EL CAZADOR DE SANGRE.

Max Van der Heyden, periodista especializado en la investigación de fenómenos presuntamente paranormales, es para algunos, “el verdadero Van Helsing del siglo XXI”. Claro que, en honor a la verdad, debemos añadir que esos “algunos” que tanto lo admiran son muy pocos comparados con quienes lo tienen por un loco o un farsante. Y aun son muchos más quienes jamás han oído hablar de él. Sin embargo, tampoco podemos ocultar que bastantes de los que en público abominan de su nombre, o niegan todo conocimiento del mismo, son los primeros en pedir su ayuda (“extraoficialmente”, por supuesto) cuando se enfrentan a hechos que van más allá de lo científicamente explicable. Eso hicieron, por ejemplo, las autoridades de cierto país africano cuando varias aldeas, situadas en las proximidades de la selva, se vieron atacadas por un horror sin precedentes. Primero empezaron a aparecer los cadáveres desangrados de varios leñadores y cazadores que se habían internado en la selva para ganarse el sustento. Luego comenzaron a correr igual suerte las mujeres que iban a lavar la ropa al río y los niños que se dirigían a las huertas para llevarles comida o agua fresca a sus atareados padres. Finalmente, cuando un par de turistas ingleses hallaron la muerte en circunstancias semejantes, la situación se hizo insostenible. A las autoridades quizás no les importase demasiado la desaparición de algunos pobres aldeanos, pero no podían tolerar que les sucediese otro tanto a adinerados visitantes de piel blanca, pues ello podría tener graves consecuencias para la boyante industria turística del país. Y si las muertes de los pobres campesinos son fáciles de mantener ocultas, no sucede lo mismo con las de los ricos extranjeros, especialmente si sus cadáveres traen consigo las inoportunas visitas de embajadores demasiado curiosos, por lo cual el problema debía solucionarse lo antes posible, fuera como fuera.

 

Así pues, Max fue llamado al lugar de los hechos. Una vez allí, encontró alojamiento, con todos los gastos pagados, en los lujosos bungalows del mismo parque nacional donde pocos días antes habían tenido lugar las muertes de los dos británicos. Apenas hubo depositado su escaso equipaje en el cuarto que le había sido reservado, Max se encaminó al lugar exacto donde habían aparecido los cadáveres, acompañado por varios empleados del parque y por el mismísimo Monsieur François Lissouba, jefe supremo de la Policía Nacional. Hay que decir que este se mostraba radicalmente escéptico respecto a la posibilidad de que hubiera algo sobrenatural tras los asesinatos y pensaba que eran obra de alguna fiera aficionada a la sangre humana. Decía:

 

-Mis muchachos han hallado las huellas inconfundibles de una enorme pantera cerca de los todos los lugares donde alguien ha aparecido con la garganta destrozada. Francamente, creo que, como dicen ustedes, blanco y en botella igual a leche. O dicho de otra forma, tras todo este asunto no hay nada que no se pueda solucionar con una bala bien dirigida. Lo que pasa es que los malditos ecologistas…

 

-Disculpe, Monsieur Lissouba, pero me consta que las panteras, aunque en raras ocasiones ataquen a la gente, lo hacen para comer su carne, no para beber su sangre.

-¿A usted le consta eso? Disculpe mi atrevimiento, Monsieur Van der Heyden, pero… en su Holanda natal, ¿ha visto usted muchas panteras? ¡Porque, según parece, debe de conocerlas muy bien!

-La verdad es que no he visto muchas, pero he leído…

-¡Ah, así que usted HA LEÍDO! Pues yo sólo leo atestados policiales, pero le informo que siempre he vivido en este país y…

-¿Y habrá visto muchas panteras?

-Bueno, en realidad… yo tampoco es que haya visto muchas. Claro, ellas viven en la selva, no en la capital. Pero he oído historias y…

-¡Ah, así que usted HA OÍDO HISTORIAS!

-Bueno, supongo que un experto de su categoría tendrá la amabilidad de darnos una explicación alternativa de los hechos.

-Evidentemente, esto es obra de un vampiro. De hecho, conozco las leyendas locales y algunas mencionan la existencia de esos seres en las profundidades de la selva.

-Con todo, el forense afirma que las mordeduras sufridas por las víctimas pudieron haber sido realizadas por un felino de gran tamaño.

-Y las leyendas afirman que los vampiros pueden adoptar distintas formas (tanto animales como humanas) para atacar a sus víctimas.

-¿Y cómo piensa librarnos de su supuesto vampiro? ¿Con cruces y ajos?

