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El secretario (relato).

inmigrante

POR: FRIKY

Recién terminados sus estudios, el joven ingeniero de minas Fermín Vázquez decidió abandonar su Galicia natal y viajar a la Argentina, para trabajar a las órdenes de su tío Eduardo, que dirigía una de las principales compañías mineras de Catamarca. O al menos esa era su intención, porque una vez allí lo que sucedió fue que Fermín dejó su puesto en la empresa para casarse con una muchacha de buena familia llamada Lucía Elisa Marconi. Debemos dejar claro que el amor de Fermín hacia la señorita Marconi era completamente sincero y desinteresado, aunque lo cierto es que supuso un importante ascenso social para el joven ingeniero, quien pocos años después era el copropietario de una próspera hacienda situada cerca de la frontera paraguaya.

En aquellos tiempos lo único que enturbiaba la felicidad del matrimonio era la incapacidad de doña Lucía para darle descendencia a su marido. Por este motivo decidieron adoptar a una huerfanita de pocos meses llamada Helena María (siendo hija de padres desconocidos, este nombre había sido elegido por la directora del orfanato y se debía a que la pequeña había llegado al hospicio un 18 de agosto). Todo fue bien hasta que la niña murió antes de cumplir los cuatro años de edad, a causa de la mordedura que le propinó una víbora mientras jugaba en el jardín de la hacienda. Sumidos en el dolor, don Fermín y doña Lucía optaron por adoptar a otra niña, a la que hallaron en el mismo orfanato donde habían encontrado a la primera, y que, por una casualidad que les pareció sumamente agradable, también se llamaba Helena María.

Dos décadas después, don Fermín, que se había quedado viudo, seguía viviendo en su hacienda, mientras que Helena estudiaba Medicina en Buenos Aires y pasaba la mayor parte del año en su piso de la capital, aunque durante las vacaciones estivales viajaba al norte para reunirse con su padre adoptivo.

Una tórrida tarde de enero (nos hallamos en el hemisferio sur), don Fermín decidió coger su vieja escopeta e ir al monte en busca de caza menor. O al menos esa era su intención, porque allí hacía tanto calor que el hacendado decidió renunciar a la cacería antes de haber encontrado un solo animal y refugiarse en una arboleda particularmente sombría hasta que empezase a refrescar. Pero su tranquilo reposo a la sombra de los árboles no tardaría en ser interrumpido por el súbito estampido de un disparo. Inmediatamente después, el sorprendido don Fermín oyó un gruñido procedente de los arbustos que había a su espalda y al volverse vio cómo un enorme puma, asustado por el disparo, huía velozmente hacia las profundidades del bosque. Alguien había salvado la vida del desprevenido hacendado, disparando al aire para espantar al felino antes de que este hubiera tenido tiempo de iniciar su ataque.

Y don Fermín, todavía pálido de emoción, no tardó en darle las gracias a su misterioso salvador: este era un forastero completamente desconocido, que vestía ropas bastante viejas, cubría su cabeza con un sombrero de ala ancha y sólo llevaba en las manos la escopeta de caza con la cual había espantado al puma. El forastero, que dijo llamarse David Estrada, era un hombre ya maduro, de piel blanca, aunque en algunos puntos muy tostada por el sol, constitución delgada, cuerpo fibroso y expresión enigmática, aunque no desagradable. Don Fermín, bien dispuesto de antemano hacia un hombre que acababa de salvarle la vida, no pudo dejar de alegrarse cuando supo que el señor Estrada también era de origen gallego, lo cual, por otra parte, se reflejaba claramente en su acento. Según sus propias palabras, David Estrada había sido en otro tiempo un hombre de buena posición económica (en todo caso, bastaba con oírle hablar para advertir que no carecía de cultura) y un feliz padre de familia, pero ciertos reveses de fortuna lo habían condenado a la ruina y a la ruptura de su matrimonio, además de obligarlo a cruzar el Atlántico en busca de fortuna.

Una vez en Sudamérica, las cosas no le habían ido mucho mejor y, no teniendo ni un trabajo fijo ni dinero para volver a España, recorría el campo argentino en busca de alguien que quisiera darle algún empleo, por humilde que fuera. Tras oír esto, el agradecido don Fermín lo invitó a acompañarlo a su hacienda, donde podría quedarse todo el tiempo que quisiera, primero en calidad de huésped y luego, cumplidas ciertas formalidades, como su secretario particular (en realidad, don Fermín nunca había necesitado la ayuda de nadie para administrar sus bienes, pero decidió que ofrecerle un puesto de trabajo era lo menos que podía hacer por Estrada). Por supuesto, el vagabundo aceptó su ofrecimiento sin disimular su alegría y, poco después, los dos hombres se encaminaron hacia la hacienda como buenos amigos.

Aquella misma noche don Fermín, tras regalarle a Estrada uno de sus mejores trajes, lo invitó a cenar con él y con su hija Helena en el suntuoso salón de la hacienda, como si fuera un verdadero amigo en vez de un simple empleado. El buen hacendado, que era un hombre agradecido, ya había decidido en su fuero interno que su paisano cenaría siempre en el salón y no con los demás trabajadores de la hacienda. O al menos esa era su intención, pero durante la cena hubo algo que le causó inquietud y enfrió, hasta cierto punto, su sentimiento de gratitud hacia Estrada. Lo cierto es que no le gustó cómo miraba el forastero a su hija Helena, quien se había convertido en una muchacha sumamente atractiva. Don Fermín, con una benevolencia un tanto forzada, se dijo a sí mismo que era normal que los hombres miraran con ojos ardientes a las jóvenes hermosas, pero lo cierto es que Estrada nunca volvió a ser invitado a la mesa de su patrón. Hay que decir que este siempre lo trató con suma amabilidad y le ofreció un buen sueldo, pero lo cierto es que no le dio más oportunidades para intimar con su hija, quien, por su parte, no parecía especialmente interesada por el nuevo habitante de la casa. Después de todo, este, aunque era un hombre atractivo, para ella no dejaba de ser un desconocido que por edad hubiera podido ser su padre.

pumaDurante algunas semanas todo fue bien: David Estrada se mostró muy competente en su nuevo oficio y los negocios de don Fermín iban viento en popa. Pero cuando ya faltaba poco para que terminase el verano y Helena volviera a Buenos Aires, empezaron los problemas. El ganado de la hacienda empezó a sufrir continuos ataques por parte de un puma, quizás el mismo animal que había amenazado la vida de don Fermín y que, aparentemente, buscaba resarcirse devorando a sus animales. No era aquella la primera ni la segunda vez que el hacendado tenía problemas con pumas o gatos monteses, pero, mientras que en otras ocasiones la cuestión había sido solucionada rápidamente de un balazo, aquella fiera parecía sumamente astuta y sabía cómo burlar la vigilancia de los guardias más avezados. Siempre atacaba de noche, pero nunca a la misma hora, y sabía elegir los puntos peor vigilados del rancho: si los guardias se concentraban en el corral donde dormían las ovejas, entraba en el gallinero, o viceversa, y cuando no podía llevarse un cerdo se llevaba un potrillo. Realmente parecía que aquel puma actuaba guiado por una inteligencia humana y entre los peones de sangre india empezaron a circular extrañas supersticiones al respecto.

Finalmente, don Fermín, furioso ante lo que consideraba el resultado de una negligencia por parte de sus hombres, reunió a todos sus empleados (salvo a Estrada, cuya labor nada tenía que ver con el cuidado del ganado) y les ordenó pasar la noche siguiente en vela, así como todas las noches que fuera necesario, hasta que cazaran al maldito puma. Además les dejó claro que si la fiera moría todos ellos, y especialmente el hombre que la matara, recibirían una generosa recompensa, pero añadió que si volvía a arrebatarle una sola cabeza de ganado, o simplemente si volvía a escaparse, los responsables se lo pagarían con creces. Don Fermín era un buen hombre y un patrón comprensivo, pero aquella vez se hallaba verdaderamente enfadado y así lo comprendieron sus peones, que se armaron con escopetas y se resignaron a pasar por lo menos una noche al aire libre.

Al llegar la noche, todos los habitantes de la hacienda, salvo el patrón, su hija y el secretario, se hallaban apostados en los alrededores del rancho, aguardando la llegada del felino. Como se trataba de cazarlo y no de espantarlo, todos los perros habían sido encerrados para que no lo asustaran con sus ladridos y las puertas de los corrales habían sido abiertas a propósito para tentar al merodeador nocturno. Sin embargo, pasaban las horas y el puma no hacía acto de presencia, lo cual suponía un alivio para los timoratos y un motivo de desesperación para los más ambiciosos. Ya faltaba poco para el alba cuando Juan Moreno, un mestizo paraguayo que ejercía de capataz, creyó distinguir un gemido procedente del interior del rancho. Ninguno de sus compañeros había notado nada, pero Juan, como todos los hombres habituados a la vida en el monte, se jactaba de tener un oído muy fino y, cuanto más lo pensaba, más seguro se sentía de que algo no iba bien en el interior del edificio.

Arriesgándose a recibir una reprimenda del patrón por abandonar su puesto antes de tiempo, Juan les ordenó a los peones que siguieran en sus puestos y se dirigió a la puerta principal. Para su sorpresa, esta había sido cerrada por dentro y además nadie respondió a sus llamadas, por lo que su inquietud instintiva no tardó en convertirse en verdadero temor. Resignándose de antemano a lo que pudiera pasarle, Juan, que era un hombre recio y valiente, derribó la puerta y penetró rápidamente en el amplio y oscuro vestíbulo del edificio, con su escopeta preparada para disparar. Intentó encender la luz, pero esta había sido cortada, sin duda deliberadamente. “Mejor”, se dijo Juan, “ya he hecho bastante ruido al derribar la puerta y, si alguien me está esperando para dispararme, quizás la oscuridad me salve la vida”. Por suerte, Juan estaba acostumbrado a cazar de noche en las tinieblas de la selva y además sabía moverse sin hacer ruido. Llegó sin problemas al salón y, una vez allí, la luz lunar que se colaba por las ventanas abiertas le ofreció un espectáculo horrendo. Una vez más, Juan se alegró de que la visibilidad fuera reducida, pues, cuerpospese a ser un hombre duro, nunca le había gustado contemplar de cerca el rostro de los muertos. Dos cuerpos humanos vestidos con ropa de cama yacían allí sobre sendos charcos de sangre. Eran el patrón y su secretario, y ambos parecían haber sido apuñalados hasta la muerte. Al parecer, y teniendo en cuenta la doble estela de sangre que se distinguía sobre los peldaños de la escalera que llevaba al piso superior, las víctimas no había muerto allí, sino que habían sido acuchilladas en sus habitaciones y luego su asesino (suponiendo que fuera uno solo) había arrastrado los cadáveres hacia el salón, por algún motivo que Juan no acertó a comprender.

Como Juan no podía creer que la señorita Helena pudiera ser la autora del doble crimen, decidió que este sólo podía ser un intruso, que había conseguido colarse dentro del edificio sin ser advertido, y que aún podía estar allí, probablemente oculto en alguna de las habitaciones del segundo piso… quizás en el dormitorio de Helena.

Fuera como fuera, Juan se dijo que su deber más inmediato era ir en busca de la señorita Helena, que quizás se hallara en grave peligro, por lo cual se dirigió a su cuarto, sin detenerse para examinar los cadáveres ni acordarse de llamar a sus hombres. A pesar de los nervios, subió las escaleras con cuidado, no sólo para no delatar sus movimientos con el ruido de unas pisadas demasiado fuertes, sino por miedo a resbalar en la sangre que cubría los peldaños.

Una vez alcanzada la segunda planta, el valeroso capataz entró en la alcoba de la muchacha, cuya puerta estaba entreabierta. La luz lunar le permitió ver que Helena yacía boca arriba sobre su cama, inconsciente y pálida como una muerta, pero viva y relativamente ilesa. Tenía los miembros fláccidos y respiraba con dificultad, pero a simple vista su cuerpo no había sufrido daños físicos, dejando aparte algunos rasguños de poca importancia. En cambio, sucdn (15) camisón había sido desgarrado en torno a sus pechos y su cintura, como si alguien la hubiera forzado después de drogarla (el extraño olor que emanaba de un vaso vacío que se hallaba sobre la mesilla de noche, al lado de un pequeño objeto brillante, le sugirió a Juan la idea de la droga). Tan nervioso se sentía Juan que en aquel momento cometió su único error fatal: ansioso por atender a Helena, dejó su escopeta en un rincón del cuarto, cerca de la puerta. Apenas se hubo separado unos metros del arma, se percató de su imprudencia y se dio la vuelta para cogerla de nuevo, pero ya era demasiado tarde: en la puerta del cuarto, borroso y casi espectral en la penumbra imperante, se hallaba David Estrada, vivo y sonriente, con la escopeta del capataz bien sujeta en sus manos ensangrentadas. Juan comprendió rápidamente que Estrada era el asesino y que lo había engañado, manchando sus ropas con la sangre de don Fermín para hacerse el muerto, pero también comprendió que se hallaba en sus manos: el secretario sólo tendría que apretar el gatillo de la escopeta para acabar con su vida y lo único que le extrañaba era que estuviese tardando tanto en hacerlo.

521611_104645496375882_1705224933_nEstrada, adivinando el pasmo y la ansiedad del mestizo, le dijo tranquilamente:
-Bien, Juan, en breves vas a morir, por lo que no tengo inconveniente en satisfacer tu curiosidad antes de enviarte a la tumba. Dejando aparte que mi verdadero nombre no es David Estrada, la historia que le conté a don Fermín no estaba muy lejos de la realidad: hace algunos años, yo vivía feliz en mi Galicia natal, con una esposa a la que quería y dos niños pequeños a los que adoraba. Pero, del mismo modo que la luz del Sol apaga la de las estrellas, todo eso se desvaneció de mi alma cuando un capricho del Destino puso en mis manos cierto libro, que me reveló cuáles son la verdadera esencia del Universo y el único camino hacia la sabiduría. Debes saber, pobre ignorante, que la esencia del Universo es el Mal, al que tú llamarías Diablo, y que si un hombre ansía el Poder y el Conocimiento debe abrir su alma a la Maldad Suprema, pasando por encima de cualquier otro interés que pueda estorbar sus propósitos. Tan bien lo comprendí que desde entonces he teñido mi vida con la negrura del pecado y la rojez de la sangre, incluida la de mis propios hijos, y a cambio he adquirido poderes y conocimientos que tú ni siquiera podrías imaginar. Pero me faltaba un pecado para alcanzar la cúspide del Mal y el don supremo que este concede a sus acólitos más avezados, es decir, la inmortalidad. El pecado que me faltaba era el incesto. Por eso he venido aquí y por eso he hecho todo esto, con la ayuda de un puma controlado por mi magia negra, que primero me permitió ganar la confianza de don Fermín y luego apartar de la casa a los peones mientras realizaba mis planes. Esa desdichada que yace sobre la cama no es hija carnal de Fermín Vázquez, sino mía: yo la concebí deliberadamente para poseerla cuando hubiera alcanzado la mayoría de edad, yo rapté y violé a su madre para asesinarla después de que hubiera dado a luz, yo la abandoné a las puertas del orfanato donde la halló su padre adoptivo hace más de veinte años… y yo he gozado esta noche de su carne. ¡Y ahora por fin soy uno con el Mal Supremo, diabólicamente perfecto e indestructible por los siglos de los siglos! ¡Ahora ya siento cómo mi nuevo poder se difunde por mis entrañas y ni siquiera todos vosotros juntos podréis detenerme!

Mientras aquel monstruo terminaba su perorata con una carcajada sardónica, Juan, que sólo comprendía a medias aquellas palabras preñadas de pecado y locura, se había ido acercando lentamente a la mesilla y había agarrado discretamente el abrecartas que había visto brillar débilmente sobre aquel mueble al entrar en el cuarto. Aparentemente, el asesino, que debía sentirse muy seguro de sí mismo, fuera por el arma que sostenían sus manos o porque realmente se creyera inmortal, no se había percatado de sus movimientos. En un arrebato de audacia, Juancuchillo se arrojó sobre el presunto David Estrada y le clavó el abrecartas en el ojo derecho con todas sus fuerzas, antes de que su enemigo pudiera disparar o hacer cualquier otra cosa para impedirlo. Una expresión, no tanto de dolor o de miedo como de sorpresa, se dibujó en el rostro del asesino al mismo tiempo que la punta del abrecartas alcanzaba su cerebro y arrojaba su alma al Olvido. ¿Había sido su presunción de inmortalidad un mero delirio de su mente perturbada? ¿Acaso ignoraba que la muchacha a la que había violado no era su hija y que esta había muerto muchos años antes, en plena infancia y mordida por una víbora? Juan nunca lo supo y, en realidad, ni siquiera se lo planteó. Aquel brujo y asesino había pagado por todos sus crímenes, su alma había alcanzado el Infierno que tanto anhelaba, aunque no precisamente de la forma que a él le hubiera gustado, y no volvería a dañar a nadie nunca más.

En cuanto al puma, no acudió al rancho aquella noche ni volvió a saberse de él en la región: al parecer, una vez desaparecida la inteligencia diabólica que lo controlaba, volvió a ser un animal inocente y perdió todo interés por el ganado de la hacienda.

