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EL CAZADOR DE SANGRE.

Max Van der Heyden, periodista especializado en la investigación de fenómenos presuntamente paranormales, es para algunos, “el verdadero Van Helsing del siglo XXI”. Claro que, en honor a la verdad, debemos añadir que esos “algunos” que tanto lo admiran son muy pocos comparados con quienes lo tienen por un loco o un farsante. Y aun son muchos más quienes jamás han oído hablar de él. Sin embargo, tampoco podemos ocultar que bastantes de los que en público abominan de su nombre, o niegan todo conocimiento del mismo, son los primeros en pedir su ayuda (“extraoficialmente”, por supuesto) cuando se enfrentan a hechos que van más allá de lo científicamente explicable. Eso hicieron, por ejemplo, las autoridades de cierto país africano cuando varias aldeas, situadas en las proximidades de la selva, se vieron atacadas por un horror sin precedentes. Primero empezaron a aparecer los cadáveres desangrados de varios leñadores y cazadores que se habían internado en la selva para ganarse el sustento. Luego comenzaron a correr igual suerte las mujeres que iban a lavar la ropa al río y los niños que se dirigían a las huertas para llevarles comida o agua fresca a sus atareados padres. Finalmente, cuando un par de turistas ingleses hallaron la muerte en circunstancias semejantes, la situación se hizo insostenible. A las autoridades quizás no les importase demasiado la desaparición de algunos pobres aldeanos, pero no podían tolerar que les sucediese otro tanto a adinerados visitantes de piel blanca, pues ello podría tener graves consecuencias para la boyante industria turística del país. Y si las muertes de los pobres campesinos son fáciles de mantener ocultas, no sucede lo mismo con las de los ricos extranjeros, especialmente si sus cadáveres traen consigo las inoportunas visitas de embajadores demasiado curiosos, por lo cual el problema debía solucionarse lo antes posible, fuera como fuera.

 

Así pues, Max fue llamado al lugar de los hechos. Una vez allí, encontró alojamiento, con todos los gastos pagados, en los lujosos bungalows del mismo parque nacional donde pocos días antes habían tenido lugar las muertes de los dos británicos. Apenas hubo depositado su escaso equipaje en el cuarto que le había sido reservado, Max se encaminó al lugar exacto donde habían aparecido los cadáveres, acompañado por varios empleados del parque y por el mismísimo Monsieur François Lissouba, jefe supremo de la Policía Nacional. Hay que decir que este se mostraba radicalmente escéptico respecto a la posibilidad de que hubiera algo sobrenatural tras los asesinatos y pensaba que eran obra de alguna fiera aficionada a la sangre humana. Decía:

 

-Mis muchachos han hallado las huellas inconfundibles de una enorme pantera cerca de los todos los lugares donde alguien ha aparecido con la garganta destrozada. Francamente, creo que, como dicen ustedes, blanco y en botella igual a leche. O dicho de otra forma, tras todo este asunto no hay nada que no se pueda solucionar con una bala bien dirigida. Lo que pasa es que los malditos ecologistas…

 

-Disculpe, Monsieur Lissouba, pero me consta que las panteras, aunque en raras ocasiones ataquen a la gente, lo hacen para comer su carne, no para beber su sangre.

-¿A usted le consta eso? Disculpe mi atrevimiento, Monsieur Van der Heyden, pero… en su Holanda natal, ¿ha visto usted muchas panteras? ¡Porque, según parece, debe de conocerlas muy bien!

-La verdad es que no he visto muchas, pero he leído…

-¡Ah, así que usted HA LEÍDO! Pues yo sólo leo atestados policiales, pero le informo que siempre he vivido en este país y…

-¿Y habrá visto muchas panteras?

-Bueno, en realidad… yo tampoco es que haya visto muchas. Claro, ellas viven en la selva, no en la capital. Pero he oído historias y…

-¡Ah, así que usted HA OÍDO HISTORIAS!

-Bueno, supongo que un experto de su categoría tendrá la amabilidad de darnos una explicación alternativa de los hechos.

-Evidentemente, esto es obra de un vampiro. De hecho, conozco las leyendas locales y algunas mencionan la existencia de esos seres en las profundidades de la selva.

-Con todo, el forense afirma que las mordeduras sufridas por las víctimas pudieron haber sido realizadas por un felino de gran tamaño.

-Y las leyendas afirman que los vampiros pueden adoptar distintas formas (tanto animales como humanas) para atacar a sus víctimas.

-¿Y cómo piensa librarnos de su supuesto vampiro? ¿Con cruces y ajos?

-No. Esas cosas alejan a los vampiros, y yo a este quiero tenerlo lo más cerca posible de mí… para matarlo. Observe este juguetito.

