UNA DE «CUANDO LA GUERRA…»

 

No me gusta escribir sobre La Guerra Civil, sobre la última, porque aquí desde el siglo XIX, eso de acuchillarnos unos a otros por envidias, rencillas, lindes y etcéteras es deporte nacional y una de nuestras peores (y tenemos muchas) costumbres autodestructivas…

Pero el otro día, una señora mayor, una anciana que tiene en su casa más libros que yo pelos en la cabeza, me contó una historia.

Una historia real, vivida por ella y su familia durante aquellos negros días. Una historia que ilustra lo que fue aquel conflicto, y todos al fin y al cabo, una sarracina de pueblo inculto arrastrado por los intereses de unos y de otros. Apóstoles todos de los mas altos valores, dueños de la verdad indiscutible.

Una historia no de frentes y batallas, no de heroísmo, no de acciones de hombres valientes contra hombres valientes.

Una historia de retaguardia. De ratas disfrazadas de libertadores y de uniformados para los que el honor estaba en el fondo de una botella.

Relata cómo nos volvemos, cómo nos cegamos, cómo aprovechamos para saldar cuentas con el vecino. Amparados por la masa cometieron mil tropelías, mil canalladas, y las cometieron todos, sin excepción. Sin distingos, uniendo en la maldad y la vergüenza a rojos y a azules…

Y el pobre Pueblo Español, desangrado, abandonado, perdido entre cirios o entre eslóganes altisonantes, engañado y vendido, pobre gente ignorante y atrasada, que solo quiere pan y paz y futuro, y que siempre se lo niegan, que siempre se lo roban los que se aprovechan, los que siempre sobreviven, sean de derechas o izquierdas, la mugre que nos tapa el sol, la negra y dura conciencia, la maldita costumbre española, de chocar siempre, contra la misma piedra.

Nuestra protagonista era una cría cuando aquello. Una pequeña que iba a la escuela, a la que no faltaba un plato de comida, que iba a Misa los domingos con sus papás y con el resto del pueblo…

Era un poco privilegiada, ella misma lo reconoce, pero es que su padre, se ganaba un buen jornal, llevándole al Señorito, las cuentas del cortijo…

Contable. En aquella España de analfabetos, tan parecida a la de ahora, saber leer y escribir y las cuatro reglas era todo un lujo, y si además, siendo humilde, habías conseguido estudiar, como su padre, y sabías de cuentas y asientos, se te rifaban…

Y eso le había pasado a su padre, que tras años de sacrificio, estudio y esfuerzo, siendo hijo de un pobre minero de Alquife, había sacado sus estudios de contabilidad en la capital, trabajando como un burro en los mercados y estudiando hasta la madrugada.

Por eso ahora, podía pagar la escuela de sus hijos, y en su mesa se comía a diario, y los domingos, incluso, había carne. Algún pato, liebre, conejo o perdiz que el Señorito le regalaba…

El hombre nunca había expresado sus ideas políticas en público, no las tenía, me dice su hija, nunca las tuvo. Era un hombre honrado, y con eso bastaba.

Llevaba las oscuras cuentas del Señorito, no se metía con nadie y su única diversión era el domingo, tras la misa, irse con sus amigos a la tasca, a jugar al dominó y a trasegarse un litro o dos, de buen vino añejo y hablar de la vida, cómo hablan los hombres entre el humo de cigarros y risas rudas.

Y entonces estalló la guerra.

Y el miedo ocupó la vida de la gente. Y las noticias de que se mataba sin freno, de que se violaba, de que se incendiaba, de que se fusilaba sin contemplaciones, corrió como la pólvora.

La viejecita recuerda con ojos tristes. No llora, dice que ya lo hizo de niña, a raudales, a litros. Y que aquellas lágrimas se las provocaron tanto unos, como otros.

Su pueblo quedó en ese terreno incierto que es la línea frontera entre los unos y los otros. Tomado ahora por los de la hoz, ahora por los de las camisas azules. Mío, tuyo, tuyo, mío…

Un día, llegaron al pueblo unos que se decían milicianos, gente bruta, ruda, guiados por las consignas revolucionarias de algún iluminado lector de Marx.

Camiones atestados de gente armada, con gorrillos cuarteleros y pañuelos al cuello, los puños en alto entonando el himno anarquista, o alguno de ésos, a mí, me sonaban todos iguales, dice la anciana.

Se llevaron al Señorito, alcalde, al cura y al maestro, curiosa costumbre la de los marxistas de llevarse siempre por delante a los que enseñan, a los que tienen cultura, se los llevaron y nada se volvió a saber de ellos.