-No. Esas cosas alejan a los vampiros, y yo a este quiero tenerlo lo más cerca posible de mí… para matarlo. Observe este juguetito.

 

Max extrajo de su mochila una especie de ballesta medieval primorosamente manufacturada y varias flechas de madera, sin un solo gramo de metal en ninguna de ellas. Lissouba sonrió, comparando mentalmente aquella antigüedad con su pistola. Max pareció adivinar su pensamiento:

 

-Las balas y las armas blancas con punta metálica no sirven para nada contra los vampiros. Para matarlos es necesario destrozar sus cuerpos totalmente o, por lo menos, agujerearlos en algún punto vital con estacas o dardos de madera. La leyenda…

 

Monsieur Lissouba se quedó sin saber qué decía la leyenda, pues en aquel preciso instante aparecieron varios guardias del parque para avisar que acababa de producirse un nuevo ataque. Una turista francés llamado Armand Mounier, su sobrina Lorraine, de doce años, y dos guías de raza negra se habían internado en la selva, para visitar un árbol donde anidaba una colonia de cálaos, cuando una terrible fiera, una pantera negra de ojos rojos como llamaradas, se había abalanzado sobre ellos. Instantes después, Mounier y uno de los guías estaban muertos, y el segundo guía había sufrido tales heridas que falleció poco después, tras haber gastado sus últimas fuerzas contándoles lo sucedido a los guardias, que habían acudido al lugar alertados por horrendos chillidos de terror y agonía. Tanto la pantera como la pequeña Lorraine habían desaparecido. Una vez informado de los hechos, Lissouba le espetó a Max:

 

-Supongo que ahora estará convencido de que todo esto es cosa de una pantera.

-En absoluto. Para empezar, las panteras de verdad tienen los ojos verdes o amarillos, no rojos. Y, en segundo lugar, si era una verdadera pantera, ¿por qué se ha llevado a la niña?

-¿Cómo sabe que se la ha llevado? La niña pudo haber escapado a la selva.

-¿A la selva y no a los bungalows? Curioso.

-Una pobre chavala asustada huye a donde puede, no a donde debe. Y si hubiera sido un vampiro, ¿por qué se la habría llevado?

-Lorraine tiene doce años. Los vampiros a veces raptan niñas recién llegadas a la pubertad, para realizar con ellas ciertas ceremonias, especialmente repugnantes, en honor a las Fuerzas del Mal. Estas exigen el cumplimiento de esos ritos a cambio de sus favores, y todo vampiro les debe su poder sobrenatural a los malos espíritus.

-Será verdad si usted lo dice. Pero ahora lo más importante es hallar a la niña.

-Me parece que por fin estamos de acuerdo en algo.

 

Un par de horas después, con su ballesta en las manos, Max atravesaba un sombrío sendero que se internaba en las profundidades de la selva. Había rechazado la compañía de los guardias del parque y de los agentes de Lissouba porque sabía que si iba solo habría más posibilidades de que el vampiro lo atacara. Y eso era lo que Max quería. Ya no quedaba mucho para la puesta del sol, pero Max había sido informado de que en un extenso claro de la selva se levantaban las ruinas de una vieja misión católica, abandonada tras las últimas guerras civiles, y prefería pernoctar allí, para continuar su búsqueda al día siguiente, antes que retornar a las dependencias del parque sin la pequeña Lorraine.

 

Cerca de la misión, el sendero atravesaba lo que antes había sido el maizal de los misioneros, donde el maíz seguía creciendo, cuidado y alimentado por la Naturaleza tal como en otros tiempos lo había sido por la mano del hombre. Aquel lugar era menos sombrío que la selva propiamente dicha, donde el dosel formado por las copas de los árboles impedía que los rayos del sol llegasen al suelo, y, aunque se aproximaban las tinieblas de la noche, la visibilidad todavía era bastante buena. En un momento dado, Max observó que, unos cien metros delante de él, una figura grande y negra emergía del maizal para plantarse en medio del camino. Era una enorme pantera negra. O, por lo menos, algo que parecía una enorme pantera negra. A aquella distancia, Max no podía distinguir el color de sus ojos. Pero sí podía adivinar que aquellos ojos se habían percatado de su presencia y lo estaba mirando con malignas intenciones. El primer impulso de Max fue preparar su ballesta para asaetear a la presunta pantera cuando esta se acercara, pero entonces su mente fue asaltada por un pensamiento poco tranquilizador. Si aquel animal era una pantera de verdad, una pobre flecha de madera sólo conseguiría enfurecerla. Así pues, Max decidió que sería mejor recurrir a la poco prestigiosa, pero frecuentemente imprescindible, estratagema de la huida.