 

Max extrajo de su mochila una especie de ballesta medieval primorosamente manufacturada y varias flechas de madera, sin un solo gramo de metal en ninguna de ellas. Lissouba sonrió, comparando mentalmente aquella antigüedad con su pistola. Max pareció adivinar su pensamiento:

 

-Las balas y las armas blancas con punta metálica no sirven para nada contra los vampiros. Para matarlos es necesario destrozar sus cuerpos totalmente o, por lo menos, agujerearlos en algún punto vital con estacas o dardos de madera. La leyenda…

 

Monsieur Lissouba se quedó sin saber qué decía la leyenda, pues en aquel preciso instante aparecieron varios guardias del parque para avisar que acababa de producirse un nuevo ataque. Una turista francés llamado Armand Mounier, su sobrina Lorraine, de doce años, y dos guías de raza negra se habían internado en la selva, para visitar un árbol donde anidaba una colonia de cálaos, cuando una terrible fiera, una pantera negra de ojos rojos como llamaradas, se había abalanzado sobre ellos. Instantes después, Mounier y uno de los guías estaban muertos, y el segundo guía había sufrido tales heridas que falleció poco después, tras haber gastado sus últimas fuerzas contándoles lo sucedido a los guardias, que habían acudido al lugar alertados por horrendos chillidos de terror y agonía. Tanto la pantera como la pequeña Lorraine habían desaparecido. Una vez informado de los hechos, Lissouba le espetó a Max:

 

-Supongo que ahora estará convencido de que todo esto es cosa de una pantera.

-En absoluto. Para empezar, las panteras de verdad tienen los ojos verdes o amarillos, no rojos. Y, en segundo lugar, si era una verdadera pantera, ¿por qué se ha llevado a la niña?

-¿Cómo sabe que se la ha llevado? La niña pudo haber escapado a la selva.

-¿A la selva y no a los bungalows? Curioso.

-Una pobre chavala asustada huye a donde puede, no a donde debe. Y si hubiera sido un vampiro, ¿por qué se la habría llevado?

-Lorraine tiene doce años. Los vampiros a veces raptan niñas recién llegadas a la pubertad, para realizar con ellas ciertas ceremonias, especialmente repugnantes, en honor a las Fuerzas del Mal. Estas exigen el cumplimiento de esos ritos a cambio de sus favores, y todo vampiro les debe su poder sobrenatural a los malos espíritus.

-Será verdad si usted lo dice. Pero ahora lo más importante es hallar a la niña.

-Me parece que por fin estamos de acuerdo en algo.

 

Un par de horas después, con su ballesta en las manos, Max atravesaba un sombrío sendero que se internaba en las profundidades de la selva. Había rechazado la compañía de los guardias del parque y de los agentes de Lissouba porque sabía que si iba solo habría más posibilidades de que el vampiro lo atacara. Y eso era lo que Max quería. Ya no quedaba mucho para la puesta del sol, pero Max había sido informado de que en un extenso claro de la selva se levantaban las ruinas de una vieja misión católica, abandonada tras las últimas guerras civiles, y prefería pernoctar allí, para continuar su búsqueda al día siguiente, antes que retornar a las dependencias del parque sin la pequeña Lorraine.

 

Cerca de la misión, el sendero atravesaba lo que antes había sido el maizal de los misioneros, donde el maíz seguía creciendo, cuidado y alimentado por la Naturaleza tal como en otros tiempos lo había sido por la mano del hombre. Aquel lugar era menos sombrío que la selva propiamente dicha, donde el dosel formado por las copas de los árboles impedía que los rayos del sol llegasen al suelo, y, aunque se aproximaban las tinieblas de la noche, la visibilidad todavía era bastante buena. En un momento dado, Max observó que, unos cien metros delante de él, una figura grande y negra emergía del maizal para plantarse en medio del camino. Era una enorme pantera negra. O, por lo menos, algo que parecía una enorme pantera negra. A aquella distancia, Max no podía distinguir el color de sus ojos. Pero sí podía adivinar que aquellos ojos se habían percatado de su presencia y lo estaba mirando con malignas intenciones. El primer impulso de Max fue preparar su ballesta para asaetear a la presunta pantera cuando esta se acercara, pero entonces su mente fue asaltada por un pensamiento poco tranquilizador. Si aquel animal era una pantera de verdad, una pobre flecha de madera sólo conseguiría enfurecerla. Así pues, Max decidió que sería mejor recurrir a la poco prestigiosa, pero frecuentemente imprescindible, estratagema de la huida.

