Inventario General de Insultos, de Pancracio Celdrán Gomáriz, es una obra dirigida a todos aquellos que desean faltar el respeto al prójimo con precisión lingüística. Os dejo, a modo de muestra, algunos de los insultos de uso común que pueden encontrarse en el libro.
Imbécil.
Al alelado y débil mental, al escaso de razón, llamamos imbécil. Es uno de los insultos más corrientes, cuando se dirige a alguien sensu non stricto, esto es: en sentido figurado. Es palabra latina, en cuya lengua imbecillis significa “débil en sumo grado”…, flojo y escaso de cabeza, de la facultad de pensar. El Diccionario de Autoridades, (primer tercio del siglo XVIII), acentuaba la palabra en la silaba última: “imbecil”, y no le daba otro significado que el que tenía en latín. Con el significado actual empieza a utilizarse en la primera mitad del XIX, en que la Real Academia introduce esa acepción en su diccionario. Unamuno, en un artículo publicado en 1923, Caras y caretas, tiene esto que decir, en cuanto a la etimología: “Imbecillis, el que no tiene bacillus o bastón donde apoyarse, el débil, el inerme, el flaco”.
No fue utilizada como insulto hasta mediados del siglo pasado, por contaminación semántica del término en francés, en cuya lengua la palabra tiene las connotaciones modernas. Por lo general, el término tuvo siempre connotaciones médicas, equivaliendo a cretino e idiota en sus acepciones clínicas. En el sentido de “persona floja de carácter, débil de voluntad” utiliza el término, refiriéndose a las insidias del diablo, Palacios Rubios en el siglo XVI: “Algunas veces a los más osados y más fuertes acomete y vence, y a los más imbéciles y flacos deja”.
Idiota.
Imbécil, falto de entendimiento. En cuanto a su etimología, procede del griego idios, idiotes = peculiar, particular, que no se comunica ni entra a formar parte con los demás. A su paso al latín alteró su semantismo, entendiéndose por idiota al “ignorante o profano en algún asunto u oficio”, ignorancia o impericia atribuida a falta congénita de facultades, por lo que se equiparó al idiota con el imbécil. En sentido figurado, el término se tornó insultante y ofensivo, contexto en el cual lo utiliza Cervantes:
Maravillado estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan honrada y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como fulano…
En su acepción médico-científica, equivale a cretino, atrasado o débil mental, sentido en el que utiliza el término Pedro Felipe Monlau mediado el siglo pasado:
Si son fecundos los matrimonios interconsanguíneos, exponen gravemente la prole a la debilitación física(…) a la idiotez y a la enajenación mental.
Gilipollas.
Quiere el Diccionario de la Real Academia de la Lengua que derive de la voz árabe yahil, yihil o gihil = bobo, muy utilizada entre los hablantes de la España musulmana. El vocablo pasó al romance: “gilí” = sujeto ignorante y aturdido. Otra acepción del vocablo “gil” hace referencia al antropónimo “Gil”, por entenderse ser éste una especie de antonomástico de “lelo, imbécil, infeliz”. A este respecto escribe Covarrubias en su Tesoro, (1611): “Este nombre en lengua castellana es muy apropiado a los çagales y pastores…”
Corominas, en su Diccionario Crítico, deriva el término de la voz gilí = tonto, memo, de la palabra gitana jili = inocente, cándido. El erudito Rodríguez Marín, en sus Cantos populares andaluces, parece ser quien primero lo utilizó por escrito, 1882. Poco después lo recogería Pérez Galdós en su novela Misericordia, de ambiente madrileño suburbial. Nada dice del compuesto “gili-pollas”. Camilo José Cela, en su valioso Diccionario del Erotismo, asegura que la segunda parte del término se refiere al pene. De este encuentro de vocablos resultaría una especie de “poya tonta”, “picha loca”, “tonto (de) la pija”, “pichilelo”. El término es de uso general en toda España para tildar a alguien de tonto integral, perdiéndose toda consideración y respeto a quien así se califica, ya que no sólo se le tacha de “tonto y bocazas”, sino que ello se hace con escarnio, mediante una mezcla explosiva de términos: “gilí” (universo gitano) y “pollas” (zona menos noble de la anatomía), evocándose así un universo ínfimo, que enmarca al individuo en un campo semántico ingrato. El gilipollas no es un simple tonto, sino que participa además de la condición espiritual del bocazas, del incontinente verbal que todo lo airea sin guardar secreto ni recato en la divulgación de la noticia, comportamiento que ni siquiera busca el hacer daño. La personalidad del gilipollas es mercurial, cambiante, insegura, y a menudo gratuita. El gilipollas puede salir por peteneras en cualquier momento, y montar desaguisados importantes sin darse cuenta. No es malo porque no tiene coeficiente intelectual suficiente para serlo, pero es muy inoportuno y por ello peligroso, ya que puede echar cualquier cosa a perder llevado de su falta de juicio y de la ausencia en él de criterio para medir el alcance de las acciones y el discurso.