Helena recuperó pronto la conciencia, pero necesitó ayuda psicológica para superar el shock traumático provocado por la muerte de su querido padre adoptivo y por el cruel ultraje que ella misma había padecido. Se hizo llegar a las autoridades una versión incompleta de los hechos, de la cual se habían eliminado los elementos más extraños y rocambolescos, y la policía argentina, en colaboración con la española, no tardó en descubrir la verdadera identidad de David Estrada: un erudito aficionada a las ciencias ocultas que, tras muchos años de vida pacífica y laboriosa, había desaparecido, dejando tras él un rastro de cadáveres… sin duda un caso de locura, aunque algunos se nieguen a reconocerlo.

Tras una larga y penosa meditación, Helena decidió abandonar para siempre la hacienda, que vendió a Juan Moreno por un precio muy inferior al real (y aun esto porque el capataz se negó a aceptarla como regalo), se marchó a España y se estableció en Galicia, la tierra natal de su padre adoptivo, para dedicarse a la medicina, buscando en el trabajo la paz y el olvido. O, al menos, tal era su intención, porque una vez allí descubrió que la violación no sólo había tenido consecuencias para su mente, sino también para su cuerpo: Helena estaba embarazada.

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El ladrón de caras (The Face Thief)

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Hoy comenzamos con suspense.

Aquí traigo este fenomenal corto de animación en 3-D, de producción nacional además que he «trincado» del blog dedicado expresamente a vídeos de animación «Ephenic«. Una historía de detectives a lo cine negro norteamericano de allá por los 50 del siglo pasado, detectives de estos «duros», tipo Sam Spade, Philip Marlowe, etc..

Suspense a raudales, ambiente de dicha época y … algo más, acompañado por una magnífica banda sonora que comienza con saxo y batería de jazz, también muy de aquellas pelis policiacas pero que luego se va haciendo mas siniestro, tétrico y opresivo, como el  ambiente del corto, y con un final….

No, eso no se dice.

Realmente bueno. Mantiene en todo momento la atención.

sabado16

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Hambre.

BiRgnsnCEAA6KQKEra una noche fresca y había salido a caminar por una solitaria y oscura calle, sin buscar nada ni a nadie, hasta que en una esquina vi que él dio la vuelta. Era alto, cabello negro, iba de traje con un maletín en una mano, su aroma era dulce, embriagante hasta el éxtasis.

Me envolvió completamente su ser, su calor, toda su energía, y decidí seguirle, cada paso que daba me daba la sensación del cazador que iba por su presa dispuesto a atraparla a como diera lugar, era tan fuerte esa sensación que el noto mi presencia y al girarse bruscamente para buscar quien era ese ser que le perseguía con tanta insistencia, se encontró con la calle vacia, silenciosa y muy oscura sonrió sintiéndose tranquilo de que no era nada.

La calle no tenia fin, y yo ya no podía esperar mas por tenerlo entre mis brazos, sentir su calor, su respiración y la piel de su cuello rasposa por la barba. Me hice notar poco a poco, a el le inquieto que de la nada se escucharan unas pisadas tan fuertes y rapidas, el inconfundible sonido que hacen los tacones de una mujer al chocar contra el asfalto, el acelero aun mas el paso a mi me pareció muy tierno que intentara huir de esa manera, su respiración se acelero, sus latidos aumentaron aun mas, el estaba atento a cualquier ataque para intentar defenderse. Me acercaba aun mas a el, hasta estar a tres pasos lista para atraparlo entre mis brazos, pero el empezó a correr y cuando se sintió mas seguro y cansado disminuyo la velocidad volvió a girarse, y ahí estaba, la calle totalmente vacia, nada del peligro que el sentia.

Tratando de tranquilizarse intento respirar con normalidad, dejo caer su maletín y se llevo las manos a la cara, aun estaba temblando y sudando, después de unos segundos levanto su maletín y se dio la vuelta para darse un susto de muerte frente a el estaba yo, una mujer normal sonriendo sin nada amenazante, dio unos pasos atrás por la impresión, luego rió apenado por su reacción. Se disculpó, por estar tan asustado por eso no escucho mis pasos, siguió con sus disculpas y su historia casi fantástica de que alguien lo estaba siguiendo, yo me acerque a el y note su miedo, reconoció ese sonido, el sonido de mis pasos; quedo paralizado del terror mientras yo lo abrazaba y sentía su respiración y su piel rasposa, intentaba pedir auxilio pero yo lo tenia tan fuertemente abrazado a mi que podía escuchar el crujir de sus huesos rompiendose y su corazón que cada vez latía mas y mas despacio mientras yo me alimentaba de el, con ese dulce néctar que llenaba cada fibra de mi del mas delicioso placer.

Cuando su corazón latió por ultima vez me separe de el, lo deje suavemente en el asfalto y me fui caminando tranquila y satisfecha.

POR: ginger feroz

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Multidimensional man

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Aleksei Raidenovich tomó de nuevo asiento en la silla estando colocados cada uno de los electrodos en su cráneo. Se encontraba sumergido en una de las más costosas investigaciones científicas del mundo, y hoy se consumarían los esfuerzos suyos y de muchos otros. La meta del proyecto era abrir la mente del ser humano y permitirle percibir las dimensiones espaciales que están por sobre las tres primeras.

El resultado todavía era un punto de consternación, pero se sospechaba que, de ser exitoso, un individuo sería capaz de estudiar todos los posibles universos que podrían crearse partiendo de sus propias acciones, y escoger el que desease seguir. Un hombre en el que cada una de sus acciones sería perfecta pues ya habría previsto los resultados.

Aleksei, joven y persistente, se anotó de inmediato a la oportunidad. Apenas en sus 20 y brillante en el campo de la mecánica cuántica, estaba saboreando la dicha de aplicar las facetas teóricas de su obra a un medio físico. Hizo un ademán de inicio a los técnicos tras el vidrio de seguridad, y activaron la primera fase de la máquina. Dijo Aleksei a través del micrófono:

—Si he visto más allá que otros, es porque he puesto pie sobre el hombro de los gigantes. —El remedo era la más grande forma de alago, pensó con una sonrisa.

La silla se reclinó hacia atrás quedando a manera de una mesa y una gran cúpula bajó rotando hasta cubrirle la totalidad de su cuerpo. Tenía revestida una compleja estructura cristalina en el interior. Aleksei se concentró en las facetas del cristal y pronto notó cómo empezaba a mutar, variando en formas que su mente no podía procesar.

Su vista fue bruscamente empañada con destellos de luz y su cuerpo convulsionó de forma violenta. Al leer sus signos vitales en la sala de control, los ingenieros enseguida detuvieron la operación. Un médico se apresuró a revisar a Aleksei, y estaba contento de sentir un débil, pero constante latido.

Un par de minutos después Aleksei volvió en sí. Miró al médico y se sobresaltó al notar dónde estaba.

—¿Qué pasó? No siento nada diferente…

El médico sonrió y le dio unas palmadas en el hombro.

—Cualquier aterrizaje del que puedes salir caminando, es un buen aterrizaje, ¿no?

Se volteó para regresar a la sala de control, enredó su tobillo entre los cables esparcidos por el suelo, tropezó y estampó su frente en la esquina de la mesa. Su cabeza se torció en un ángulo repulsivo…

De nuevo

Se volteó para regresar a la sala de control, enredó su tobillo entre los cables esparcidos por el suelo, tropezó y en un ágil movimiento fue tomado desde atrás por Aleksei, deteniéndolo a centímetros de la esquina de la mesa.

Aleksei vomitó y colapsó, sus manos temblaban. Se dio cuenta de que había percibido dos universos y activamente seleccionado el que deseaba. Sonrió al médico.

—¡Lo hice!, puedo verlos…, ¡puedo verlos todos…!

Su rostro palideció.

Ahora vio dos más universos, tan diferentes y vívidos como los anteriores. Sucesivamente, un tercero, cuarto y quinto irrumpieron en su mente. Veía todas las alternativas posibles. Su mente empezó a agrietarse.

Aleksei tomó al médico y en un acto de furia innatural hundió sus pulgares en los ojos del hombre…

De nuevo

Aleksei desvío su mirada al techo y comenzó a gritar de sobremanera, rehusándose a parar aún cuando burbujas de sangre escurrieron por el borde de su boca…

De nuevo

Aleksei tomó como soporte la pata de la mesa y con vigor cabeceó la esquina de la misma, consiguiendo fracturar su cráneo para el cuarto golpe…

De nuevo

Aleksei se sentó en el piso experimentando todos los potenciales males de los que era físicamente capaz. Su cuerpo se sacudía y sollozaba despavorido. Jaló de la corbata al médico quedando cara a cara con él.

—¡Demasiado!, ¡es demasiado! —gritó.

Sus ojos quedaron en blanco, tornándose amarillos y marchitos en cuestión de segundos, a un tiempo que su cabello era despojado de color. Aleksei, en sus últimos momentos, se hizo consciente de una magnitud de universos cayendo sobre él y tenía que pasar por cada uno de ellos. Su agarre desistió y su mente se perdió en el abismo.

De nuevo

AUTOR: premutos

DEPRE

El hombre gris.

   Dragones-86

                                                                                                              bares_vino Una fría y brumosa mañana de otoño (era 31 de octubre, concretamente), el Bar de Manolo sólo tenía tres clientes. Dos de ellos compartían una mesa y charlaban animadamente; el tercero hojeaba desmayadamente un periódico en la barra del local, indiferente al café que se enfriaba dentro de una taza olvidada. Los dos primeros eran personas bien conocidas en la ciudad: el canónigo don Cesáreo y su viejo amigo Luis Meiriño, inspector de la Policía Nacional. El tercero era un perfecto desconocido.

Don Cesáreo y el inspector Meiriño eran buenos amigos desde la infancia y se lo pasaban en grande juntos, pese a sus notables divergencias ideológicas: el bueno del cura era considerado un hombre medieval incluso por sus propios camaradas, mientras que el inspector se jactaba de ser un hombre “de mente abierta”, esto es, un progresista escéptico. El tema de aquella conversación, inusitadamente, no tenía nada que ver con el fútbol ni con la política, sino con unos extraños y terroríficos sucesos que habían conmocionado a la ciudad un par de días antes. Como consecuencia de tales hechos, una profesora del instituto había perdido la vida y una de sus alumnas había desaparecido en circunstancias tan misteriosas como inquietantes. El inspector Meiriño se había visto obligado a confesar que las autoridades se hallaban completamente desconcertadas y el sacerdote don Cesáreo no dudó en aprovecharse de ello para llevar el asunto a su propio terreno:

-¡Te digo que esto sólo puede ser obra del Diablo!
Meiriño frunció el ceño y dijo a su vez:

-¡El Diablo! ¡Menuda estupidez! Ese es otro cuento que os habéis inventado los curas para manipular los miedos infantiles de los tontos.

El sacerdote, envalentonado por cierta sombra de inseguridad que creyó advertir en la mirada de su interlocutor, ya que no en sus palabras, recogió el guante y respondió:

-Pues si lo hemos inventado nosotros, como tú dices, habrá muchos que podrían denunciarnos por plagio. Todas las culturas que han existido a lo largo de la Historia reconocieron la existencia del Maligno.

-¡Eso es mentira! En las mitologías de los antiguos paganos no se mencionaba al Diablo para nada.

-¡Sólo faltaría! Aquellos paganos tenían dioses que exigían sacrificios humanos para garantizar la fertilidad de las cosechas. Con dioses como esos, ¿quién necesita diablos? ¡Las divinidades del paganismo eran demonios disfrazados!

-¿Y los primeros judíos? Como supongo que sabrás tú mejor que yo, en los primeros libros de la Biblia nunca se menciona al Diablo, lo cual quiere decir que los patriarcas de Israel no creían en él.

-O quizás creían tanto en él y le tenían tanto miedo que ni siquiera se atrevían a mencionarlo. Y también podían referirse a él dándole los nombres de los dioses paganos adorados en la tierra de Canaán: Baal, Moloch, Astarté, Dagón, Lilit…

-¡Ya, lo que tú digas! Pero el que los paletos del mundo antiguo creyeran en el Diablo no demuestra nada. En nuestros tiempos esas tonterías ya no le importan a casi nadie, sólo a esos niños de papá aburridos que juegan al satanismo cuando se les estropea la consola.

-Si me permiten intervenir en su conversación, señores, creo que eso último no es del todo cierto.

El que había pronunciado la última frase había sido el misterioso tercer cliente, el desconocido que apoyaba sus codos y hojeaba la prensa sobre la barra del bar, sin acordarse para nada del café que había pedido. Era este un hombre que aparentaba unos cuarenta años, de cuerpo enjuto y facciones angulosas. Se le podría llamar apropiadamente el Hombre Gris, pues todo en él -su traje, su piel, su cabello, sus pupilas, incluso la expresión melancólica de su rostro- sugería las tonalidades tristes y grisáceas del cielo otoñal. Su voz era serena y agradable, aunque a veces presentaba una sonoridad extraña, vagamente turbadora. Habló así:

-El satanismo, al igual que la santidad, puede falsificarse, pero su verdadera esencia es algo terrible. Y nadie puede poner en duda su existencia. Brujería y religión han marchado juntas a lo largo de los siglos, como dos hermanas siamesas, mal avenidas pero no por ello menos inseparables. Una y otra son el anverso y el reverso de la misma moneda, o, dicho de otra forma, una es la imagen de la otra, pero al revés, como reflejada en un espejo.
El cura habló tímidamente:

-Bien… puede que usted tenga razón en lo que dice. Tal vez el Mal absoluto sea una inversión del Bien supremo. Dice la Biblia que en este mundo, dominado por las fuerzas del Mal, lo vemos todo al revés, como en un espejo, mientras que en el Reino de los Cielos veremos las cosas como son realmente. Por otra parte… ¿no fueron el pecado de Adán y la impureza de Eva reflejos perversos del sacrificio de Cristo y de la virginidad de María?
Bufó el policía:

-¡Ay, por favor, basta de misticismos! Yo soy agente de policía y me gusta hablar de cosas concretas. Con los misterios de este mundo ya tengo bastante.

Entonces volvió a tomar la palabra el tercer cliente:

-¿Los misterios de este mundo? ¿Podría, entonces, hablarnos de los casos que está investigando la policía de esta ciudad? Según el periódico, aquí han pasado últimamente cosas bastante extrañas. Aunque, siendo este un diario de difusión nacional, no da muchos detalles al respecto. Le agradecería mucho, inspector, que me contara lo que sepa sobre este asunto… sin revelar nada confidencial, por supuesto.

-Bueno, dado que el asunto ya ha saltado a los medios de comunicación, creo que no faltaré a la ética profesional si le hago un resumen de sucedido, dejando aparte ciertos detalles que deben permanecer en secreto mientras dure la investigación.

La historia narrada por el inspector era tan inverosímil y rocambolesca que resultaba difícil de creer. Sin embargo, su punto de partida había sido una situación totalmente normal. El profesor de Música del instituto había cogido una baja de varios meses por razones médicas, siendo sustituido por una interina de nombre Eliana Ferreiro. Esta era una joven muy atractiva y de aspecto agradable, que, según sus propias palabras, procedía de otra provincia y había alquilado un apartamento en las afueras de la ciudad.

Nada más llegar al instituto, se ganó a sus compañeros y alumnos con su belleza y su simpatía, que eran realmente irresistibles. Una vez en clase, se mostró muy cordial con los niños, a los que les hizo muchas preguntas relativas a su vida personal, mostrándose especialmente curiosa en lo relativo a las fechas de sus cumpleaños. Y también propuso retomar aquella misma tarde los ensayos para las actuaciones musicales del festival de Navidad (dichos ensayos se realizaban en el aula de Música y a ellos asistían varias niñas de 3º de ESO). Quedaron para ensayar a las cuatro de la tarde, pero, como es normal en tales casos, las alumnas fueron llegando de forma escalonada, apareciendo algunas alumnas a la hora en punto y otras con bastantes minutos de retraso. A medida que las chavalas llegaban al instituto, Eliana (que era mucho más fuerte de lo que parecía) las fue cogiendo una por una. Cuando las hubo atrapado a todas, las escondió en el aula de Música, bien atadas y amordazadas.

Finalmente, aquella extraña mujer se fue del instituto, llevándose consigo a una niña de trece años llamada Paula Carballiño y dejando allí a las demás. No se sabe bien cómo pudo salir del centro con su prisionera sin llamar la atención de nadie, pero lo cierto es que lo consiguió, de modo que nadie se enteró de lo que había pasado hasta una hora después, cuando una limpiadora escuchó los gemidos de las demás niñas y las liberó.
Alertada rápidamente la Policía, varios agentes fueron al apartamento que Eliana decía haber alquilado. No esperaban hallarla allí, pero lo cierto es que sí la hallaron… muerta.

Había sido brutalmente asesinada (el inspector Meiriño no quiso entrar en detalles al respecto) y, según el forense, llevaba al menos un par de días muerta. Por tanto, la hermosa joven que había aparecido en el instituto diciendo ser la profesora Ferreiro no había sido otra cosa que una impostora. Esta, sin duda, no sólo había raptado a Paula, sino que además había sido la autora material del asesinato de la verdadera profesora, aunque tanto los móviles de dichos crímenes como el paradero de la niña seguían siendo misterios impenetrables para la Policía. Todo parecía indicar que aquella misteriosa mujer estaba loca, pero el inspector Meiriño terminó la relación de los hechos reconociendo que se hallaba completamente desconcertado por el asunto.