 

Al mismo tiempo que la pantera iniciaba su carga, Max empezó a correr hacia la misión, abandonando la senda y atravesando el maizal que lo separaba del viejo edificio lo más velozmente que pudo. Si aquella era una pantera normal, sería, sin duda, mucho más veloz que un ser humano, pero, acostumbrada a cazar al acecho, no lo perseguiría durante un trecho demasiado largo. Sin detenerse en ningún momento, ni siquiera para cerciorarse de si el felino lo perseguía o no, Max alcanzó la misión en menos de un minuto y se coló en su interior a través de una ancha ventana que había perdido todos sus cristales. Una vez dentro del edificio, cuyo interior estaba sumido en la mayor de las negruras, Max oyó un sollozo o gemido inconfundiblemente humano. Rápidamente extrajo una linterna del bolsillo y enfocó el lugar de donde procedía aquel sonido. Allí, acurrucada sobre un amasijo de trapos sucios, se hallaba una niña de piel blanca y ojos azules. Lorraine, indudablemente. La pobre criatura se hallaba visiblemente bajo los efectos de una terrible tensión mental, pálida y temblorosa, con el rostro descolorido y las mejillas inundadas de lágrimas. Sin embargo, y dejando aparte algunos rasguños sin importancia, parecía totalmente ilesa. Max se agachó junto a la niña y, empleando palabras dulces y tranquilizadoras, intentó calmarla, a la vez que le preguntaba cómo había llegado allí. Lorraine habló, primero con balbuceos entrecortados y posteriormente con una voz más segura:

 

-La pantera… Mató a mi tío y a los demás, luego también me quiso matar a mí. Yo escapé por la selva, estaba loca de miedo y no sabía adónde ir ni qué hacer, sólo quería huir, nada más que huir, ¡tenía mucho miedo! Ella estuvo a punto de cogerme, pero me metí entre unos arbustos espinosos, no se atrevió a seguirme y la dejé atrás. Luego, caminé durante horas, perdida en medio de la selva, hasta que llegué a este sitio. Entré para no tener que pasar la noche a la intemperie, pero… ¿Y si ella entra? ¡Está fuera y, si usted ha entrado saltando por la ventana, ella también podrá hacerlo!

-Tranquila, cariño. Nosotros tuvimos que entrar aquí para salvarnos, pero ella no tiene ninguna necesidad de meterse en esta ratonera para alimentarse: de noche, la selva está llena de monos y antílopes (para no asustarte más, no te diré que acaso nos estemos enfrentando a algo mucho peor que una simple pantera). Además, tengo mi ballesta. Ahora, si te parece bien, vamos a descansar y mañana, cuando amanezca, iremos en busca de ayuda. Duerme un poco, guapa, te hará bien.

-Lo… lo intentaré, señor. ¿Y usted no duerme?

-Yo vigilaré la ventana, no sea que ese bicho decida hacernos una visita nocturna. Tú no te preocupes y duerme tranquila.

 

Pero Lorraine, al parecer, no podía conciliar el sueño, lo cual, teniendo en cuenta sus últimas experiencias, no era algo difícil de comprender. Quizás para olvidarse de la situación y del miedo que le roía el alma, la niña comenzó a hablar con Max de toda clase de temas: de sus padres, que eran médicos en París, de su colegio, de sus amigos, de su afición al voleibol y a las canciones de Justin Bieber, de su primer viaje en avión… Max, con un encomiable esfuerzo mental, intentaba seguir las continuas, atropelladas y a veces incoherentes explicaciones de la pequeña al mismo tiempo que permanecía atento a cualquier indicio de amenaza que pudiera llegar a sus ojos o a sus oídos. Entonces, le pareció escuchar un sonido procedente del piso de arriba, como si un cuerpo (al parecer, más bien pequeño) estuviera moviéndose en lo que en otro tiempo había sido el desván o trastero del edificio. Sin duda, sería algún animal inofensivo, seguramente una civeta o una mangosta en busca de ratones, pero convendría ir a echar un vistazo. Max mandó callar a la niña con un gesto y le dijo en voz baja:

 

-Voy a ir arriba un momento, a echar un vistazo con mi linterna. Tú será mejor que te quedes aquí, por si acaso.

-Pero… no quiero quedarme sola de nuevo. ¿Y si la pantera…?

-Toma mi ballesta y vigila bien la ventana. Si la pantera intenta entrar, mándale un buen flechazo, y procura darle en un ojo. ¿Vale?

-Vale, señor. Pero por favor, no tarde mucho.