Puta.
Mujer que comercia con su cuerpo, haciendo de la cópula carnal un modo de vida. Como tal oficio siempre existió y tuvo pingües beneficios; pero no siempre estuvo igualmente denostado. El mundo antiguo en general no concedió excesiva carga negativa al arte de fornicar por interés, aunque ello dependía de la puta misma: en el medio griego clásico no era lo mismo una hetaira, cortesana de cultura, porte y belleza, que una auletride o tocadora de flauta en los banquetes o simposya, a la que se le podía pasar la mano por el cuerpo mientras ejercía. Es voz muy antigua en castellano. En un manuscrito del siglo XIII, aparece el término en el siguiente consejo o mandato bíblico: “No tomarás mujer puta”. El término, de origen latino, ya tenía las connotaciones ofensivas de hoy: “ramera, meretriz”, y en lo posible se evitaba pronunciar tal palabra, que se rehuía por malsonante e hiriente a los oídos; sin embargo, Gonzalo de Berceo, en los Milagros de Nuestra Señora, (primer tercio del siglo XIII), utiliza la forma popular “putanna” = putaña:
Fue durament movido el obispo a sanna,
diçié: nunqua de preste oí atal hasanna.
Disso: diçít al fijo de la mala putanna
que venga ante mí, non lo pare por manna.
Antón de Montoro, en una copla que hizo a cierta mujer que era gran bebedora, se expresa así a mediados del siglo XV, sin pelos en la lengua, como se acostumbraba antaño:
Puta vieja, beoda y loca,
que hazéis los tiempos caros,
esso (lo mismo) me da besaros
en el culo que en la boca.
El siglo de oro de las putas parece que fue desde 1450 a 1550, al menos en la vida literaria española.
Dos grandes obras de nuestra literatura las consagran: La Celestina, de Fernando de Rojas, a escala popular, en la ciudad de Toledo; y La Lozana Andaluza, de Francisco Delicado, a escala más refinada, en el medio cortesano y curial de la Roma del Renacimiento. De esta obra extraemos el siguiente catálogo de maneras de llamar a las putas:
Pues déjáme acabar, que quizá en Roma no podríades encontrar con hombre que mejor sepa el modo de cuantas putas hay, con manta o sin manta. Mira, hay putas graciosas más que hermosas, y putas que son putas antes que mochachas. Hay putas apasionadas, putas estregadas, afeitadas, putas esclarecidas, putas reputadas, reprobadas.
Hay putas mozárabes de Zocodover, putas carcaveras. Hay putas de cabo de ronda, putas ursinas, putas güelfas, gibelinas, putas de simiente, putas de botón griñimón, nocturnas, diurnas, putas de cintura y de marca mayor. Hay putas orilladas, bigarradas, putas combatidas, vencidas y no acabadas, putas devotas y reprochadas de Oriente a Poniente y Setentrión; putas convertidas, repentidas, putas viejas, lavanderas porfiadas que siempre han quince años como Elena; putas meridianas, occidentales, putas máscaras enmascaradas, putas trincadas, putas calladas, putas antes de su madre y después de su tía, putas de subientes e descendientes, putas con virgo, putas sin virgo, putas el día del domingo, putas que guardan el sábado hasta que han jabonado, putas feriales, putas a la candela, putas reformadas, putas jaqueadas, travestidas, formadas, estrionas de Tesalia. Putas abispadas, putas terceronas, aseadas, apuradas, gloriosas, putas buenas y putas malas, y malas putas. Putas enteresales, putas secretas y públicas, putas jubiladas, putas casadas, reputadas, putas beatas y beatas putas, putas mozas, putas viejas y viejas putas de trintín y botín…
Ya en XVI, el toledano Sebastián de Horozco, en el Cancionero de amor y de risa, hace el siguiente alegato Contra la multitud de las malas mujeres que hay en el mundo, en la más clara tradición misógina:
Putas son luego en naciendo,
putas después de crecidas,
putas comiendo y bebiendo,
putas velando y durmiendo…
Covarrubias, (1611) se despacha diciendo que es puta “la ramera o ruín muger. Díxose quasi putida, porque está siempre escalentada y de mal olor (…).” Etimología equivocada, desconociéndose de dónde proceda el término a no ser que se trate de una abreviación de la voz latina “reputata” = tenida por, de donde la frase “ser mujer reputada o tenida por ramera”.