Tras escuchar la historia del rapto, el desconocido, que hasta entonces había permanecido en silencio, escuchando atentamente las palabras del policía, tomó de nuevo la palabra:

-La niña desaparecida tenía trece años, ¿no?

-En efecto. Y mañana, si la pobre sigue viva, tendrá catorce. Su cumpleaños es precisamente el 1 de noviembre.

-¡Así que la desaparecida cumple años precisamente el día de Todos los Santos! Es decir, en una fecha consagrada a las fuerzas oscuras desde tiempos inmemoriales, lo cual resulta… muy interesante.

-¡Lo será para usted! A mí eso no me dice nada.

-Oiga, una pregunta. ¿Cuándo examinaron el cuerpo de la víctima mortal…?

-Disculpe, pero me temo que no podré decirle nada más sobre este asunto hasta que la investigación haya finalizado.

-Lo comprendo, pero sólo quiero hacerle una pregunta muy sencilla. ¿No vieron en la garganta de la profesora dos pequeñas heridas circulares de color violeta?

El inspector Meiriño se levantó bruscamente, como impulsado por un resorte, y su voz se alzó furiosa, mientras observaba a su misterioso interlocutor como si este se hubiera convertido de repente en un demonio cornudo con alas de murciélago:

-¿Cómo sabe usted eso? ¡No lo ha publicado ningún medio de comunicación, ese es un dato confidencial! ¿Quién coño es usted? ¿De dónde ha salido y para qué ha venido a esta ciudad? Y, sobre todo, ¿qué es lo que sabe realmente?

-Perdone, inspector, pero no voy a contestarle. Si la policía tiene sus secretos, yo también tengo los míos. Y ahora, si me disculpan, debo irme.

-¡De eso nada! Le ordeno que se quede quieto y que responda a mis preguntas. Si no obedece, me veré obligado a…
El desconocido, indiferente a las amenazas del inspector, se limitó a encaminarse pausadamente hacia la puerta del bar y a salir a la calle con la mayor tranquilidad del mundo. Meiriño se quedó quieto y callado durante unos segundos, pasmado ante la osadía de aquel sujeto enigmático. Pero recuperó pronto su ímpetu habitual y salió corriendo del local, con la mano derecha en el bolsillo donde llevaba su pistola de reglamento. Sin embargo, una vez que llegó a la calle vio que el Hombre Gris se había desvanecido completamente, como si su cuerpo se hubiera disuelto en la niebla. El inspector volvió a su mesa, temblando de ira y frustración. Don Cesáreo, que aún no había sido capaz de asumir el giro tomado por el asunto, se limitó a escuchar en silencio cómo su amigo murmuraba con mal contenida cólera:

-¡Ha desaparecido como si se lo hubieran llevado los marcianos! ¡No, si aún vas a tener razón tú con eso del Diablo! Quizás, después de todo, el Diablo exista… y, en ese caso, no me sorprendería demasiado saber que se ha pasado los últimos minutos en este bar, leyendo la prensa y charlando con nosotros.
Pero el inspector se equivocaba. El Hombre Gris no era el Diablo. Aunque quizás sí tuviera algo que ver con él.

Los días de otoño son breves. Ya faltaba poco para el atardecer cuando el Hombre Gris se encontró frente a una vieja ermita, que se levantaba en la cima de un monte situado a varios kilómetros de la ciudad. Un angosto sendero de tierra era la única vía de acceso a aquel pobre santuario, que apenas recibía visitantes, dejando aparte a los murciélagos que moraban en su tenebroso interior. Aunque la construcción era obra del siglo XVII, se habían aprovechado los cimientos de un edificio románico anterior, levantado en los primeros siglos de la Edad Media. No había más edificios por los alrededores, sólo brezos y alguna sombría arboleda azotada por el frío viento otoñal.
El Hombre Gris se paró a pensar, mientras numerosos murciélagos revoloteaban en torno a los desvencijados muros del santuario, tan indiferentes como él mismo al frío y a la oscuridad crecientes. Tras unos segundos de cavilación, se dijo:

-Es sabido que las ermitas medievales solían construirse en lugares donde antiguamente se celebraban cultos paganos. Así pues, este será un buen lugar para comenzar mi búsqueda… y también para terminarla.

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Tras derribar, sin aparente esfuerzo, las tablas podridas que cubrían la entrada de la ermita, el Hombre Gris penetró en el tenebroso interior de la misma. El sol ya se había ocultado tras las montañas y ninguna luz podía atenuar la oscuridad imperante. Pero eso a él no le importaba. Estaba sobradamente acostumbrado a las tinieblas.

Sus ojos pudieron distinguir sobre una de las losas de granito que cubrían el suelo varias palabras latinas, casi borradas por el paso del tiempo: IS. XXXIV XIV, IBI CUBAVIT LAMIA, “aquí habitará la lamia”. El Hombre Gris sonrió torvamente. Estaba empezando a ver el asunto muy claro… y también muy oscuro, en cierto sentido del término.

Haciendo uso de una fuerza hercúlea que nadie hubiera imaginado en un cuerpo tan enjuto como el suyo, el Hombre Gris levantó la losa, poniendo al descubierto un pozo o agujero de profundidad indefinida.

-Ahora toca hacer un viajecito al Infierno. A estas alturas ya debería estar acostumbrado.

El Hombre Gris se dejó caer por el agujero y fue a parar a una especie de conducto subterráneo, de paredes rocosas y suelo fangoso. Se enderezó rápidamente y sus finos oídos captaron los movimientos furtivos de ciertas criaturas repulsivas, que huían a sus madrigueras asustadas por el ruido de la caída. Al Hombre Gris no le interesaba esperar a que tales anfitriones volvieran para darle la bienvenida, así que empezó a caminar, chapoteando en el fango y, a veces, aplastando con sus pisadas algo que crujía como si estuviera hecho de hueso. Fue una larga caminata por las entrañas de la tierra, descendiendo, siempre descendiendo, algunas veces en línea recta y otras en zigzag, pero siempre en medio de una oscuridad absoluta. Sin embargo, el Hombre Gris sabía muy bien adónde iba y no necesitaba la luz para llegar a su destino.

Pasó mucho tiempo, quizás horas enteras. Fuera, en el mundo exterior, ya sería noche cerrada. El Hombre Gris apuró su paso. Tenía que llegar a su destino antes de la medianoche. Y lo consiguió, en efecto.

Vio a lo lejos un resplandor mortecino, que atenuaba la oscuridad con unos destellos lívidos, casi espectrales. Dirigió sus pasos hacia aquella luz fantasmal, procurando no hacer demasiado ruido al caminar. Pronto se vio en lo que parecía una ancha cripta subterránea, iluminada por unas llamas pálidas y fétidas, vomitadas por seis pozos, que parecían (o eran) las puertas del Infierno.

En un punto equidistante de los seis pozos, y sentada sobre un montón de paja, se encontraba Paula Carballiño, atada y amordazada. Paula era una muchachita de pelo castaño y ojos marrones, guapa, esbelta y ligeramente alta para su edad. Sin duda estaba muy asustada, pero físicamente parecía hallarse en buen estado. El Hombre Gris se acercó a ella, la acarició suavemente e intentó tranquilizarla con palabras teñidas de sincera dulzura, pero no la desató ni le quitó la mordaza. Aún no había llegado el momento. Antes tendría que hacer otras cosas.

-Así que has venido, Vladimir. Sabía que andabas por estos lugares, pero la verdad es que no te esperaba. Ignoraba que compartieras mi debilidad por las niñas.


Mujer-vampiro

El Hombre Gris no se sobresaltó cuando esas palabras hirieron sus oídos. Se sabía observado desde que había llegado a la cripta. Examinó a su interlocutora, que era una mujer de belleza casi irresistible. La marmórea blancura de su piel contrastaba con la ardiente rojez de sus labios voluptuosos. Una melena de pelo negro como el azabache coronaba la perversa hermosura de su rostro, en el que ardían dos fascinantes ojos esmeraldinos. A pesar del frío imperante en aquellos húmedos infiernos subterráneos, sólo un fino peplo de seda negra cubría su cuerpo, dejando adivinar la sensual perfección de sus formas. En cuanto a su voz, era al mismo tiempo dulce y siniestra, lánguida y mareante, como aquellos perfumes empleados en las viejas tumbas orientales para disimular el hedor de la putrefacción. El Hombre Gris habló, con gélida serenidad:

-Me complace comprobar que después de tantos años todavía puedes reconocer mi rostro, hermosa Lilit, princesa de los vampiros.

-Aunque hubiera olvidado tus rasgos, podría adivinar tu identidad en la serenidad que demuestras. Sólo alguien tan maligno como yo podría contemplarme sin estremecerse.

-Creo ser un poco menos maligno que tú… a pesar de todo.

-¡No me hagas reír! ¿Acaso pretendes renegar ahora de tu pasado? ¿Acaso has venido a rescatar a la niña para expiar tus culpas? ¿Piensas que una buena obra podrá compensar todos los pecados que has cometido?

-Yo ya no podría salvarme ni con las mayores penitencias. O quizás sí. Dicen los Libros Sagrados que para Dios no hay nada imposible.

-Esos libros nos dicen que para Él todo es posible… pero no que todo le resulte fácil. ¿Quién podría decir cuánto sufrimiento le cuesta cada victoria que consigue frente a las fuerzas del Mal? No sería pequeña tarea para la Gracia de Dios sojuzgar a todos los demonios que viven en tu alma. ¿Acaso crees que Él está dispuesto a realizar por ti un esfuerzo semejante?

-Siempre puedo hacer algo para merecer su misericordia
.
-¿Hacer qué?

-Pues, por ejemplo… destruirte para siempre, Lilit.

Tras unos instantes de silencio, Lilit estalló en obscenas carcajadas:

-¡En tantos siglos nunca había escuchado nada tan ridículo! ¡Que un miserable como tú pretenda convertirse en un paladín de la Luz! ¡Tú, maldita sanguijuela henchida de podredumbre! ¡Tú, cargado de pecados capaces de ennegrecer el fulgor del sol y de las estrellas!

-Me temo que estás utilizando un lenguaje demasiado poético, mi hermosa Lilit. El sol y las estrellas sólo son masas de gas incandescente. Poco les importan, pues, los pecados de los hombres. Más te importará a ti lo que voy a enseñarte.

Dicho esto, el Hombre Gris extrajo de un bolsillo de su gabardina un pequeño frasco. Lilit frunció el ceño. Sin duda, estaba lleno de agua bendita, una de las pocas cosas en el mundo que podían destruirla. Pero para eso el agua purificadora tendría que llegar a su cuerpo, cosa que ella estaba dispuesta a obstaculizar con todas sus fuerzas. Pero al Hombre Gris eso no le preocupaba demasiado, pues él se sabía mucho más fuerte que ella.
Entonces Paula intentó gritar, pero su mordaza convirtió lo que pretendía ser un grito en un gemido ahogado. Casi al mismo tiempo, un enorme sabueso, grande como un lobo y negro como las tinieblas que rodeaban la cripta, se arrojó sobre el Hombre Gris y lo arrojó al suelo antes de que pudiera reaccionar. Aturdido por el súbito impacto, el Hombre Gris dejó caer el frasco del agua bendita, que se rompió en mil pedazos tras estrellarse contra una piedra. Aquello sin duda estaba planeado: Lilit había engañado a su adversario cuando le dijo que no lo esperaba. Ello explicaba que no le hubiera quitado la mordaza a Paula, pues era necesario que ella no pudiera advertir a su presunto rescatador del peligro que lo acechaba.

Pero el Hombre Gris era muy fuerte y, una vez que se hubo repuesto de la sorpresa, agarró con ambas manos la peluda garganta del sabueso y le partió la cerviz mediante un solo movimiento fulminante. Sin embargo, Lilit había aprovechado la refriega para acercarse sigilosamente y, nada más oír el chasquido que hizo el cuello del sabueso al romperse, se abalanzó sobre el Hombre Gris antes de que este pudiera ponerse en guardia contra ella.

Una vez que la vampiresa hubo alcanzado a su adversario, hundió sus colmillos de lobo en su yugular y empezó a absorber su sangre. Ello no sería suficiente para destruirlo, pero sí lo debilitaría, de modo que luego ella pudiera arrojarlo a uno de los pozos llameantes y librarse de él para siempre. En todo caso, Lilit tampoco pensaba beber demasiado, pues quería reservarse para un plato mucho más apetitoso: la sangre pura y virginal de la pobre Paula, que sería sacrificada cuando llegara la medianoche. Pero apenas hubo saboreado la fría y amarga sangre del Hombre Gris, Lilit sintió que una quemazón insoportable laceraba repentinamente sus entrañas, obligándola a doblarse de puro dolor. Instantes después, la vampiresa se retorcía sobre el húmedo suelo de la cripta, estremeciéndose en los estertores de la agonía, mientras su boca, cada vez más descolorida, escupía espumarajos de rabia y gritos de angustia. Ella sabía que se moría, pero no comprendía por qué. El Hombre Gris habló, con el tono pausado que le era propio:

-Cometiste un grave error al morderme, Lilit. ¿No te fijaste en que el frasco del agua bendita estaba casi vacío? Había previsto que podrías vencerme, y por tanto decidí guardarme un as en la manga, por si sucedía lo peor. Antes de entrar en la ermita, me bebí parte del agua bendita, para que esta fluyera por mis venas, mezclada con mi sangre. Al absorber la una, absorbiste también la otra. Morirás en poco tiempo. O, si lo prefieres, moriremos ambos, pues el agua bendita también es un veneno para mí. Consuélate pensando que tu asesino te acompañará al Infierno. Aunque yo tardaré algo más en emprender mi viaje, puesto que, si tú posees la belleza de una princesa, yo tengo la resistencia de un guerrero.

Lilit no llegó a oír las últimas palabras del Hombre Gris. Cuando este dejó de hablar, de la vampiresa sólo quedaban un peplo de seda negra y un amasijo de cenizas heladas. Entonces un vapor miasmático empezó a extenderse por la ya viciada atmósfera de la cripta, sumiendo a Paula en un profundo desmayo.

A la mañana siguiente, apenas un macilento sol otoñal hubo empezado a regar valles y montañas con la suave lluvia de sus rayos, Paula se despertó en la cuneta de una carretera comarcal, poco transitada, que atravesaba los yermos páramos de la comarca. Tenía la mente muy confusa y, si sus muñecas no conservaran marcas de ligaduras, habría podido pensar que sus últimas experiencias habían pertenecido al reino de las pesadillas más bien que al de la realidad. Una vez que el frío aire matutino hubo despejado un poco sus pensamientos, miró a su alrededor y vio a su lado tres cosas: un traje gris, un montón de cenizas frías y un papel escrito a mano. Cogió el papel, que parecía una carta, y lo leyó:

-“Querida Paula: Como supongo que te sentirás desconcertada después de lo que has vivido durante las últimas horas, creo que te debo una explicación. Cuando leas este papel, yo ya no seré más que un montón de cenizas, al igual que tu secuestradora, la vampiresa Lilit. Pero deseo que sepas lo que fui, para que no lamentes demasiado mi muerte.

Hace muchos, muchos años, yo era un guerrero noble y valiente, respetado por sus vasallos y temido por sus adversarios, pero al que una profunda inquietud espiritual aguijoneaba en las honduras del alma. Insatisfecho con las doctrinas ortodoxas de la Iglesia, me adherí en secreto a una secta herética, según la cual el universo material no era creación de Dios, sino del Diablo. De tales doctrinas extraje la conclusión de que es al Príncipe de las Tinieblas y no al de la Luz a quien debemos nuestra adoración, por lo que acabé convirtiéndome en un adorador de Satanás. Finalmente, recibí una revelación de los Señores del Infierno, que me impulsó a iniciar el camino hacia la inmortalidad. Disfrazado de peregrino, viajé durante varios años por los rincones más tenebrosos de Europa y Oriente Medio, buscando a Lilit, princesa de los vampiros, a la que terminé encontrando en un monasterio abandonado de los Balcanes. Tras ofrecerle a cambio de sus favores una repugnante ofrenda que prefiero no recordar, recibí su beso impío en mi garganta y yo mismo me convertí en un vampiro, sanguinario, feroz y casi indestructible. Durante siglos muchas personas de toda condición, incluyendo niñas inocentes como tú misma, aliviaron con su sangre la sed eterna que devoraba mis entrañas, sin que sus gritos de terror despertaran la menor compasión en mi alma, corroída por el pecado. En varias ocasiones mis adversarios consiguieron destruirme, pero ignoraban cómo hacerlo de forma definitiva, de modo que las puertas del Infierno siempre acababan abriéndose para permitirme volver a la vida y continuar con mi reinado de terror. Sin embargo, acabé sintiéndome hastiado de todo ello y empecé a sentir una nostalgia, vaga al principio y luego devoradora, del hombre que había sido en otros tiempos. Así pues, yo mismo, por mi propia voluntad y sin esperar revelaciones de ningún tipo, opté por iniciar la búsqueda de una expiación… no con la esperanza de alcanzar el Cielo, cuyas puertas considero cerradas para mí desde hace mucho tiempo, sino únicamente para asumir mi inevitable condena con la trágica dignidad de un hombre y no con la abyecta desesperación de un demonio.

