupenda broma, por lo cual estallaron risas estentóreas al ver la desgarbada situación en que se encontraban los monos.
-¡Dejádmelos a mi!-gritó entonces Hop-Frog, cuya voz penetrante se hacía escuchar fácilmente en medio del estrépito-, ¡Dejádmelos a mí! ¡Me parece que los conozco! ¡Si solamente pudiera mirarlos más de cerca, pronto podría deciros quiénes son!
Trepando por sobre las cabezas de la multitud, consiguió llegar hasta la pared, donde se apoderó de una de las antorchas que empuñaban las cariátides. En un instante estuvo de vuelta en el centro del salón y, saltando con agilidad de simio sobre la cabeza del rey, encaramóse unos cuantos pies por la cadena, mientras bajaba la antorcha para examinar el grupo de orangutanes y gritaba una vez más:
-¡Pronto podré deciros quiénes son!
Y entonces, mientras todos los presentes (incluidos los monos) se retorcían de risa, el bufón lanzó un agudo silbido; instantáneamente, la cadena remontó con violencia a una altura de treinta pies, arrastrando consigo a los aterrados orangutanes, que luchaban por soltarse, y los dejó suspendidos en el aire, a media altura entre la claraboya y el suelo. Aferrado a la cadena, Hop-Frog seguía en la misma posición, por encima de los ocho disfrazados, y, como si nada hubiese ocurrido, continuaba acercando su antorcha fingiendo averiguar de quiénes se trataba.
Tan estupefacta quedó la asamblea ante esta ascensión, que se produjo un profundo silencio. Duraba ya un minuto, cuando fue roto por un áspero y profundo rechinar, semejante al que había llamado la atención del rey y sus consejeros después que aquél hubo arrojado el vino a la cara de Trippetta. Pero en esta ocasión no cabía dudar de dónde procedía el sonido. Venía de los dientes del enano, semejantes a colmillos de fiera; rechinaban, mientras de su boca brotaba la espuma, y sus ojos, como los de un loco furioso, se clavaban en los rostros del rey y sus siete compañeros.
-¡Ah, ya veo! -gritó, por fin, el enfurecido bufón-. ¡Ya veo quiénes son!
Y entonces, fingiendo mirar más de cerca al rey, aplicó la antorcha a la capa de lino que lo envolvía y que instantáneamente se llenó de lívidas llamaradas. En menos de medio minuto los ocho orangutanes ardían horriblemente entre los alaridos de la multitud, que los miraba desde abajo, aterrada, y que nada podía hacer para prestarles ayuda.
Por fin, creciendo en su violencia, las llamas obligaron al bufón a encaramarse por la cadena para escapar a su alcance; al ver sus movimientos, la multitud volvió a guardar silencio. El enano aprovechó la oportunidad para hablar una vez más:
-Ahora veo claramente quiénes son esos hombres -dijo-. Son un gran rey y sus siete consejeros privados. Un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una niña indefensa, y sus siete consejeros, que consienten ese ultraje. En cuanto a mí, no soy nada más que Hop-Frog, el bufón… y ésta es mi última bufonada.
A causa de la alta combustibilidad del lino y la brea, la obra de venganza quedó cumplida apenas el enano hubo terminado de pronunciar estas palabras. Los ocho cadáveres colgaban de sus cadenas en una masa irreconocible, fétida, negruzca, repugnante. El bufón arrojó su antorcha sobre ellos y luego, trepando tranquilamente hasta el techo, desapareció a través de la claraboya.
Se supone que Trippetta, instalada en el tejado del salón, fue cómplice de su amigo en su ígnea venganza, y que ambos escaparon juntamente a su país, ya que jamás se los volvió a ver.