Todo el mundo sabía, sin embargo, que los habían matado. Pero nadie podía decir nada.

La segunda noche, se llevaron a su padre. Y al capataz del cortijo, y a Paco el barbero, al que le habían cogido escondida, una bandera de España, de las de antes…

La anciana se estremece un poco al recordar. Imagino a la niña llorando, abrazada a su madre y a sus hermanillos, mientras los puercos se desparraman por su hogar, vuelcan las mesas, roban las joyas, toquetean a la madre, incluso a ella la miran lascivos, y por fin, se llevan a su padre, maniatado gritándole fascista y cabrón y te vamos a dar matarile…

Tres días estuvo fuera su padre. Tres días de luto en la casa, de llanto y de dolor, de rabia, de odio, tres días en los que la desgracia y la muerte fueron sus compañeras…

El tercer día llegó a lomos de un borrico, el aguador que traía el agua fresca de la sierra, lo había encontrado medio muerto, apaleado, a un lado del camino, donde La Fuente Grande…. De los que con él se fueron, jamás se supo…

Cambió, me dice la anciana. Se volvió huraño y desconfiado. Nunca nos contó lo que pasó en el bosque, pero de ser un hombre decidido y fuerte, pasó a ser una piltrafa destruida y acabada…Nos costó años recuperarle…Y todavía no habían terminado con él…

Un par de meses después, con los frentes estables, y la calma chicha haciendo de las retaguardias un infierno, llegaron al pueblo los nuevos mandamases, con mucha trompeta y boato repartieron las tierras y destrozaron la iglesia…

Y claro, traían burocracia, papeleo, cuentas…

Y alguno fue con el cuento, de que el “fascista ése” sabía de números y de cuadrar libros…

Y lo pusieron a trabajar… Ahora todo era camarada y palmaditas en la espalda, siempre con la espada de Damocles encima, de su pasado fascista…

Y al hombre no le quedó más remedio, se puso manos a la obra, a llevar libros de cuentas y a distribuir los recursos entre las milicias…

Y entonces empezaron a perder la guerra…

La anciana ahora sonríe con amargura… Mi pobre madre, dice, esperaba más de los que llegaron…Más diferencias…Pero no las había…

Una mañana aparecieron unos moros, la gente corría de espanto a refugiarse en sus casas. Pero sólo pasaron, sorprendidos de que allí, no hubiese resistencia ni milicianos ni a Cristo por las calles.

Tampoco la anciana se queja de la soldadesca que después invadió el pueblo, bebían y gritaban, alguna paliza dieron y a alguna moza violentaron, pero lo malo llegó después.

Cuando de nuevo se estabilizó la cosa y en la retaguardia se queda el poso de venganza, las ganas de revancha y la maligna presencia de los hombres oscuros.

Su padre, que jamás se había metido en política, que había estudiado, que tenía cultura, al que casi fusilan los rojos, fue detenido una noche. Casi igual que la primera vez, patada en la puerta, camisas azules y mosquetones, miradas de odio, esta vez pintado con papeles de legalidad…

Y se lo llevaron…

Y otra vez el miedo y el terror por la persona amada, la incertidumbre, la pena, la tristeza…

La abuela vuelve a tener la expresión sombría…Y tuvo suerte, mucha…

Otros no pudieron decir lo mismo. A mi padre lo soltaron, porque lo reconoció, uno del pueblo que era capitán de La Legión, y lo había liberado…

Ya se lo llevaban vaya usted a saber donde… Su nombre aparecía en libros de cuentas capturados al enemigo. Un rojo con estudios, los más peligrosos, artistas e intelectuales de mierda, decían…

Ella se levanta, los viejos huesos crujiendo, a mi no se porqué, me viene a la cabeza que la viejita encorvada es como mi amada España.

Vapuleada, dolorida, vieja y cansada. Harta de ver en su vida tan solo malos gobiernos, hambres, miserias y guerras. Harta de ver como sus hijos entre ellos se maltratan, se pelean, los ojos se arrancan. Harta de querer y no poder, harta de que no la dejemos ser lo que debe ser.

Esta es la historia que La Señora me contó, sin rencores, sin odios, mirando atrás con mirada serena y lúcida.

Cerrando las heridas y convirtiéndolas en cicatrices, en recuerdos, en lecciones aprendidas.

Una cosa que deberíamos hacer, el resto de españoles…Pero, como siempre fue, no nos da la gana. Cómo decimos aquí: No nos sale de los cojones.

Abrazos Rojigualdos.

AUTOR: A, Villegas Glez. 31/1/12

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