Tomada esta decisión, durante los últimos tiempos he vagado por el mundo, buscando de nuevo a la princesa Lilit, pero esta vez para destruirla e impedir que siguiera haciéndoles daño a Dios y a los hombres. Me tomé esta nueva búsqueda de la reina de los vampiros como una inversión (y acaso también como una compensación) de la primera. Llevada a buen término mi misión, mi vida (si así podemos llamarla) ha perdido todo su sentido, por lo cual asumo mi muerte definitiva con resignación y casi con alegría.

Te deseo sinceramente que seas muy feliz en tu vida y sólo te pido que no le cuentes a nadie lo que te he revelado con mis últimas palabras, pues no quiero ser recordado ni compadecido por nadie. Hasta siempre, Paula.

P. D.- Por cierto, se me olvidaba, ¡que tengas un muy feliz cumpleaños!

VLADIMIR DRÁCULA, SEÑOR DE LOS VAMPIROS”

AUTOR: FRIKI       

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Lluvia.

167222_145109515548374_100001479808686_259841_329299_n El cielo ennegrece, las nubes gruesas de agua cubren cualquier azul que quiera asomar. Solo miro desde mi escondite como todo se torna oscuridad, me gusta y sonrío por tal motivo. Espero un poco a que todo termine por volverse gris… Entonces salto. Doscientos cincuenta metros me separan del piso y nadie se ha dado cuenta que he caído de pie como un gato, pero con más elegancia.

Mis pasos se pierden entre tanta gente, ¿Quién puede notar la diferencia entre un cuerpo caliente y uno frío? Parece que ellos no.

Las gotas comienzan a caer, pequeñas y castigantes para aquellos que no les gusta. Me detengo un segundo, mis ojos oscurecidos por las sombras voltean hacia arriba, se escucha un trueno y los pasos se apresuran por todos lados.

Y entre tanta muchedumbre le miro, coqueta como siempre; ofreciendo sus encantos ha aquellos que los quieran aceptar. Me acerco con cautela mirándole de en hito en hito… Deslizando mi vista entre sus curvas con grato placer. O más bien morboso placer, se que no hace demasiado ella era un él, y me divierte ver como muchos no notan la diferencia.

No es la primera vez que le observo pero no pensé encontrarla bajo la lluvia, las gotas hacen que su atuendo se pegue aun más de lo que es, su maquillaje aprueba de agua se mantiene sobre su rostro, mientras sus cabellos de rojo vivo se oscurecen por el agua que atrapan.

Me encanta verle… Y deleitarme con sus pensamientos, tan sádicos como yo.

Ella vende su cuerpo pero a la vez regala la muerte, lo sabe y lo disfruta, en eso se parece a mí solo que la que ella esparce es lenta y dolorosa… La que yo ofrezco es rápida pero no menos indolora.

Me mira, sus ojos azules tan muertos como su alma me devoran, y pide dentro de su pensamiento que sea su cliente solo por una noche. No necesita más ni yo tampoco. Pero no pienso darle ese placer de morir tan rápido, me gusta ver su sufrimiento. Así que niego lentamente y “no” le digo con la mirada, ella sonríe pensando en que ya habrá alguna otra oportunidad de fingir orgasmos a mi lado. Yo le correspondo la sonrisa, no queriendo desilusionarle.

Veo al incauto de la noche, se le acerca un poco tembloroso no por el frio que hace ni por lo mojado que está sino porque esa noche dejará de ser la burla de sus amigos. Lo está evaluando, sin leer la mente del chico se da cuenta que será su primera vez, sin pudor alguno le da un beso depredador. Después susurra palabras para él…

Le dice que no.

Le ha rechazado. Vaya ¿Así que todavía tiene corazón? Una diferencia más entre ella y yo.

El mío hace mucho que ha dejado de latir. Y no me interesa arrebatar la vida de un mozalbete como ese.

Él se desilusiona, tanto tiempo que tardo en reunir el dinero para poderla sentir y ella no acepta. No sabe que suerte tiene.
Se retira cabizbajo… Llevando en su pensamiento la idea de ir algún burdel moderno para no desperdiciar lo ganado aunque no sea con la que él quería.

Ella permanece en su esquina, recargada sobre la pared de una edificación antigua, sigue aguardando a que la presa480973_170091616476731_1602141489_n perfecta llegue. Yo me deslizo entre la muchedumbre hasta un rincón donde le pueda ver y no ser visto por sus bellos ojos.
Las gotas todavía son llovizna, nada que ella no pueda soportar; sabe que bajo el agua se ve más sexy y lo utiliza a su favor. Ahora sí, un galán se acerca… Es de esos que se creen que deben de besar el suelo por donde pasan o eso me dice su expresión… El incauto perfecto, lo sé al ver su sonrisa de depredador “Amor, aquí tu eres la presa” – piensa ella. Estoy de acuerdo. Se cuelga sutilmente de su brazo y se van hacia el auto estacionado a unos cien metros.

Ahí va mi encanto, contoneando sus caderas, causando envidias y celos por donde pasa. Sonrisa triunfadora en sus labios, esta es una de esas noches que realmente piensa disfrutar… Yo también.

Mis pasos, después de horas, me llevan a “La cueva de Narciso” un lugar de moda en la ciudad donde jóvenes entrados en los veintes van a disfrutar… Mis presas favoritas. Me encanta su supuesta madurez y su estúpida forma de pensar, creen que tienen el mundo en sus manos y como cual pastel están ansiosos por devorarlo sin dejar migajas.

Esta noche estoy contento, una extraña alegría me invade así que me dejo guiar por la música y entre sus notas me enredo. Mis piernas y brazos se mueven al ritmo que escucho. Solo dejo que la magia fluya… Mis manos recorren mi cuerpo de una forma seductora, una invitación para nada sutil que ya ha sido captada. Unas manos juguetonas se unen a las mías; medianas, suaves, tersas que se quieren esconder entre los pliegues de mi camisa. Tocan mi piel y se estremecen por lo fría de ésta pero aun así no se retiran siguen explorando debajo de la tela. Un casto beso es depositado en mi espalda… pidiendo algo más que esto.

Me volteo sin escaparme del abrazo, bajo un poco la mirada para toparme con almendrados ojos. Grandes, llamativos, cautivadores, soñadores, ebrios ojos castaños. El olor a alcohol huye de sus poros, su mirar se ve algo turbia, seguramente lo combino con algo más; algo frecuente y nada extraño en lugares como este donde la “sana diversión” no existe.
Se pega más a mí y mueve sus caderas de tal forma que busca animarme con ello… Le sonrío. Me agacho y le beso… al ambiente se torna ardiente, sus hormonas exigen más.

Seguimos moviéndonos con la música, extiendo el juego lo más que se pueda… hasta que, ella harta de mis sutiles retrocesos me toma de la mano y me jala hasta el cuarto oscuro. Dejo que lo haga, es más divertido cuando piensan que tienen el control de la situación.

El aroma a sexo golpea mi olfato, miro a las distintas parejas copulando en cualquier lugar confiados en que la oscuridad los cubre. Sonrío para mis adentros mientras ella tropieza con algunos cuerpos que se revuelcan en el piso.

Al fin llegamos a un lugar que parece ser de su agrado, al lado nuestro ya hay una pareja entregada al placer.

Sus brazos se enredan en mi cuello jugueteando con mis cabellos obligando a agacharme en un demandante beso… las caricias proliferan.

La pareja a nuestro lado se ha ido. No pasa mucho en que otra toma ese lugar… nosotros ya estamos terminando con lo nuestro, ella parece satisfecha pero falto yo. Mi lengua se desliza por su cuello, ella suelta un sutil suspiro. Mis colmillos se encajan en su piel causando que se estremezca entre mis brazos forcejeando para que la suelte… sus quejidos se confunden con placenteros, su voz atorada en la garganta sin poder pedir ayuda. De apoco sus fuerzas la dejan mientras continuo alimentándome. Al final, su cuerpo está completamente laxo entre mis manos. Lo suelto y este se desliza, sin gracia alguna, hasta el piso.
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Le miro sin emoción alguna. Mi apetito no ha sido saciado en su totalidad… la pareja de al lado no se ha dado cuenta de nada. Me uno a ellos besando a la chica, la cual no protesta sino al contrario corresponde el beso con ansias…

El chico sigue con un vaivén en las caderas mientras yo me apropio de su cuello, ella recibe gustosa… no por mucho tiempo, cuando termino dejo que él continúe disfrutando de un cuerpo sin vida.



Cuando salgo del antro la lluvia ya está en su apogeo… Ésta cae sobre mí eliminando el nauseabundo aroma del que se había impregnado mi ropa… Las gotas me limpian el rostro del sudor ajeno y de mis labios se llevan los rastros de sangre que había.

Nunca he sido muy pulcro a la hora de comer por tal motivo gozo de la lluvia… Porque ella suavemente retira de mi toda señal que pueda revelar el peligroso ser que realmente soy, ese que esconde detrás de mis ojos verdes.

Me alejo del lugar, mis pasos se ahogan entre el imparable caer del agua… mientras, satisfecho, me abrigo entre las frescas capas de la lluvia; mi contento se ha extinguido igual que la magia que me envolvía esta noche, es hora de volver a casa.

AUTOR: eternity_bat

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GUILTY ROSE.

-Mamá…tengo frió

 

-…

 

-Mamá, ¿estás bien?

 

-…

 

-Mamá ¿Por qué tu ropa está manchada de rojo?

 

-…

 

-¿Mama?…

 

-Charlotte, ¡Despiértate!

 

Abrí los ojos lentamente, me giré, mi hermanito Liam me miraba curioso.

 

-¿Por qué?..

 

-Porque hoy empiezas clases y son las 6:30

 

-….¡MIERDA!

 

Salté de la cama hacia el baño, perdón por mis modales. Me llamo Charlotte Black y vivo en Allentown, Pennsylvania, me acabo de mudar y se me hace tarde para la prepa.

 

-¿POR QUÉ NO ME DESPERTASTE ANTES? -Dije mientras me vestía, me caí al ponerme los pantalones, cayendo en mi..trasero -¡Ay!

 

-Tienes el sueño demasiado pesado -dijo aburrido.

 

Bajé rápidamente las escaleras mientras me recogía el cabello en una coleta.

 

-¡Buenos días! -dije tomando una tostada y comiéndomela rápidamente.

 

-Hasta que te despiertas -dijo mi padre- buenos días, hija.

 

-¡Me voy! -miré la foto de una mujer de ojos oliva y cabellos chocolate.

 

– Hasta luego, mamá.

 

Mi madre murió cuando Liam tenia 2 años, yo tendría como… perdón, pero antes de todo eso, mi memoria la perdí en un accidente.

 

Miré que había pocas personas entrando, la campana sonaba.

 

-¡Joder!

 

Entré rápidamente, corrí por los pasillos hasta llegar a la recepción.

 

-Me puede..dar mi…horario…-dije entre jadeos.

 

La mujer lanzó una risita y me miró amable.

 

-Toma, cariño, tu salón está derecho, el 201, el profesor Briard aún no llega así que puedes caminar.

 

Asentí avergonzada y me encaminé a mi salón, justo cuando llegaba también lo hacía el profesor, éste solo me sonrió, era un viejito.

 

-¿Charlotte? -asentí- espera aquí, te avisaré cuándo entrar.

 

Escuché un poco de bulla pero él entró, dijo alguna cosa y me dio la señal para entrar.

 

-Ella será su nueva compañera desde hoy, trátenla bien -dijo el profesor.

 

-Mi nombre es Charlotte, mucho gusto…-dije, en realidad soy muy tímida pero al extremo imprudente.

 

-Bien. Se sentará con….El joven Chris.

 

Miré, estaba a lo ultimo, era un muchacho bastante pálido, tenía el cabello negro y ojos verdes, al instante que me senté, todas y digo todas las del salón me miraron feo.

 

-Hola…-le dije al chico y éste me ignoró, hasta creo que se alejó de mí.

 

-Hm…-fue lo único que dijo para seguir ignorándome, el idiota.

 

 

…………………………….

 

Me desperté mirando la ventana, no quería ir a la escuela, tenía un muy mal presentimiento, pero al ser Joshua el menor y entrar por primera vez a la prepa tenía que cuidarlo, a no ser que quisiera que masacre a media escuela, aún no es muy bueno controlando su apetito. Ah, sí, soy un vampiro.

 

-Buenos días…

 

-Hola -dijo Arriane. Ella era la esposa de Adam, el líder de la manada, pero al ser mayor que Sasha, Joshua y yo, se cree nuestro padre.

 

Las leyendas de los vampiros tradicionales son una mentira vulgar, nosotros podemos exponernos la sol, pero solo por 6 o 7 horas, pues nos debilitaríamos mucho, cuando bebemos sangre, no es cualquiera, cada quien tiene su gusto específico. Por ejemplo, a mí me gusta la sangre con sentimientos de soledad, confusión y amabilidad, es una mezcla amarga y dulce, nosotros rara vez dormimos, solo cuando es necesario o para recuperar fuerzas y la única forma de asesinarnos es cortándonos en pedazos y enterrar las partes del cuerpo alejadas unas de otras, para que no se regeneren.

 

-Vamonos ya! -dijo Sasha obstinada, en el carro ya estaban Joshua y ella así que no había problema.

 

Llegamos y entramos al salón, todas me miraban embobadas, pobre Joshua.

 

-Ella será su nueva compañera desde hoy, trátenla bien -dijo el profesor.

 

Me giré y un tenúe olor a vainilla y flores me embargó, era delicioso, era la nueva….y la persona más bella que haya visto.

 

-Mi nombre es Charlotte, mucho gusto…-dijo tímidamente, sus ojos eran un oliva cristalino y su piel blanca era resaltada por su cabello chocolate oscuro, unos lindos bucles caían por los lados de su cara, tenía el pelo recogido y tenía una nariz chiquita y puntiaguda, al igual que unos labios de un perfecto color rosa pálido….Su sangre también huele bien…Mierda, no he comido en días.

 

-Bien, se sentará con….El joven Chris.

 

…Dios me odia..es seguro.

 

-Hola…-me dijo, y yo solo la ignoré y ésta al parecer se molestó..

 

Este día va a ser muy largo….

 

AUTOR: bloodyrose
FUENTE: Escalofrío.com

EL CAZADOR DE SANGRE.

Max Van der Heyden, periodista especializado en la investigación de fenómenos presuntamente paranormales, es para algunos, “el verdadero Van Helsing del siglo XXI”. Claro que, en honor a la verdad, debemos añadir que esos “algunos” que tanto lo admiran son muy pocos comparados con quienes lo tienen por un loco o un farsante. Y aun son muchos más quienes jamás han oído hablar de él. Sin embargo, tampoco podemos ocultar que bastantes de los que en público abominan de su nombre, o niegan todo conocimiento del mismo, son los primeros en pedir su ayuda (“extraoficialmente”, por supuesto) cuando se enfrentan a hechos que van más allá de lo científicamente explicable. Eso hicieron, por ejemplo, las autoridades de cierto país africano cuando varias aldeas, situadas en las proximidades de la selva, se vieron atacadas por un horror sin precedentes. Primero empezaron a aparecer los cadáveres desangrados de varios leñadores y cazadores que se habían internado en la selva para ganarse el sustento. Luego comenzaron a correr igual suerte las mujeres que iban a lavar la ropa al río y los niños que se dirigían a las huertas para llevarles comida o agua fresca a sus atareados padres. Finalmente, cuando un par de turistas ingleses hallaron la muerte en circunstancias semejantes, la situación se hizo insostenible. A las autoridades quizás no les importase demasiado la desaparición de algunos pobres aldeanos, pero no podían tolerar que les sucediese otro tanto a adinerados visitantes de piel blanca, pues ello podría tener graves consecuencias para la boyante industria turística del país. Y si las muertes de los pobres campesinos son fáciles de mantener ocultas, no sucede lo mismo con las de los ricos extranjeros, especialmente si sus cadáveres traen consigo las inoportunas visitas de embajadores demasiado curiosos, por lo cual el problema debía solucionarse lo antes posible, fuera como fuera.

 

Así pues, Max fue llamado al lugar de los hechos. Una vez allí, encontró alojamiento, con todos los gastos pagados, en los lujosos bungalows del mismo parque nacional donde pocos días antes habían tenido lugar las muertes de los dos británicos. Apenas hubo depositado su escaso equipaje en el cuarto que le había sido reservado, Max se encaminó al lugar exacto donde habían aparecido los cadáveres, acompañado por varios empleados del parque y por el mismísimo Monsieur François Lissouba, jefe supremo de la Policía Nacional. Hay que decir que este se mostraba radicalmente escéptico respecto a la posibilidad de que hubiera algo sobrenatural tras los asesinatos y pensaba que eran obra de alguna fiera aficionada a la sangre humana. Decía:

 

-Mis muchachos han hallado las huellas inconfundibles de una enorme pantera cerca de los todos los lugares donde alguien ha aparecido con la garganta destrozada. Francamente, creo que, como dicen ustedes, blanco y en botella igual a leche. O dicho de otra forma, tras todo este asunto no hay nada que no se pueda solucionar con una bala bien dirigida. Lo que pasa es que los malditos ecologistas…

 

-Disculpe, Monsieur Lissouba, pero me consta que las panteras, aunque en raras ocasiones ataquen a la gente, lo hacen para comer su carne, no para beber su sangre.