 

Max se levantó y, malamente guiado por la pobre luz de su linterna, subió los crujientes y poco fiables peldaños de la polvorienta escalera que llevaba al piso superior. Tras atravesar la espesa capa de telarañas que hacía el papel de puerta, penetró en el desván y la luz proyectada por su foco iluminó a la criatura que había perturbado el silencio nocturno agitando su pequeño cuerpo sobre las carcomidas tablas que cubrían el suelo. No era una pantera, pero tampoco una civeta. ¡Era una niña de piel blanca, y estaba atada y amordazada, con sus ojos azules dilatados por el mayor terror que una muchacha de doce años puede sentir antes de perder el conocimiento o la cordura! ¡Y aquella niña tenía el mismo rostro que Lorraine Mounier! ¡Era Lorraine Mounier!

 

-Veo que has encontrado a la niña. En fin, ahora ya no os servirá de nada a ninguno de los dos.

 

Max se volvió, incluso antes de que aquellas palabras asaltaran su oído. Tras él, sosteniendo la ballesta que él mismo le había entregado un minuto antes, se hallaba la “otra” Lorraine, la Lorraine del piso de abajo, totalmente idéntica a la verdadera salvo en que ahora sus ojos ya no eran azules, sino rojos como el fuego. Y Max le había entregado ingenuamente la única arma que podría haberle hecho daño a aquel ser. Al parecer, había olvidado que los vampiros no sólo pueden adoptar formas animales, sino también humanas. Y además pueden leer las mentes de las personas a las que suplantan para conocer todos sus recuerdos. Entonces, tanto la verdadera Lorraine como él mismo se hallaban a merced del monstruo que había raptado a la niña y engatusado a su presunto salvador, ¡el vampiro de la selva los había atrapado a ambos! Este siguió hablando, al mismo tiempo que partía las flechas como si fueran briznas de paja en manos de un gigante:

 

-Esta misma noche, cuando la Luna llegue a su cenit, les ofreceré a los Señores Oscuros el cuerpo de esa cría. Pero antes creo que voy a tomarme una ligera cena. Ahí, por supuesto, es donde intervienes tú, amigo Max… o más bien tu garganta.

Max contestó, en un tono más sereno de lo esperable en semejante coyuntura:

-Sin duda, te las prometes muy felices. Pero, antes de nada, debo decirte que me has decepcionado. No has cumplido bien tu misión.

-¿Cómo? Los Señores Oscuros no me encomendaron más misión que proporcionarles una virgen para satisfacer sus deseos carnales y aquí les espera una bastante hermosa. ¡Yo he cumplido las órdenes que me encomendaron!

-No lo dudo. Pero no has cumplido la orden que te había encomendado yo. ¡Vigilar la ventana!

 

Antes de que el confiado vampiro pudiera reaccionar, antes incluso de que su tenebrosa mente hubiera interpretado adecuadamente las palabras de Max, la enorme pantera negra de la jungla se había abalanzado sobre su espalda. Al contrario de lo que dicen ciertas leyendas, todos los animales carnívoros del bosque odian a los vampiros, que exterminan sus presas naturales, y aquella pantera no deseaba nada tanto como coger desprevenido al monstruo para destrozarlo entre sus fauces. De haber estado alerta, el vampiro, dotado de una fuerza sobrehumana, hubiera podido vencer a la pantera, pero esta había cobrado ventaja gracias al factor sorpresa y no le costó demasiado despedazar a su enemigo. Al parecer, el felino sabía instintivamente que necesitaba descuartizar al vampiro para anular su invulnerabilidad. Una vez que los dientes y las garras del felino hubieron hecho pedazos el cuerpo del vampiro, los fragmentos de carne empezaron a arder espontáneamente, envueltos por una llamarada pálida y fétida que los hizo cenizas en apenas unos instantes, a la vez que provocaron la huida de la pantera, asustada por la brusca aparición de aquel fuego sobrenatural. Una vez que las llamas se hubieron extinguido, Max se dispuso a desatar a la pobre Lorraine Mounier, la cual, aunque casi desvanecida de puro terror, se hallaba sana y salva. Con todo, Max, hombre honesto, no pudo ocultarse a sí mismo que su papel en aquella misión de rescate no había sido demasiado afortunado. Había actuado como un principiante, al fiarse de las apariencias y entregarle su arma al adversario. Había sido un error imperdonable. Por suerte, el enemigo también había cometido su propio error. En fin, tanto él como la niña habían salido ilesos de esta aventura y, como todo buen aficionado al fútbol sabe, a veces hay que conformarse con el resultado.

 POR: Javier
Fontenla

FUENTE: ESCALOFRIO.COM

 

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