Siempre fue ofensa grave, sobre todo desde finales del XV a finales del XVII. Recuérdese que los asuntos del honor llenaron de sangre la vida española, y dotaron de mil argumentos a los autores teatrales. El honor se centra, en la época, en la conducta de la mujer, especie de depositaria de la honra familiar. Moreto, el dramaturgo toledano de mediados del siglo XVII, tacha a alguien de hijo de puta mediante metáforas en las que pescar = tener un hijo, y el anzuelo = pene con el que se engendra. El aludido se defiende devolviendo el insulto de manera directa; véase el pasaje:
-¿Hubo ruegos hacia el padre
que te pescó sin anzuelo?
-Hubo el ladrón de tu abuelo
y la puta de tu madre.
En el siglo XVIII se vió todo con mayor amplitud de miras. También el Refranero abordó el personaje de forma desenfadada, sin el hierro que la literatura moralista puso en el asunto. Así, son numerosos los refranes que comprenden o salvan a la puta, o ramera: “Veinte años puta, y uno santera: tan buena soy como cualquiera”; “Puta a la primería: beata a la derrería”; “Puta temprana: beata tardana”; “Veinte años de puta, y dos de beata: cátala santa”; “A la mocedad, ramera; a la vejez, candelera”…, y así ad infinitum. Pero no historiamos aquí el viejo arte de Afrodita, diosa que llevó a las putas al templo para que se prostituyeran en su divino beneficio; ni siquiera hacemos un recorrido por toda nuestra literatura. Sólo queremos dar una idea ligera de la carga peyorativa que el término llevaba consigo, y lo que de ofensivo, injurioso e insultante tenía el improperio en cuestión. De hecho, “puta” se encuentra entre las cinco palabras mayores, así llamadas antaño las más injuriosas, ofensivas e insultantes, siendo las otras: sodomita, renegado, ladrón y cornudo. Tres de ellas tienen que ver con el sexo, tabú con el que siempre anduvimos a vueltas.
Hijo(de)puta.
Hideputa, fijoputa. Es término con el que se afrenta a quien de hecho es hijo bastardo, ilegítimo o espurio, recordándosele sus orígenes. Fue insulto grave, y ofensa que requería satisfacción, y durante mucho tiempo el más violento y soez. En el fuero de Madrid, (1202) aparece la forma femenina “filia de puta” como insulto castigado severamente por las leyes. En diversos pasajes de la literatura áurea, como en el Quijote, el término “hideputa” ya había perdido virulencia para convertirse en exclamación ponderativa sin intención de injuria, en la misma línea en que hoy calificamos con familiaridad y ligereza de “cabrón” a un amigo, en frases exclamativas o de asombro fingido. En uso parecido utiliza el sintagma el autor de la Tragedia Policiana, (mediados del siglo XV), poniéndolo en boca de un personaje popular: “¡Oh hideputa neçio, qué hechizado está con aquella putilla de Philomena…! E juro a los Euangelios no ay mayor rabosa en el reyno…”.
A finales del mismo siglo, Juan del Encina, en su Cancionero, hace decir al pastor Bras, dirigiéndose a su colega Lloriente:
Hidesputas, mamillones,
no dexáys
cabra que no la mamáys.
Con valor semejante usa el término Lope de Rueda, en el paso de El ratón manso, donde Sulco, el amo de Leno, dice a éste:
¡Oh, hideputa, perro! ¡Qué diligente mozo! (…) ¿Parécete bien que a estar sin comer en casa, que estuviéramos frescos? ¡Habla! ¿De qué enmudeces? ¿Qué hacías escondido en la pajiza, do el asno…?