-¿A usted le consta eso? Disculpe mi atrevimiento, Monsieur Van der Heyden, pero… en su Holanda natal, ¿ha visto usted muchas panteras? ¡Porque, según parece, debe de conocerlas muy bien!

-La verdad es que no he visto muchas, pero he leído…

-¡Ah, así que usted HA LEÍDO! Pues yo sólo leo atestados policiales, pero le informo que siempre he vivido en este país y…

-¿Y habrá visto muchas panteras?

-Bueno, en realidad… yo tampoco es que haya visto muchas. Claro, ellas viven en la selva, no en la capital. Pero he oído historias y…

-¡Ah, así que usted HA OÍDO HISTORIAS!

-Bueno, supongo que un experto de su categoría tendrá la amabilidad de darnos una explicación alternativa de los hechos.

-Evidentemente, esto es obra de un vampiro. De hecho, conozco las leyendas locales y algunas mencionan la existencia de esos seres en las profundidades de la selva.

-Con todo, el forense afirma que las mordeduras sufridas por las víctimas pudieron haber sido realizadas por un felino de gran tamaño.

-Y las leyendas afirman que los vampiros pueden adoptar distintas formas (tanto animales como humanas) para atacar a sus víctimas.

-¿Y cómo piensa librarnos de su supuesto vampiro? ¿Con cruces y ajos?

-No. Esas cosas alejan a los vampiros, y yo a este quiero tenerlo lo más cerca posible de mí… para matarlo. Observe este juguetito.

 

Max extrajo de su mochila una especie de ballesta medieval primorosamente manufacturada y varias flechas de madera, sin un solo gramo de metal en ninguna de ellas. Lissouba sonrió, comparando mentalmente aquella antigüedad con su pistola. Max pareció adivinar su pensamiento:

 

-Las balas y las armas blancas con punta metálica no sirven para nada contra los vampiros. Para matarlos es necesario destrozar sus cuerpos totalmente o, por lo menos, agujerearlos en algún punto vital con estacas o dardos de madera. La leyenda…

 

Monsieur Lissouba se quedó sin saber qué decía la leyenda, pues en aquel preciso instante aparecieron varios guardias del parque para avisar que acababa de producirse un nuevo ataque. Una turista francés llamado Armand Mounier, su sobrina Lorraine, de doce años, y dos guías de raza negra se habían internado en la selva, para visitar un árbol donde anidaba una colonia de cálaos, cuando una terrible fiera, una pantera negra de ojos rojos como llamaradas, se había abalanzado sobre ellos. Instantes después, Mounier y uno de los guías estaban muertos, y el segundo guía había sufrido tales heridas que falleció poco después, tras haber gastado sus últimas fuerzas contándoles lo sucedido a los guardias, que habían acudido al lugar alertados por horrendos chillidos de terror y agonía. Tanto la pantera como la pequeña Lorraine habían desaparecido. Una vez informado de los hechos, Lissouba le espetó a Max:

 

-Supongo que ahora estará convencido de que todo esto es cosa de una pantera.

-En absoluto. Para empezar, las panteras de verdad tienen los ojos verdes o amarillos, no rojos. Y, en segundo lugar, si era una verdadera pantera, ¿por qué se ha llevado a la niña?

-¿Cómo sabe que se la ha llevado? La niña pudo haber escapado a la selva.

-¿A la selva y no a los bungalows? Curioso.

-Una pobre chavala asustada huye a donde puede, no a donde debe. Y si hubiera sido un vampiro, ¿por qué se la habría llevado?

-Lorraine tiene doce años. Los vampiros a veces raptan niñas recién llegadas a la pubertad, para realizar con ellas ciertas ceremonias, especialmente repugnantes, en honor a las Fuerzas del Mal. Estas exigen el cumplimiento de esos ritos a cambio de sus favores, y todo vampiro les debe su poder sobrenatural a los malos espíritus.

-Será verdad si usted lo dice. Pero ahora lo más importante es hallar a la niña.

-Me parece que por fin estamos de acuerdo en algo.

 

Un par de horas después, con su ballesta en las manos, Max atravesaba un sombrío sendero que se internaba en las profundidades de la selva. Había rechazado la compañía de los guardias del parque y de los agentes de Lissouba porque sabía que si iba solo habría más posibilidades de que el vampiro lo atacara. Y eso era lo que Max quería. Ya no quedaba mucho para la puesta del sol, pero Max había sido informado de que en un extenso claro de la selva se levantaban las ruinas de una vieja misión católica, abandonada tras las últimas guerras civiles, y prefería pernoctar allí, para continuar su búsqueda al día siguiente, antes que retornar a las dependencias del parque sin la pequeña Lorraine.

 

Cerca de la misión, el sendero atravesaba lo que antes había sido el maizal de los misioneros, donde el maíz seguía creciendo, cuidado y alimentado por la Naturaleza tal como en otros tiempos lo había sido por la mano del hombre. Aquel lugar era menos sombrío que la selva propiamente dicha, donde el dosel formado por las copas de los árboles impedía que los rayos del sol llegasen al suelo, y, aunque se aproximaban las tinieblas de la noche, la visibilidad todavía era bastante buena. En un momento dado, Max observó que, unos cien metros delante de él, una figura grande y negra emergía del maizal para plantarse en medio del camino. Era una enorme pantera negra. O, por lo menos, algo que parecía una enorme pantera negra. A aquella distancia, Max no podía distinguir el color de sus ojos. Pero sí podía adivinar que aquellos ojos se habían percatado de su presencia y lo estaba mirando con malignas intenciones. El primer impulso de Max fue preparar su ballesta para asaetear a la presunta pantera cuando esta se acercara, pero entonces su mente fue asaltada por un pensamiento poco tranquilizador. Si aquel animal era una pantera de verdad, una pobre flecha de madera sólo conseguiría enfurecerla. Así pues, Max decidió que sería mejor recurrir a la poco prestigiosa, pero frecuentemente imprescindible, estratagema de la huida.

 

Al mismo tiempo que la pantera iniciaba su carga, Max empezó a correr hacia la misión, abandonando la senda y atravesando el maizal que lo separaba del viejo edificio lo más velozmente que pudo. Si aquella era una pantera normal, sería, sin duda, mucho más veloz que un ser humano, pero, acostumbrada a cazar al acecho, no lo perseguiría durante un trecho demasiado largo. Sin detenerse en ningún momento, ni siquiera para cerciorarse de si el felino lo perseguía o no, Max alcanzó la misión en menos de un minuto y se coló en su interior a través de una ancha ventana que había perdido todos sus cristales. Una vez dentro del edificio, cuyo interior estaba sumido en la mayor de las negruras, Max oyó un sollozo o gemido inconfundiblemente humano. Rápidamente extrajo una linterna del bolsillo y enfocó el lugar de donde procedía aquel sonido. Allí, acurrucada sobre un amasijo de trapos sucios, se hallaba una niña de piel blanca y ojos azules. Lorraine, indudablemente. La pobre criatura se hallaba visiblemente bajo los efectos de una terrible tensión mental, pálida y temblorosa, con el rostro descolorido y las mejillas inundadas de lágrimas. Sin embargo, y dejando aparte algunos rasguños sin importancia, parecía totalmente ilesa. Max se agachó junto a la niña y, empleando palabras dulces y tranquilizadoras, intentó calmarla, a la vez que le preguntaba cómo había llegado allí. Lorraine habló, primero con balbuceos entrecortados y posteriormente con una voz más segura:

 

-La pantera… Mató a mi tío y a los demás, luego también me quiso matar a mí. Yo escapé por la selva, estaba loca de miedo y no sabía adónde ir ni qué hacer, sólo quería huir, nada más que huir, ¡tenía mucho miedo! Ella estuvo a punto de cogerme, pero me metí entre unos arbustos espinosos, no se atrevió a seguirme y la dejé atrás. Luego, caminé durante horas, perdida en medio de la selva, hasta que llegué a este sitio. Entré para no tener que pasar la noche a la intemperie, pero… ¿Y si ella entra? ¡Está fuera y, si usted ha entrado saltando por la ventana, ella también podrá hacerlo!

-Tranquila, cariño. Nosotros tuvimos que entrar aquí para salvarnos, pero ella no tiene ninguna necesidad de meterse en esta ratonera para alimentarse: de noche, la selva está llena de monos y antílopes (para no asustarte más, no te diré que acaso nos estemos enfrentando a algo mucho peor que una simple pantera). Además, tengo mi ballesta. Ahora, si te parece bien, vamos a descansar y mañana, cuando amanezca, iremos en busca de ayuda. Duerme un poco, guapa, te hará bien.

-Lo… lo intentaré, señor. ¿Y usted no duerme?

-Yo vigilaré la ventana, no sea que ese bicho decida hacernos una visita nocturna. Tú no te preocupes y duerme tranquila.

 

Pero Lorraine, al parecer, no podía conciliar el sueño, lo cual, teniendo en cuenta sus últimas experiencias, no era algo difícil de comprender. Quizás para olvidarse de la situación y del miedo que le roía el alma, la niña comenzó a hablar con Max de toda clase de temas: de sus padres, que eran médicos en París, de su colegio, de sus amigos, de su afición al voleibol y a las canciones de Justin Bieber, de su primer viaje en avión… Max, con un encomiable esfuerzo mental, intentaba seguir las continuas, atropelladas y a veces incoherentes explicaciones de la pequeña al mismo tiempo que permanecía atento a cualquier indicio de amenaza que pudiera llegar a sus ojos o a sus oídos. Entonces, le pareció escuchar un sonido procedente del piso de arriba, como si un cuerpo (al parecer, más bien pequeño) estuviera moviéndose en lo que en otro tiempo había sido el desván o trastero del edificio. Sin duda, sería algún animal inofensivo, seguramente una civeta o una mangosta en busca de ratones, pero convendría ir a echar un vistazo. Max mandó callar a la niña con un gesto y le dijo en voz baja:

 

-Voy a ir arriba un momento, a echar un vistazo con mi linterna. Tú será mejor que te quedes aquí, por si acaso.

-Pero… no quiero quedarme sola de nuevo. ¿Y si la pantera…?

-Toma mi ballesta y vigila bien la ventana. Si la pantera intenta entrar, mándale un buen flechazo, y procura darle en un ojo. ¿Vale?

-Vale, señor. Pero por favor, no tarde mucho.

 

Max se levantó y, malamente guiado por la pobre luz de su linterna, subió los crujientes y poco fiables peldaños de la polvorienta escalera que llevaba al piso superior. Tras atravesar la espesa capa de telarañas que hacía el papel de puerta, penetró en el desván y la luz proyectada por su foco iluminó a la criatura que había perturbado el silencio nocturno agitando su pequeño cuerpo sobre las carcomidas tablas que cubrían el suelo. No era una pantera, pero tampoco una civeta. ¡Era una niña de piel blanca, y estaba atada y amordazada, con sus ojos azules dilatados por el mayor terror que una muchacha de doce años puede sentir antes de perder el conocimiento o la cordura! ¡Y aquella niña tenía el mismo rostro que Lorraine Mounier! ¡Era Lorraine Mounier!

 

-Veo que has encontrado a la niña. En fin, ahora ya no os servirá de nada a ninguno de los dos.

 

Max se volvió, incluso antes de que aquellas palabras asaltaran su oído. Tras él, sosteniendo la ballesta que él mismo le había entregado un minuto antes, se hallaba la “otra” Lorraine, la Lorraine del piso de abajo, totalmente idéntica a la verdadera salvo en que ahora sus ojos ya no eran azules, sino rojos como el fuego. Y Max le había entregado ingenuamente la única arma que podría haberle hecho daño a aquel ser. Al parecer, había olvidado que los vampiros no sólo pueden adoptar formas animales, sino también humanas. Y además pueden leer las mentes de las personas a las que suplantan para conocer todos sus recuerdos. Entonces, tanto la verdadera Lorraine como él mismo se hallaban a merced del monstruo que había raptado a la niña y engatusado a su presunto salvador, ¡el vampiro de la selva los había atrapado a ambos! Este siguió hablando, al mismo tiempo que partía las flechas como si fueran briznas de paja en manos de un gigante:

 

-Esta misma noche, cuando la Luna llegue a su cenit, les ofreceré a los Señores Oscuros el cuerpo de esa cría. Pero antes creo que voy a tomarme una ligera cena. Ahí, por supuesto, es donde intervienes tú, amigo Max… o más bien tu garganta.

Max contestó, en un tono más sereno de lo esperable en semejante coyuntura:

-Sin duda, te las prometes muy felices. Pero, antes de nada, debo decirte que me has decepcionado. No has cumplido bien tu misión.

-¿Cómo? Los Señores Oscuros no me encomendaron más misión que proporcionarles una virgen para satisfacer sus deseos carnales y aquí les espera una bastante hermosa. ¡Yo he cumplido las órdenes que me encomendaron!

-No lo dudo. Pero no has cumplido la orden que te había encomendado yo. ¡Vigilar la ventana!

 

Antes de que el confiado vampiro pudiera reaccionar, antes incluso de que su tenebrosa mente hubiera interpretado adecuadamente las palabras de Max, la enorme pantera negra de la jungla se había abalanzado sobre su espalda. Al contrario de lo que dicen ciertas leyendas, todos los animales carnívoros del bosque odian a los vampiros, que exterminan sus presas naturales, y aquella pantera no deseaba nada tanto como coger desprevenido al monstruo para destrozarlo entre sus fauces. De haber estado alerta, el vampiro, dotado de una fuerza sobrehumana, hubiera podido vencer a la pantera, pero esta había cobrado ventaja gracias al factor sorpresa y no le costó demasiado despedazar a su enemigo. Al parecer, el felino sabía instintivamente que necesitaba descuartizar al vampiro para anular su invulnerabilidad. Una vez que los dientes y las garras del felino hubieron hecho pedazos el cuerpo del vampiro, los fragmentos de carne empezaron a arder espontáneamente, envueltos por una llamarada pálida y fétida que los hizo cenizas en apenas unos instantes, a la vez que provocaron la huida de la pantera, asustada por la brusca aparición de aquel fuego sobrenatural. Una vez que las llamas se hubieron extinguido, Max se dispuso a desatar a la pobre Lorraine Mounier, la cual, aunque casi desvanecida de puro terror, se hallaba sana y salva. Con todo, Max, hombre honesto, no pudo ocultarse a sí mismo que su papel en aquella misión de rescate no había sido demasiado afortunado. Había actuado como un principiante, al fiarse de las apariencias y entregarle su arma al adversario. Había sido un error imperdonable. Por suerte, el enemigo también había cometido su propio error. En fin, tanto él como la niña habían salido ilesos de esta aventura y, como todo buen aficionado al fútbol sabe, a veces hay que conformarse con el resultado.

 POR: Javier
Fontenla

FUENTE: ESCALOFRIO.COM

 

NIÑA MALDITA.

1

Lo crean o no, hubo una vez en la que fui una niña feliz. Era la segunda hija de una familia acomodada de la ciudad de México. Mi padre era un político muy respetado, y mi madre la hija mayor de una familia de clase media alta del estado de Nuevo León. Tenía una hermana mayor de nombre Samanta, que era dos años mayor que yo, y una hermana menor llamada Ágata, que era un año y medio menor. Vivíamos en una casa muy bonita, con un amplio jardín, al norte de la ciudad. En aquellos tiempos la vida era agradable, ahora no podría decir que realmente tengo una vida.

 

Caminé por el viejo cementerio de San Fernando, de la ciudad de México, donde tantas personas ilustres de esté país yacían. Los cementerios siempre me han traído paz, tal vez porque es el lugar al que, según las tradiciones populares, pertenecen los de mi especie. Aunque, yo más bien pienso que es por el hecho de que estos parecen existir alejados de todo lo que me recuerda lo que fui. Los cementerios son pequeñas ciudades hechas para los muertos, y este en especial, está construido a la usanza del viejo siglo XIX, yo no viví en ese siglo, sino en el XX, pero aun así me gusta el estilo que se tenía entonces.

 

Soy una niña eterna, aunque capaz de razonar como un adulto, los juegos infantiles y la manera simplista de ser de un niño siguen presentes en mí. Leí en una novela de vampiros que aunque el cuerpo permanecía igual la mente maduraba. Eso es cierto en muchos sentidos, pero también falso. En ocasiones, como ahora al narrar esto, soy capaz de actuar y expresarme como alguien mayor de edad, pero eso es sólo por la gran cantidad de cosas que he leído, visto y experimentado. En el fondo, aún soy una niña, aún busco muñecas a las que peinar y ataviar con vestidos hermosos, como aquellos con los que visto, aún cantó rondas infantiles y, en las noches más oscuras y solitarias, buscó algún parque vacío, me siento en un columpio y comienzo a mecerme entre risas o tarareando alguna canción infantil. Me siento niña, y sólo pienso con madurez cuando estoy en peligro, o cuando debó de hacer cosas necesarias para mantenerme.

 

Al alimentarme, la mayor parte de las veces, soy una adulta, aunque, algunas otras, juego con mis victimas. A los humanos les aterran muchas cosas, pero ninguna más que una niñita fantasma, o un demonio con forma de niño. Para ellos los niños son símbolo de pureza, y nada les aterra más que la posibilidad que esa pureza se corrompa. Un niño malvado o monstruoso es algo impensable para ellos.

 

Fue en uno de esos momentos en los que me encontré con Raúl. Un chico atormentado por pesadillas, al que era realmente fácil llevar a la locura con esos asuntos. Me deleite con los sueños que su mente era capaz de crear. Quería beber su sangre más que ninguna otra cosa, al tiempo que lo llevaba al colapso, haciendo realidad sus pesadillas. Eso era divertido para mí.

 

Dejé que me escuchara en dos ocasiones, colándome en su casa por la ventana del pasillo del segundo piso, al mismo tiempo que usaba mi poder para despertarlo, y hacer que sus padres no pudieran siquiera moverse, en caso de que Raúl fuera a hacer algo como gritar, aunque era poco probable. Esas dos veces lo aterré como ninguna de sus pesadillas podría hacer jamás. Y luego me mostré ante él, sólo para incrementar más aún ese miedo. Y la última vez, considerando que ya lo había atormentado demasiado, me dispuse a obtener de él lo que quería. Su sangre. Mi alimento.

 

Fue cuando él sacó la vieja fotografía, fue cuando supe quien era él. ¡Mi sobrino nieto! Había encontrado a la familia de la que me separaran tantos años atrás en Guanajuato, o al menos a su descendencia. Esa vieja fotografía, tomada en la Alameda Central de la ciudad de México, justo dos meses antes de ese viaje a Guanajuato, removió los recuerdos ocultos en lo más profundo de mi mente durante setenta años.

 

No atiné a nada más que agradecerle, luego tomé la fotografía como a un gran tesoro, y me alejé de él. No dañaría a mi familia recién encontrada.

 

Esa noche, llegué a la casa de la anciana Clara casi al amanecer.

 

Clara era una mujer de sesenta años, aunque se veía mayor, había perdido a toda su familia en un accidente de trafico veinte años atrás, un accidente en el que ella fue la única superviviente. Apenas si vivía de lo que quedaba de una pensión que su esposo le había dejado. Su esposo había sido el heredero de una familia acomodada de Guadalajara, que se había enamorado de ella cuando la conoció en un hotel en Tampico. Su familia se había opuesto al matrimonio, por supuesto, pero, para ese momento, él ya era un hombre que incluso había tomado la herencia, luego de que su padre muriera de tuberculosis un par de años atrás. Se habían casado y habían tenido dos hijos, un niño y una niña, la joven familia había logrado vivir feliz por unos años. Hasta el fatídico accidente.

 

La familia del hombre había logrado con engaños apoderarse de todo, dejándola a ella solo con una mínima pensión que su esposo había dejado previendo esa situación. La mujer se había derrumbado, usando el dinero dejado por su esposo en alcohol. Cuando la encontré, no fue difícil convencerla de que yo era su hija, en su estado permanente entre la razón y la locura se convenció de ello.

 

—María —dijo Clara, mientras se acercaba a mí para abrazarme. Como siempre, permanecí inmutable, esa mujer sólo me era útil para tener un lugar en donde vivir.

 

El tener el aspecto eterno de una niña me obliga a hacer ese tipo de cosas. Nadie le rentaría o vendería una casa a una niña de siete años que anda por ahí sola. El dinero no es un problema, siempre puede obtenerse de las victimas a las que ataco, o incluso manipular a algunos ladronzuelos para que roben por mí. Conseguir una casa donde pasar algún tiempo es más importante que el dinero, o me veo obligada a descansar en casas abandonadas o cementerios.

 

Ignoré a Clara y camine hacia la habitación que ella me había asignado. Era pequeña y sólo tenía una cama con un colchón duro y sin almohadas, además de un ropero que estaba a punto de caerse en pedazos, pero no necesitaba nada más.

 

Me recosté en la cama y saque la fotografía donde aparecía con mis hermanas. Si pudiera llorar, seguramente lo habría hecho en ese instante. Recordé como había comenzado todo. Recordé lo pasado en el ya lejano 1941.

 

2

Eran años tumultuosos, el mundo estaba en guerra, aunque mis padres no querían que mis hermanas y yo nos enteráramos, eso era complicado, ya que en el colegio de monjas donde estudiábamos, todo el mundo estaba por demás enterado de la situación. Además, en ese mes de marzo, comenzó a circular el rumor de que el país entraría a la guerra en favor de los Aliados. Yo no entendía a que se referían esos rumores, pero sabía que si el país entraba en guerra muchas personas serían enviadas a matar a otras, había incluso posibilidades de que mi padre tuviera que ir. Yo no quería que mi padre se fuera. Luego me enteraría que México sí entró en guerra, pero hasta más de un año después.

 

Una tarde de viernes, cuando mis hermanas y yo volvimos a casa luego de la escuela, nos encontramos con que nuestra madre estaba preparando unas pequeñas maletas. Extrañadas preguntamos lo que ocurría.

 

—Su abuela Martina está muy enferma —respondió, ella, mientras guardaba uno de sus vestidos en una valija de piel—, iremos todo el fin de semana a Guanajuato para visitarla.

 

La abuela Martina era mi abuela paterna. A mi me gustaba mucho ir a su casa durante las vacaciones porque ella vivía en una casa enorme. Era la casa donde mi padre había vivido hasta que se mudó a la ciudad de México para estudiar leyes en la Universidad. La abuela siempre tenía chocolates y me regalaba una muñeca, muchas de ellas muy bonitas, de porcelana con vestidos suntuosos.

 

Salimos de la capital en una tarde lluviosa. El viaje duró hasta muy avanzada la noche, por lo que nosotras estábamos profundamente dormidas cuando llegamos a Guanajuato. La casa de la familia Martínez era una enorme casa estilo colonial en el centro de la ciudad, muy cerca de la Alhóndiga de Granaditas, tenía amplios ventanales recubiertos con protectores de hierro forjado pintado de negro, tres pisos y ocho habitaciones, además de una sala de estar, un amplio comedor, una alacena, una enorme cocina y cuatro baños. En la entrada principal, había una enorme escalera de madera tallada a mano, sus peldaños estaban recubiertos con una alfombra persa color vino y subía hasta el segundo piso. Con gran cansancio, suní esas escaleras hasta la habitación que la criada había preparado para nosotras en el segundo piso. Me quede dormida tan pronto mi cabeza toco la almohada.

 

A la mañana siguiente, desperté encontrándome con la habitación que usaba cada verano cuando íbamos a esa misma casa a pasar dos semanas de sus vacaciones. Era una pieza amplia con tres camas individuales, un closet, cuatro buros, cuatro lámparas y una hermosa vista a un parque a través de un enorme ventanal.

 

Me levanté, mis hermanas ya habían salido de la habitación y la luz del sol se colaba por las cortinas color pastel. Rápidamente me cambié de ropa, me puse un hermoso vestido azul celeste que la tía Sofía me había traído de Europa, antes de que estallara la guerra. Me lavé y traté de peinar mi larga cabellera castaña oscura pero no pude conseguir mucho, más tarde tal vez, mi madre o la criada, Elisa, pudieran peinarme.

 

Encontré a mis hermanas y a mi padre ya en el comedor, listos para el almuerzo. Me senté justo al lado de Ágata y esperé a que Elisa me sirviera mi plato. Al poco rato entró mi madre y se dirigió a hacia mi padre. Hablaban en voz baja, tratando de que nosotras no escucháramos nada. Aun así fui capaz de captar algunas palabras: doctor, grave y poco tiempo. Luego mis padres salieron del comedor, antes de eso mamá nos ordenó permanecer allí y almorzar.

 

—¿A dónde irán? —pregunté, sin comprender muy bien lo que ocurría.

 

Samanta me dedicó una mirada brillante a causa de las lágrimas. Ella había estado más cerca, por lo que había podido escuchar mucho más de la conversación de los adultos.

 

—La abuela está muy mal —respondió, mientras bajaba la mirada al plato de huevos que tenía al frente.

 

—¿Sé pondrá bien? —pregunté.

 

Samanta sólo pudo negar con la cabeza.

 

El día paso de manera extraña. Un doctor llegó cerca del medio día y se quedo en la casa hasta el anochecer. Mis padres y Elisa entraban y salían de la habitación de la abuela cada cierto tiempo. A las cuatro de la tarde, mientras mis hermanas y yo estábamos en la sala de estar jugando con algunas muñecas, mi madre fue a recogernos. Hizo que nos bañaran y nos vistió con nuestra mejor ropa. Ya bien arregladas, nos llevó al cuarto de la abuela. La habitación tenía un olor raro, como a alcohol y otras cosas. La abuela lucia muy mal, y estaba en cama con un trapo empapado en la frente, el cual Elisa retiraba para volverlo a remojar cada pocos minutos. En una silla al lado de la cama, estaba mi padre, se veía cansado y demacrado, pero no tanto como la abuela.

 

—Acérquense niñas —nos pidió, con voz suave.

 

De inmediato obedecimos y nos acercamos a la cama de nuestra convaleciente abuela. Allí el olor era más penetrante. La abuela abrió los ojos por un momento y nos dedico una mirada llena de lágrimas. Alzó la mano como si pretendiera alcanzarnos, pero de inmediato volvió a caer sobre la cama.

 

—Mis niñas, tan grandes —dijo, y su voz era ronca.

Permanecimos un largo rato allí, hasta que la abuela se quedo dormida. Mamá se volvió hacia el doctor, el cual pareció comprender lo que trataba de decirle. El doctor asintió. No era contagioso.

 

—Niñas, den a su abuela un beso de las buenas noches —nos susurró nuestra madre.

 

Luego de obedecerla, Elisa nos llevó al comedor para que cenáramos algo ligero antes de enviarnos a dormir.

 

Al día siguiente había más agitación en la casa. La tía Sofía llegó muy temprano en la mañana, y casi al instante fue a ver a la abuela. El tío Abelardo, por su parte, estaba en la sala donde sostenía una conversación con el doctor. El primo Jorge, por su parte, estaba más inquieto que de costumbre. Pero, al rato, la tía Sofía lo regaño más fuerte de lo que nunca había hecho.

 

Por la tarde, la abuela volvió a dormirse, y esta vez, los adultos se pusieron muy tristes. El mismo doctor del día anterior llegó junto con otras personas, que entraron a la habitación de la abuela y pasaron un largo rato allí. Ninguno de los otros adultos volvió a entrar.

 

Como a las cinco de la tarde, mientras unas personas con trajes comenzaban a llevar enormes candelabros que colocaban en la sala, el tío Abelardo le sugirió a Elisa, quien tenía los ojos rojos, pues había estado llorando, que nos llevara al parque, mientras los hombres de la funeraria se ocupaban de arreglar todo para el velatorio. Según el hombre, lo mejor era que estuviéramos cansadas para que pudiéramos dormir toda la noche y no fuéramos a molestar a los dolientes.

 

Ese viaje al parque marcario el último encuentro que tendría con mi familia hasta décadas después cuando me encontrara con Raúl.

 

Dejé de recordar esas cosas.

 

3

Mientras vagaba por el cementerio, no podía evitar pensar en la familia humana que había dejado atrás. ¿Qué clase de vida habían llevado? ¿Me olvidaron o pasaron el resto de su vida buscándome? Eran preguntas que rondaban mi cabeza en todo momento. Quería saber como habían muerto mis padres, cuando y con quienes se habían casado mis hermanas, cuantos hijos habían tenido, cuantos nietos. Conocía a Raúl, nieto de Ágata, pero aun no sabía nada de Samanta. Necesitaba respuestas, y sólo había un lugar al que podía ir en busca de estás.

 

Hacia ya más de un mes que no estaba en ese lugar, la casa de Raúl, mi sobrino nieto. Sondeé los pensamientos de sus habitantes. Mi rostro debió de ensombrecerse por la culpa y la tristeza. Raúl tenía aún horribles pesadillas causadas por mis apariciones ante él. Me arrepentí por primera vez en años de dejarme llevar por mis sádicos juegos, y deseé nunca haberme topado con ese pobre chico. Pero, por otro lado, me consolaba el hecho de saber que sí no lo hubiera encontrado y elegido cómo a una victima, nunca habría sabido que aún quedaba algo de mí familia humana.

 

Usando mi poder hice que Raúl me olvidara, al menos por un tiempo, de esa manera tendría algo de descanso, deseé poder borrar totalmente el conocimiento sobre mi exigencia de su mente, pero con el poco poder que poseo, comparado con el de otros que son como yo, no soy capaz de tal hazaña, al menos no por ahora.

 

Pasé entonces a buscar en la mente, no sólo de Raúl, sino de todos los habitantes de esa casa, información sobre mi familia. Me entere de que Samanta había muerto apenas unos meses atrás, y de que Ágata vivía felizmente con su esposo en Monterrey, desde hacía al menos veinticinco años. Obtuve la información del lugar donde estaba enterrada mi hermana mayor y la dirección donde vivía la menor.

 

Me dirigí al cementerio donde yacían los restos mortales de Samanta. Me senté sobre la lapida, mientras observaba el grabado con el nombre de mi hermana.

 

«Samanta Martínez Soto

1932–2005″

 

Pasé mis dedos sobre el relieve de su nombre, deseando poder derramar algunas lagrimas, pero mis ojos muertos nuevamente no me lo permite, hace ya casi setenta años que no lo hacen. Allí, sentada sobre la tumba de la que fuera mi hermana querida, rememoré aquella fatídica noche en Guanajuato, cuando mi cuerpo y parte de mi mente fueron estancadas en los siete años por una muerte que no fue muerte, valga la redundancia.

 

El parque en al que Elisa nos llevo era uno enorme. Tenía grandes jardines y un área llena de columpios, toboganes y balancines. Mis hermanas corrieron de inmediato a un tobogán, mientras el primo Jorge hacía lo propio pero hacia un tobogán un poco más alejado. Cómo todo niño de esa edad, no le agradaban las niñas, decía que olían mal y prefería jugar solo a hacerlo con una de nosotras. Yo por mi parte, siempre he sido muy fanática de los columpios, es lo primero que busco cuando voy a un parque. De inmediato divisé unos, pero estaban totalmente ocupados por unos chicos que juagaban a saltar de estos en noviecito.

 

Di algunas vueltas al lugar tratando de encontrar otros columpios. Encontré unos un tanto alejados del resto, estaban en un parte donde la hierba estaba algo crecida, y una gran cantidad de arboles tapaban la vista hacía el resto de los juegos. No me importó, además siempre me gusto explorar, y esa arboleda era un bosque debía atravesar para encontrar un tesoro. Una vez llegué a los columpios, me senté en uno, las cuerdas se tensaron y la estructura pareció temblar, pero luego se estabilizo. Comencé a mecerme, mientras tarareaba la ronda de Doña Blanca.

 

El sol, había estado ya ocultándose cuando llegamos al parque, y mientras yo estaba en el columpio, terminó de oscurecer. Las luces del parque se encendieron, aunque la que estaba en el área donde yo me encontraba, parpadeaban cada pocos minutos, dejándome en completa oscuridad por unos momentos. Fue en uno de esos momentos cuando apareció.

 

Yo cerré los ojos por un instante, mientras trataba de columpiarme más fuerte, tratando de superar mi marca anterior. Cuando abrí los ojos, ella estaba frente a mí, recargada en un árbol viéndome con sus ojos terriblemente amarillos. Llevaba un vestido blanco sencillo, y su larga cabellera negra contrastaba por completo con su piel blanca y de aspecto impío cómo si se tratara de nieve.

 

Dejé de mecerme y volví la cabeza hacía todos lados, tratando de buscar a alguien más, pues esa mujer me daba mucho miedo. Todos estaban demasiado lejos. Aun siendo una niña, comprendí que había cometido un terrible error al alejarme demasiado del lugar donde Elisa y mis hermanas estaban.

 

Rápidamente me puse de pie y traté de correr hacia donde ellas se encontraban, pero la mujer fue más rápida. Me tomó por la espalda, levantándome con mucha facilidad, mientras me tapaba la boca con su mano. Traté de liberarme, pateando y forcejeando, pero ella era más fuerte.

 

—Mi dulce niña —dijo ella en un susurró, tan dulce pero a la vez aterrador—. Te estaba buscando, Sarah.

 

Lo último que supe antes perder la conciencia, fue que algo filoso como alfileres se clavaba en mi cuello.

 

4

No supe cuanto tiempo permanecí inconsciente, pudieron haber sido horas, días o incluso semanas. Me encontré con una habitación desprovista casi por completo de muebles, salvo una cama que rechinaba horriblemente cada vez que me movía. El colchón, la almohada y la manta donde yacía no eran más que un montón de retazos de tela unidos por precarias costuras. Las paredes de ladrillo estaban cubiertas de hollín, dejando ver que en el pasado el sitio había sufrido daños por un incendio. A la derecha de la cama había una ventana con un marco de madera astillado, que al parecer había sido colocado recientemente, pues no había marcas de fuego en él. No tenía cristales y las persianas que pretendían cubrirla estaban mal colocadas. A través de esa ventana se colaba un aire húmedo, y el olor de la lluvia reciente. Frente a la cama había una puerta de madera la cual si parecía haber estrado el fuego.