Coetáneamente, Sebastián de Horozco, en sus Representaciones, utiliza el término en tono familiar, sin ánimo de insulto, aunque entre gente baja y de ningún valer. A pesar de usos como éste, festivos, o en son de gracia y broma no quiere decir que hubiera dejado de ser insulto serio, incluso entre pícaros y pilluelos, sobre todo por las connotaciones sociales, y la humillación pública que suponía, más incluso que por el hecho en sí, cosa que al protagonista de la novela picaresca de Quevedo le tiene en su fuero interno sin cuidado, como se ve en el siguiente texto de la Vida del Buscón don Pablos:
Todo lo sufría, hasta que un día un muchacho se atrevió a decirme a voces hijo de una puta y hechicera; lo cual, como me lo dijo tan claro -que aún si lo dijera turbio no me pesara- agarré una piedra y descalabréle.
Agustín de Salazar y Tones, poeta del siglo XVII, en su Cítara de Apolo emplea de esta manera irreverente para con los dioses clásicos, el término:
Hijo de Venus y de sus maldades,
que la veleta fue de las deidades,
y, en fin…: hijo de puta.
Conoció formas abreviadas, para quitar hierro a lo grueso de la frase: “ahijuna” = hijo de una puta; o el “juepucha, hijueputa” argentinos. La propia violencia del insulto ha hecho necesaria la creación de paliativos eufemísticos que quitaran grosor a la injuria: bastardo, hijo adulterino, hijo natural, hijo sacrílego. En otros casos se ha preferido distensión y cierto tono festivo o jocoso, con el que se resta virulencia y veneno a la puta y se traslada al hijo, que es a quien de hecho se quiere ofender, y de quien se ríe el insultante, dejándolo en ridículo y expuesto a la broma: Hijo de condón pinchado, hijo de la Gran Bretaña, de la Grandísima Petra, hijo de la piedra, hijo de su madre, hijo de la chuta, del arpa o de la chingada, hijo de porra, de lapa, de mil leches…, y un larguísimo etc.
Cabrón.
Marido engañado, o que consiente en el adulterio de su mujer; llamamos también cabrón al rufián, individuo miserable y envilecido que vive de prostituir a las mujeres. En otro orden de cosas, se dice de quien por cobardía aguanta las faenas o malas pasadas de otro, sin rechistar; también de quien las hace. Es palabra tomada en sentido figurado, del aumentativo de cabra, cabrón, animal que siempre gozó de mala reputación por haber tomado su figura el diablo en los aquelarres, o prados del macho cabrío, para copular con las brujas en los ritos de estas reuniones nocturnas, teniendo acceso a las mujeres hermosas por delante, y a las feas por detrás. Es palabra de uso en castellano desde los orígenes del idioma, muy utilizada ya por Gonzalo de Berceo, en todas las acepciones que todavía le da el DRAE. En el Cancionero de obras de burlas provocantes a risa, el autor de un Aposento que se hizo en la Corte al papa Alixandre cuando vino legado en Castilla…, se utiliza así el término (s. XV):
Y el cabrón de miçer Prades,
descornado,cabiztuerto,
saco lleno de ruindades,
y otro tropel de abades,
en las cámaras del huerto.
Covarrubias, con la sencillez y claridad que caracteriza su entretenido Tesoro de la Lengua Castellana (1611), tiene esto que decir:
Llamar a uno cabrón, en todo tiempo y entre todas las naciones, es afrentarle. Vale lo mesmo que cornudo, a quien su muger no le guarda lealtad, como no la guarda la cabra, que de todos los cabrones se dexa tomar (…); y también porque el hombre se lo consiente, de donde se siguió llamarle cornudo, por serlo el cabrón según algunos…
Siempre hubo grados entre cabrones. No es lo mismo, como advierte Camilo José Cela en su delicioso Diccionario, un cabrón ignorante de su condición, que un cabrón con pintas, consentidor e incluso alcahuete de su mujer. Cela razona así:
Cabrón consentido: el que aguanta marea por la razón que fuere; es más triste que el cabrón con pintas, más pudoroso que el cabronazo, y su noción coincide con la de cabroncillo o cabronzuelo.
Diego de Torres Villarroel, a modo de advertencia misógina y pesimista, advierte a los candidatos a marido, en su Ultimo sacudimiento de botarates y tontos, del siglo XVIII: “…Cásese y profese en el cabronismo, y comerá a costa de otro, que no hay vida más acomodada en el mundo que la de cabrón…”.
FUENTE: Inner, El Pendejo.