 

Me puse de pie y camine hasta la ventana. De inmediato note que mi vestido estaba sucio y olía a sudor, el olor era penetrante, además, estaba mezclado con un olor dulzón que de inmediato hizo que mi estómago sintiera abre. Pero no era un hambre común, era como tener sed y hambre al mismo tiempo, mi boca parecía seca y sentía como sí en lugar de estómago tuviera un hueco. Con paso ligero, a pesar del malestar, caminé hacía la ventana. Me encontré con una vista magnifica de Guanajuato al atardecer. Casa estaba ubicada en uno de los cerros cercanos a la ciudad. Dejé atrás esa magnifica vista y me dirigía hacia la puerta.

 

Mis manos de llenaron de tizne cuando empuje la puerta, la cual se abrió con un rechinido. Me encontré con una habitación en penumbras, aunque extrañamente era capaz de distinguir perfectamente cada detalle del lugar. Aquí había muebles antiguos que parecían haber sido sacados recientemente de un incendio. Las paredes lucían un estado mucho peor que el anterior. En el centro, estaba una mesa en mucho mejor estado que el resto, pero no era cualquier tipo de mesa, era de metal. Sobre la mesa yacía el cuerpo de un niño harapiento. Me acerqué y lo observé con cierto asombro.

 

El hambre rugió dentro de mí, y la sed parecía haber transformado mi boca en arena. El olor dulzón que había percibido antes era más fuerte, y provenía de ese niño. El niño, estaba vestido con restos de tela remendados que simulaban ser ropa. Tenía una cabellera negra grasosa y pastosa debido a las plastas de tierra y sudor que la impregnaban. Su piel no estaba en mejor estado, estaba ceniza y demacrada, además de que parecía no haber sido la lavada en mucho tiempo.

 

—Sarah, querida, que bien que despertaras —dijo una voz desde alguna parte de la habitación.

 

Surgida de la misma oscuridad, apareció la misma mujer que había visto en el parque. Sus ojos amarillos, que en otro momento había parecido monstruosos, me miraban con una ternura que me recordaba mucho a mi madre. Su piel blanca parecía brillar en la noche, recién caída, pero extrañamente no resultaba contrastante, cómo si no hubiera otro lugar para ella.

 

—Mi nombre es Isabel —le corregí, con la inocencia infantil destilando de mis palabras.

 

La expresión de la mujer pareció turbarse un momento, antes de volver a verme con esa expresión maternal. Soltó una carcajada que sonaba jovial y con un cierto deje de locura. Se acercó a mí con rapidez y me tomó en brazos, antes de dar algunas vueltas por la habitación. Me besó en ambas mejillas y me estrechó contra sí, de la misma manera que yo hacía con mis muñecas cuando jugaba a ser su mamá.

 

—Mi dulce niña, cuando bromeas de esa manera me recuerdas a tu padre.

 

—¿Mamá? —pregunté con voz temblorosa. En el fondo era consiente que esa mujer no era nada más que mi secuestradora, pero de alguna manera estaba comenzando a caer bajo el influjo de una fuerza extraña, los recuerdos de mi verdadera madre parecían adormecerse, mientras la figura de esa mujer ocupaba lentamente su lugar.

 

—Luces hambrienta, Sarah —me dejó en el suelo y luego me guio hacia niño, el cual parecía estar por despertar—. Necesitas comer bien.

 

Con su mano hizo que agachara la cabeza hasta que mis labios parecieron besar el cuello de ese niño. Sentía la vena principal de ese chico palpitar contra mis labios, y escuchaba cada latido de su corazón. El hambre y la sed aumentaron hasta que se hacían insoportables. Todo a mí alrededor pareció dejar de existir, todo a excepción de ese chico y mis necesidades básicas. Mi boca se abrió y unos dientes y colmillos largos y filosos habían remplazado a mi dentadura humana. Asenté la primera mordedura fatal, el chico despertó y trato de gritar, pero instintivamente tape su boca con mi propia mano. La presión que ejercía era tal que en determinado momento su mandíbula cedió quebrándose majo mi fuerza, pero aun así no le solté.

 

Mientras, mi boca había comenzado a sorber de la vena abierta. La sangre fluía en un torrente de sensaciones, calmando mi sed y saciando mi hambre. El corazón del niño latía cada vez más lento, mientras el mió aceleraba a medida que si sangre era absorbida por cada célula de mi cuerpo y depositada en mi sistema circulatorio, remplazando mi propia sangre, la cual ya había sido consumida por madre.

 

Una vez que la sangre del chico se agotó, madre me alejó del chico.

 

—Sarah, ve a tú habitación mientras recojo la mesa.

 

Hice lo que madre me pedía. Entré a la misma habitación donde había despertado. Me recosté en la cama y fije mi vista en el techo con sus vigas ennegrecidas por el humo de un incendio sucedido demasiado tiempo atrás. Sin saber porque, comencé a sentir muchas ganas de llorar, pero el llanto jamás se presentó, mi cuerpo ya no era capaz de hacerlo. Llorar significaba liberar fluidos, liberar sangre, algo que mi nuevo cuerpo diseñado para desear, beber y consumir sangre no se podía permitir.

 

Cuando madre volvió, me tomó en sus brazos y luego me llevó hacia un sótano. Bloqueó la puerta con un gran tablón de madera, y allí dormimos por mucho tiempo, hechas un ovillo contra una de las esquinas del lugar.

 

Así fue nuestra vida por mucho tiempo, tal vez años. Alimentarnos, yo de algún pobre niño sin hogar o de alguno sustraído de alguna casa pobre o de alguna granja cercana a nuestro refugió, ella de cualquiera que se cruzara en su camino. Madre está loca, esa es la única conclusión a la que puedo llegar respecto a ella. Perdió a su hija la misma noche en la que se transformo en lo que es. Ahora, cuando ve a otra niña con características similares, la toma como a una muñeca para que remplace a esa otra niña. Pero, llegado un momento, se cansa de sus juguetes y los rompe. ¿Cuántas hubo antes de mí? Nunca lo sabré, y sé que habrá muchas más luego de mí.

 

5

Clara está enferma, lo sé, pero no he querido deshacerme de ella todavía. Si supiera cómo, tal vez la transformaría en alguien como yo, para poder usarla como protectora eternamente. Pero, eso es algo que madre jamás me enseñó. Ella sólo me dijo cómo matar. El arte de sobrevivir, mezclarme y ocultarme entre los humanos tuve que aprenderlo yo sola. También a usar los pocos poderes que ella me heredo. Jamás he visto a otros como nosotras, pero sé que los hay, después de todo ¿alguien tuvo que haberla transformado a ella en lo que es?

 

El recuerdo de la tumba de Samanta aún estaba fresco en mi mente, mientras me recostaba en la cama. Esa noche, cuando llegué a casa de Clara, la anciana nuevamente tenía un plato de comida ya fría esperándome en la cocina. Como cada noche, lo comí, aun cuando luego tuve que vomitarlo en el retrete. Esa mujer esta tan convencida de que yo soy su hija muerta, al igual que madre.

 

Luego de leer algunos libros sobre psicología, he llegado a la conclusión de que busco a mujeres en un estado de locura similar al de madre para que hagan de mis protectoras. Debe ser una extraña patología que me hace buscar algo familiar a lo que fue la figura materna que tuve al comenzar con esta no-vida. Aunque, lo más probable es que lo hago por resultar más fácil y más cómodo para mí. Nunca lo sabré realmente.

 

Madre era dulce en su trato conmigo, y una fiera cuando alguien parecía amenazar nuestra falsa felicidad. Pero, a pesar de todo, ella nunca podría conseguir que yo olvidara a mis padres reales, y a la familia que ella me había hecho abandonar. Ella suprimía mis recuerdos de ellos con sus poderes, aunque parecía no darse cuenta de ello. Pero, conforme pasaban los meses y los años, mis propios poderes crecían, causando que poco a poco lograra liberarme de su influjo.

 

Sucedió en algún momento de los años cincuenta. Mi poder era lo suficiente para liberarme totalmente de su influjo. Ella lo intuía, de eso estoy segura, ya que semanas antes de que me alejara definitivamente de ella, se volvió más posesiva y trataba de controlarme en todo momento.

 

Cuando mis recuerdos sobre mi vida mortal estaban totalmente restaurados, comencé a buscar información sobre lo que estaba pasando realmente en el mundo. Mi mente, cómo ya he dicho antes, es capaz de actuar maduramente en ciertos momentos, y esa misma madurez me instaba a buscar conocimiento. Robaba diarios y libros de las casas en las que madre y yo nos colábamos en busca de alimento. Comprendí cuanto habían cambiado las cosas en esos años. La guerra de la que se hablaba cuando yo tenía siete años había acabado en 1945. México había entrado, aunque su participación en ella fue efímera, comparada con la de otros países. Pero eso no era lo que me importaba, quería saber sobre mis padres. Pero, cómo es obvio, no encontré nada sobre ellos en ninguna de las publicaciones que pude leer. Ellos no eran tan importantes como yo había pensado antes.

 

Cuando estaba por rendirme, encontré un pequeño artículo sobre mi padre en una vieja revista sobre política.

 

«Tras la desaparición de su hija, Aurelio Martínez, se sumió en una depresión. Tras terminar con su diputación en 1943 no volvió a presentarse para ningún cargo público y dedico el resto de su vida a buscar a la pequeña Isabel, a la que había buscado con ahínco y desesperación desde que desapareciera en la ciudad de Guanajuato marzo de 1941.

 

Aurelio Martínez, quien murió a los cuarenta y siete años, tuvo una corta pero fructífera carrera política. Una lastima que uno de los más prometedores haya tenido que dejar su carrera. Se sabe que hasta sus últimos días siguió buscando a su hija, con la esperanza de algún día tenerla entre sus brazos nuevamente.

 

Le sobreviven…»

 

No fui capaz de saber nada más ya que faltaba un pedazo de hoja. El artículo estaba adornado con una imagen de mi padre. En la fotografía se veía demacrado y envejecido, a pesar de que aun no llegaba siquiera a los cincuenta años. Ese fue otro de los muchos momentos en los que deseé realmente poder derramar lágrimas, aunque fueran de sangre. Pero eso jamás sucedería.

 

Pase las noches siguientes, y también gran parte de los días, observando esa imagen. Hasta que en un momento de desesperación la hice pedazos. ¡Ese no era el hombre al que había llamado padre! Mi padre era un hombre de cabellera negra y ojos vivaces, no un anciano prematuro de cabellera gris y ojos apagados.

 

La realidad me golpeó con su poderoso puño. Toda la vida que alguna vez tuve estaba destrozada, tal vez mi madre también estaba muerta. E incluso alguna de mis hermanas. Aunque el reportaje indicaba que aún quedaban algunos miembros de mi familia, siempre podían referirse a sobrinos, primos o algún otro familiar. No supe nada de mi familia hasta que me encontré con Raúl.

 

Una noche, cuando llegué a casa, luego de haber estado largo rato en un parque cercano jugando en un viejo columpio, madre me esperaba. Se veía más sombría y triste de lo que nunca antes la había visto. No le di mucha importancia a ese hecho, hasta que posé mi mirada en la misma mesa donde años atrás bebí mi primera sangre. Allí había una niña, de mi estura, con el cabello castaño oscuro y del mismo tamaño que él mió. Era mi remplazo.

 

—Te esperábamos, Isabel —dijo madre, y su voz esta vez era fría y distante. Ya no estaba convencida de que yo era su hija perdida—. A Sarah no le gusta compartir, por eso debó de asegurarme de que sea hija única. Sé que lo comprendes, querida.

 

Fue muy veloz, en un instante la tenía sobre mí. Me sujetó por el cuello con ambas manos mientras su cuerpo me aplastaba el pecho y el estómago. Sus manos parecían de acero, mientras ejercían presión sobre mi tráquea. Pero yo permanecí inmóvil, mi cuerpo no necesitaba otra cosa más que sangre, por lo que la perdida de oxígeno no era realmente importante.

 

Fijé mi mirada en los ojos de madre, mientras la miraba indiferente. No me importaba lo que hiciera conmigo, de hecho, si ella sabía una forma de matarme, deseé que la usara en ese mismo momento. Ella pareció intuir esto, pero algo en mi manera de verla hizo que me soltara y se alejara de mí.

 

—¿Cómo lo haces, niña? —preguntó, mientras se agazapaba contra la pared ennegrecida y me miraba llena de preocupación.

 

—¿Hacer qué? —pregunté, sin comprender ese cambio de actitud en ella.

 

—No te importa morir —no era una pregunta, pero me hizo pensar.

 

—No —respondí finalmente, mientras me ponía de pie y me acercaba a ella—. Si realmente sabes cómo, matame.

 

Pero ella río, de la misma manera que lo había hecho esa primera noche tantos años atrás. Aunque, poco a poco, la locura en su risa se iba esfumando, hasta que quedó sólo la jovialidad.

 

—Isabel, eres más fuerte de lo que esperaba —dijo, tras dejar de reír, y por una vez me pareció realmente cuerda—. Si no fuera porque debo cuidar de Sarah, te adoptaría, niña. Ve, sal al mundo y muéstrales lo fuerte que eres, hazlo por mí, por tu madre que te ha criado tan bien.

 

Cerré los ojos, si ella sabía o no como destruirme, no me lo diría, y por supuesto tampoco lo haría. Sabía que no tenía sentido pedírselo, ella nunca aceptaría tal cosa. Estaba, de una manera retorcida y terrible, orgullosa de mí, de su hija inmortal.

 

—¿Cuál es tú nombre? —durante años ella había sido sólo «madre», y yo necesitaba saber que ella realmente tenía un nombre.

 

—Frida —respondió ella, y me dedicó una sonrisa maternal—, nunca olvides mi nombre, hija.

 

Jamás lo olvidaré, no podría hacerlo, ese es el nombre de quien me alejó de todo y me condenó a esta existencia. Por ella he matado, he destrozado y seguiré haciéndolo. Por ella, casi mato a mi sobrino nieto.

 

Me di la vuelta y abandoné ese lugar. Nunca más volvería a verla. Pero, aún sé que sigue buscando a una hija que nunca volverá a estar con ella. Y muchas niñas sufrirán lo que yo he sufrido durante tantos años. Aun no me queda claro si ella realmente sabía cómo destruir a uno de los nuestros. Tal vez por eso creyó que podía hacerlo matándome cómo a un humano cualquiera. Si es así, tal vez hay un montón de niñas monstruosas iguales a mí vagando por el mundo y tratando de saber por qué han tenido que sufrir este destino.

 

6

Luego de dejar a Frida, fui a la casa de la abuela Martina. La casa era ahora una pequeña pensión administrada por alguien que no tenía relación con mi familia. No pude encontrar nada allí que me resultara realmente interesante, por lo que decidí marcharme de allí. Vagué unos días por la ciudad de Guanajuato, pero estaba demasiado cerca de Frida, lo cual me hacia sentir mal.

 

Encontré a mi primera protectora, una mujer con una historia no muy distinta a la de Clara. La usé para viajar por las ciudades más importantes del estado. Residí con ella en León por un tiempo, luego Irapuato, Celaya, Dolores. En Dolores mi protectora murió, y haciendo uso de mis poderes, logré abordar un tren hacia Guadalajara.

 

Continúe recorriendo varios lugares del país, a veces con protectores, otras valiéndome de mis poderes. Finalmente, en 1998, llegué a la ciudad de México. La capital había cambiado mucho, y yo no recordaba en qué parte quedaba la casa donde había vivido mis años mortales, y aunque lo hiciera, no la hubiera podido encontrar. En el 2003 me topé con Clara, quien desde entonces es mi protectora.

 

Una noche, vagaba por las calles solitarias de la parte sur de la ciudad, cuando mi mente captó la de un chico atormentado por pesadillas. Sin saberlo, había encontrado a mi familia mortal.

 

7

Ya lo he decidido, nada me hará cambiara de opinión. Le daré la paz a Clara, quien tanto la necesita, luego iré a Monterrey, necesito ver a Ágata, aunque solo sea de lejos. En un par de años volveré a la capital. Tengo una teoría de cómo podría crear a alguien como yo. Haré algunas pruebas, y si tengo razón, pronto Raúl podrá acompañarme. Necesito un protector permanente, y nadie mejor para el trabajo que alguien de la familia.

AUTOR/A: alucard70

FUENTE: Escalofrio.com

¿SOLO UNA PESADILLA MÁS?

 

 

Las pesadillas son algo común en todas las personas. Desde siempre ha habido ese tipo de cosas, ya sea provocadas, como se cree comúnmente, por cenar demasiado antes de dormir o por otros motivos. Lo cierto es que siempre he tenido pesadillas, y por eso es un tema recurrente en casi todo lo que hago. En la escuela, cuando los profesores solían pedirnos redactar cuentos, siempre escribía sobre mis pesadillas. Recuerdo a la maestra Martha, de mi cuarto año de primaria, quien incluso trató de enviarme al psicólogo escolar, luego de que usara una especialmente desagradable como inspiración para un cuento que nos había pedido para la clase de lenguaje, por ese motivo, deje de usarlas como base en mis redacciones escolares.

 

Mis pesadillas eran extrañas, o al menos es esa la manera en la que yo las percibo. Podían variar de tema de manera abrupta, pero siempre eran similares en el fondo, la representación de uno de mis tantos temores. Soñaba, por ejemplo, que todos en mi familia se habían convertido en vampiros, excepto yo; mis familiares me perseguían intentado morderme para que me uniera a ellos. Sé que suena como algo tonto, pero cuando los soñé debía de tener unos seis años. Un miedo infantil.

 

Otro sueño que recuerdo claramente, y que en verdad resulto aterrador, trataba sobre una muñeca. Mi madre, cuando joven, coleccionaba muñecas de porcelana, esas que parecen inusualmente reales, ataviadas con vestidos victorianos y ese tipo de cosas. Recuerdo que había una habitación llena de ellas en casa de la abuela, que mamá no había querido llevarse a su casa, ya que temía que cuando tuviera hijos estos las destrozaran. Debó de admitir que eso era una posibilidad muy grande cuando yo era un niño. Bueno, sólo hubo una muñeca que ella se llevo a la casa. Media unos cincuenta centímetros y estaba hecha de porcelana blanca, la cual hacia que pareciera tener una piel pálida y lustrosa. Tenía un cabello negro rizado cubierto por un sombrero de ala ancha adornado con encajes blancos y plumas de pavorreal; llevaba un vestido verde oscuro de en estilo victoriano. Esa muñeca me había dado pavor desde que vi una película de miedo sobre una muñeca que estaba viva.

 

Pero, bueno, en el sueño yo era enviado por mi madre a buscar algo a su cuarto. Entraba corriendo, pues sabía que lo que buscaba estaba sobre la cómoda, sólo era cuestión de entrar, tomarla y volver corriendo al primer piso. Abría la puerta con cuidado, veía mi objetivo y corría hacia él, al tomarlo, se escuchaba la puerta cerrarse tras de mí, me volvía para salir y entonces veía a la muñeca parada frente a la puerta. Trataba de gritar, pero de mi boca no salía sonido alguno. La muñeca comenzaba a caminar hacía a mí.

 

—Juega conmigo —decía de pronto ella, mientras extendía sus manos hacia mí. Justo cuando estaba por alcanzarme, despertaba.

 

Ese tipo de sueños han sido comunes durante toda mi vida, lo cierto es que, nunca me he podido deshacer de ellos. En el pasado, despertaba continuamente sintiendo un horror indescriptible. Recuerdo que me levantaba de la cama y me ponía a dar vueltas por la habitación en penumbras, tratando de dejar de pensar en lo que acaba de soñar. Usualmente mi padre se levantaba para decirme que volviera a dormir, cuando más chico inventaba que tenía ganas de ir al baño, pero que me daba miedo bajar solo a la planta baja. Mi padre me acompañaba y se quedaba en el pasillo fuera del cuarto de baño hasta que yo terminaba de hacer mis necesidades. Conforme fui creciendo, deje esa manía de levantarme cuando tenía ese tipo de sueños, y solamente me quedaba acostado, tratando de tranquilizarme pensando cosas agradables.

 

A los doce años, leí en algún lugar que era posible alejar las pesadillas escuchando algo de música relajante mientras se dormía. Antes de eso, había intentado otras cosas, como dormirme en determinada posición. Llegue a creer que si dormía viendo específicamente a la pared este de mí cuarto podía evitarlas. Al final, luego de tanto «remedio casero» intente lo de la música. Elegí música clásica, ya que siempre me ha parecido sumamente relajante, y al poco encontré una estación local que transmitía una selección de música clásica toda la noche. Mis pesadillas disminuyeron considerablemente, o al menos eso pensaba.

 

A los quince años, fue cuando comenzó. Recuerdo que dormía plácidamente, cuando de improviso me desperté. No había soñado algo especialmente desagradable como para que me despertara con un sobresalto, al menos no recuerdo nada. La habitación estaba oscura, salvo por los eventuales destellos de uno que otro coche que pasaba por la calle. En la radio sonaba la Novena de Beethoven. Allí estaba yo, sin saber porque de pronto me había despertado con el corazón latiendo ferozmente y un extraño sudor frio perlándome el cuerpo.

 

Fue la primera vez que la escuche. Una risa como de niña, pero yo era hijo único, así que obviamente no tenía hermana y, aunque la tuviera, era demasiado tarde como para que alguien, salvo el que despierta por una pesadilla, estuviera despierto. La risa parecía provenir de algún lugar del pasillo, fuera de mi habitación. Ya que era invierno, me cubrí con las cobijas hasta la cabeza. Permanecí en vilo, mientras la risa no paraba de sonar. Al poco rato se escucharon unos pasos que se acercaban a la puerta de mi habitación, aún bajo los cobertores y el edredón, apreté los ojos y trate de regular mi respiración agitada, fingir que dormía.

 

Las risas y los pasos se detuvieron justo frente a mi puerta, la cual estaba cerrada por dentro. Se escucharon cuatro golpes quedos, como los que daría una mano pequeña y luego una risita como de burla. Luego de eso, pasaron unos minutos, pero en ese instante debió de haberme parecido más tiempo, antes de que los pasos se alejaran en dirección a la escalera. Se escucho como si alguien bajara las escaleras con pequeños saltos.

 

c

No pude volver a dormir esa noche, o al menos no me di cuenta de en que momento el sueño volvió a alcanzarme.

A la mañana siguiente creí que había sido una de mis inusuales pesadillas, o tal vez sólo trataba de convencerme de eso. Pasaron dos semanas sin que nada de eso volviera a ocurrir, y el incidente se borró de mi mente. Llegaron las vacaciones de navidad y el tiempo en que podía quedarme hasta noche viendo los programas de comedia de la barra nocturna, que termina a las dos de la mañana.

Los primeros días no pasó nada de importancia, hasta el cuarto día. Estaba por terminar el penúltimo programa de ese día, cuando la risa volvió a escucharse en el pasillo. Me quede paralizado. En la tele Ross decía algo sobre paleontología que los demás no entendían, pero a mi no me hizo gracia el chiste, estaba muerto de miedo. Nuevamente escuche que tocaban a la puerta. Trate de quedarme quieto, de no hacer ruido.

—Sé que estas allí —se escucho una voz de niña, tal vez de entre siete y ocho años, no lo sé, tal vez menos, nunca he sido bueno para definir la edad de las personas sólo por su voz—. Vamos, sal a jugar.

Aun paralizado por el miedo, comencé a rezar todas las oraciones que podía recordar de mis días en el catecismo. Nunca he sido muy religioso, pero en momentos como ese toda ayuda, especialmente divina, es bien recibida. El ser fuera de mi cuarto tarareaba una canción infantil, aunque no recuerdo cual, sólo que la forma en que lo hacia tenía un efecto que aumentaba el horror de tal escena.

 

—Eres muy aburrido —dijo de pronto la niña. Se escucho que sus pasos se alejaban nuevamente hacia la escalera, esta vez de manera veloz, como si estuviera corriendo.

 

Me metí a la cama sin preocuparme por apagar el televisor y me cubrí nuevamente con las cobijas. Resulta extraño como unas siempre piezas de tela parecer ser una coraza impenetrable para quien experimenta tales horrores.

 

A la mañana siguiente, algo cansado y asustadizo, baje al comedor a desayunar. Mi padre, que también tenía vacaciones esos días, estaba sentado leyendo el periódico, mientras mi madre preparaba el desayuno.

 

—Deberías de bajar el sonido cuando ves la televisión por las noches, Raúl —me reprendió de pronto—, juró que esta vez estaba tan alto que parecía retumbar por todo el pasillo.

 

Me quede helado ante esto, sólo atine a contestar un escuálido: «Sí, papá».

 

—Hablando de eso —intervino mamá, mientras me servía un plato de huevos revueltos—, ¿qué veías?

 

—Los programas de comedia —respondía, mientras usaba el tenedor para picar distraídamente mi plato.

 

—Me pareció que era otra cosa —agregó ella, sentándose a la mesa—. Creo haber escuchado una canción que no oía desde que mi abuela, que en paz descanse, nos la cantaba cuando niña a tus tíos y a mi.

 

Por la tarde, mis padres salieron para visitar a la tía Samanta que había estado algo enferma, por lo que me quede solo en casa. Por alguna razón me había olvidado de lo ocurrido la noche anterior, quedando sólo como una pesadilla más. Conecte la consola de videojuegos en la televisión de la sala y me dispuse a jugar una partida del juego de guerra que mi abuela me había regalado en mi cumpleaños.

 

Estaba muy entretenido tratando de entrar a un bunker nazi, cuando escuche nuevamente la voz de la niña en el segundo piso. ¡Esta vez a plena luz del día! Creo que deje caer el control del videojuego, mientras el terror volvía a apoderarse de mí. Podía oír claramente como la niña parecía estar jugando a brincar el avión en el piso de arriba, incluso entonando la vieja melodía. Luego se escuchó como corría hacía las escaleras. Desde la sala, es posible ver el inicio y el final de estas, ya que sólo son separadas por un muro, y las escaleras, además, estas defienden en forma de «U».

 

Impulsado por una fuerza extraña, volví la mirada hacía estas. Pude ver la forma de unos pequeños piececillos bajar corriendo. Con temor esperé a que el fantasma apareciera en mi marco de visión. Lo cual sucedió de inmediato.

 

Me encontré frente a una niña de unos seis años. Tenía un largo cabello castaño oscuro y una piel blanca de aspecto cenizo, mostraba una sonrisa inocente en sus pequeños labios sonrosados, aunque esta perdía su fuerza debido al aspecto terrorífico de sus ojos amarillos, los cuales parecían mirar como un depredador. Traía puesto un vestido amarillo de holanes, unas calcetas blancas hasta la rodilla y unos zapatitos negros.

 

Al verme la «niña» sonrió como si se hubiera encontrado con un juguete nuevo. Comenzó a caminar hacia mí con paso lento. A cada movimiento de sus piececillos podía sentir como mí terror se incrementaba. La niña se dio cuenta de eso y su sonrisa abandono su sonrisa inocente para adoptar una más cruel e inhumana. Era una escena surrealista, una niña jamás debe de verse de esa manera. Era aterrador.

 

Salí de mi mutismo y me aleje de ella, lo más que pude, arrastrándome al otro lado del sofá en el que estaba sentado. La cosa hizo una mueca.

 

—¿No quieres jugar, Raúl? —su voz sonaba engañosamente tierna. Se detuvo y me miro con una expresión curiosa. Volvió su mirada a la pantalla del televisor, donde, a esas alturas, se mostraba una imagen de mi personaje muerto y un texto donde se le preguntaba al jugador si quería continuar la partida desde el anterior punto de salve—. Esos son los juegos que te gustan —dijo, mientras parecía analizar la pantalla—. ¡No me gustan! —grito, haciendo una especie de berrinche.

 

La niña se sentó en el sofá, sin apartar sus orbes amarillentos de mí. Yo hacia lo mismo, pero el ente no parecía querer acercarse más sólo estaba allí, sentada mientras balanceaba sus pies y tarareaba una canción infantil.

 

—Sabes, me agradas —dijo, mientras se subía por completo al sillón y comenzaba a gatear hacia a mí. Me paralice nuevamente, la niña se detuvo mientras su rostro quedaba a unos escasos centímetros del mió—. Realmente me agradas mucho.

 

Su aliento olía como a vegetales podridos, aunque sus dientes parecían ser perlas relucientes de lo blancos que estaban. Movió la cabeza cómo si fuera a intentar darme un beso en la mejilla, pero bajo más, de tal manera que pude sentir su fétido aliento en mi cuello. Justo en ese momento se escucho que la puerta automática de la cochera se abría, mis padres habían llegado. La niña se puso de pie de un brinco, y luego subió las escaleras corriendo. No sin antes prometer que jugaríamos en otro momento.

 

Casi no pude dormir esa noche, ni las siguientes, por temor a la extraña niña. Pero ni una sola vez volví a escuchar sus risas y juegos en el pasillo.

 

Cerca de tres meses más tarde, me encontraba ayudado a mi madre a acomodar unas cosas en casa de la tía Samanta, que acaba de morir. Ella en realidad era mi tía abuela, y vivía sola desde que su marido muriera poco antes de que nacieran sus hijos gemelos, y nunca se había vuelto a casar.

 

Estábamos ordenando viejas cajas con fotografías, cuando me tope con una muy extraña. En ella aparecían la tía Samanta, mi abuela y otra niña. Mi abuela era menor que mi tía por cinco años, pero esa otra niña, que estaba a la derecha de mi abuela, quien estaba al centro, parecía ser unos dos años menor que la tía. Traía puesto un vestido blanco de esos que se usaban unos setenta años atrás, en los años cuarenta.

 

—¿Quién es la otra niña? —pregunte a mi madre.

 

Ella tomó la fotografía de mi mano y la observo un momento con semblante triste. Luego volvió a guardarla en una de las cajas.

 

—Era tú tía abuela Isabel —respondió ella, con mirada seria.

 

—¿Murió? —pregunte.

 

—Se podría decir —parecía distraída, por lo que no presione a pesar de que tenía curiosidad—. Desapareció —dijo al fin—, en un viaje a Guanajuato para visitar a tus bisabuelos, se perdió en las calles de la ciudad mientras paseaban una noche. Nunca pudieron hallarla. La verdad dudo que siga con vida.

 

La foto había quedado hasta arriba de las demás. En un momento de descuido de mi madre, la agarré y la guardé en el bolsillo trasero de mis pantalones.

 

Pasó alrededor de un mes, en el que pude dormir tranquilo, confiándome a que el horror que había vivido con ese extraño ente se había acabado. Volvía a mi vida normal, aunque las pesadillas volvían a atormentarme de vez en cuando, algunas veces soñaba con aquella niña pero nada más. Hasta que volvió.

 

Esa noche, convenientemente, había olvidado cerrar la puerta de mi habitación por dentro, puesto que me había quedado hasta tarde terminando con un trabajo de química. Cuando me desperté a las dos treinta de la mañana, de la misma manera en que me había ocurrido la primera vez que la escuche, supe que era lo que ocurría.

 

La escuche reír en el pasillo, mientras sus pasitos de acercaban cada vez más a mi puerta. Cuando ella toco la primera vez, la puerta se entre abrió, causando que ella riera divertida, aunque con un deje de crueldad. Empujó la puerta. Como era verano yo sólo tenía una sabana para cubrirme en caso de mosquitos. Estaba bajo de esta, pero la luz de la luna llena que se colaba por el pasillo me permitía ver perfectamente la silueta de la niña.

 

La pequeña se acercó hacia a mi, tarareando una de esas viejas melodías infantiles que parecían ser una especie de marca personal en ella. Se detuvo justo al lado de mi cama. La radió sobre mi cabeza tocaba una canción de Mozart cuyo nombre no recuerdo. Las manitas de la niña agarraron la sabana y la jalaron para descubrirme.

 

—Hola, Raúl —dijo, con ese todo de inocencia fingida—. Esta vez si vamos a jugar.

 

Aunque estaba paralizado de miedo, me obligue a mi mismo a tomar algo de valor de cualquier lugar. Con voz queda susurré algo.

 

—¡Espera Isabel! —mi voz era tan baja que por un momento temí haberlo pensado en vez de haberlo dicho.

 

La niña, que para ese momento ya se estaba acercando hacia mi cuello, mientras se relamía los labios, se detuvo en seco. Sus ojos me miraron con extrañeza, a la vez que me exigían revelar como era que sabía algo tan personal de ella como su nombre.

 

En un rápido movimiento saqué la fotografía que durante el último mes había permanecido escondida bajo mi almohada. Se la mostré a Isabel quien, tras contemplarla un momento con mudo asombro, la arrebato de mis manos. Siguió observando el retrato, y en cierto momento acarició la imagen como si se tratara de un gran tesoro.

 

—¿Cómo… ? —parecía realmente confundida por el hecho de que yo tuviera algo como eso.

 

—¿Eres la tía abuela Isabel? —pregunté—. La hermana desaparecida de la tía Samanta y la abuela Ágata.

 

Ella me volvió a ver con sus ojos amarillos que parecían tener un destello especial por la noche. No había ningún rastro de malicia en ellos, al contrario, parecían verme con genuina dulzura.

 

—Gracias, hijo —susurró, antes de salir de mi habitación, mientras sostenía la foto en sus manos como su posesión más preciada. Supongo que era lo único que tenía para recordar a sus hermanas.

 

Nunca más volví a verla ni a escucharla siquiera, y al poco tiempo deje de soñar con ella. Las otras pesadillas ya no me molestaban tanto, no luego de haber visto un horror de verdad tangible, como lo era, o más bien, es Isabel. No sé que le habrá pasado cuando niña en ese viaje a Guanajuato, ni que es ella realmente, si un fantasma o algo más. Sólo sé que, de la familia o no, no quiero volver a verla ni a escucharla en mi vida.

 

Al final, al recordarla, deseo que mi encuentro con ella fuera sólo una pesadilla más, aunque el miedo y la incertidumbre que me causo nunca dejaran que tal cosa pasé, ni siquiera en mis pensamientos.

AUTOR:  alucard70

FUENTE: Escalofrío.com