 

Al mismo tiempo que la pantera iniciaba su carga, Max empezó a correr hacia la misión, abandonando la senda y atravesando el maizal que lo separaba del viejo edificio lo más velozmente que pudo. Si aquella era una pantera normal, sería, sin duda, mucho más veloz que un ser humano, pero, acostumbrada a cazar al acecho, no lo perseguiría durante un trecho demasiado largo. Sin detenerse en ningún momento, ni siquiera para cerciorarse de si el felino lo perseguía o no, Max alcanzó la misión en menos de un minuto y se coló en su interior a través de una ancha ventana que había perdido todos sus cristales. Una vez dentro del edificio, cuyo interior estaba sumido en la mayor de las negruras, Max oyó un sollozo o gemido inconfundiblemente humano. Rápidamente extrajo una linterna del bolsillo y enfocó el lugar de donde procedía aquel sonido. Allí, acurrucada sobre un amasijo de trapos sucios, se hallaba una niña de piel blanca y ojos azules. Lorraine, indudablemente. La pobre criatura se hallaba visiblemente bajo los efectos de una terrible tensión mental, pálida y temblorosa, con el rostro descolorido y las mejillas inundadas de lágrimas. Sin embargo, y dejando aparte algunos rasguños sin importancia, parecía totalmente ilesa. Max se agachó junto a la niña y, empleando palabras dulces y tranquilizadoras, intentó calmarla, a la vez que le preguntaba cómo había llegado allí. Lorraine habló, primero con balbuceos entrecortados y posteriormente con una voz más segura:

 

-La pantera… Mató a mi tío y a los demás, luego también me quiso matar a mí. Yo escapé por la selva, estaba loca de miedo y no sabía adónde ir ni qué hacer, sólo quería huir, nada más que huir, ¡tenía mucho miedo! Ella estuvo a punto de cogerme, pero me metí entre unos arbustos espinosos, no se atrevió a seguirme y la dejé atrás. Luego, caminé durante horas, perdida en medio de la selva, hasta que llegué a este sitio. Entré para no tener que pasar la noche a la intemperie, pero… ¿Y si ella entra? ¡Está fuera y, si usted ha entrado saltando por la ventana, ella también podrá hacerlo!

-Tranquila, cariño. Nosotros tuvimos que entrar aquí para salvarnos, pero ella no tiene ninguna necesidad de meterse en esta ratonera para alimentarse: de noche, la selva está llena de monos y antílopes (para no asustarte más, no te diré que acaso nos estemos enfrentando a algo mucho peor que una simple pantera). Además, tengo mi ballesta. Ahora, si te parece bien, vamos a descansar y mañana, cuando amanezca, iremos en busca de ayuda. Duerme un poco, guapa, te hará bien.

-Lo… lo intentaré, señor. ¿Y usted no duerme?

-Yo vigilaré la ventana, no sea que ese bicho decida hacernos una visita nocturna. Tú no te preocupes y duerme tranquila.

 

Pero Lorraine, al parecer, no podía conciliar el sueño, lo cual, teniendo en cuenta sus últimas experiencias, no era algo difícil de comprender. Quizás para olvidarse de la situación y del miedo que le roía el alma, la niña comenzó a hablar con Max de toda clase de temas: de sus padres, que eran médicos en París, de su colegio, de sus amigos, de su afición al voleibol y a las canciones de Justin Bieber, de su primer viaje en avión… Max, con un encomiable esfuerzo mental, intentaba seguir las continuas, atropelladas y a veces incoherentes explicaciones de la pequeña al mismo tiempo que permanecía atento a cualquier indicio de amenaza que pudiera llegar a sus ojos o a sus oídos. Entonces, le pareció escuchar un sonido procedente del piso de arriba, como si un cuerpo (al parecer, más bien pequeño) estuviera moviéndose en lo que en otro tiempo había sido el desván o trastero del edificio. Sin duda, sería algún animal inofensivo, seguramente una civeta o una mangosta en busca de ratones, pero convendría ir a echar un vistazo. Max mandó callar a la niña con un gesto y le dijo en voz baja:

 

-Voy a ir arriba un momento, a echar un vistazo con mi linterna. Tú será mejor que te quedes aquí, por si acaso.

-Pero… no quiero quedarme sola de nuevo. ¿Y si la pantera…?

-Toma mi ballesta y vigila bien la ventana. Si la pantera intenta entrar, mándale un buen flechazo, y procura darle en un ojo. ¿Vale?

-Vale, señor. Pero por favor, no tarde mucho.

 

Max se levantó y, malamente guiado por la pobre luz de su linterna, subió los crujientes y poco fiables peldaños de la polvorienta escalera que llevaba al piso superior. Tras atravesar la espesa capa de telarañas que hacía el papel de puerta, penetró en el desván y la luz proyectada por su foco iluminó a la criatura que había perturbado el silencio nocturno agitando su pequeño cuerpo sobre las carcomidas tablas que cubrían el suelo. No era una pantera, pero tampoco una civeta. ¡Era una niña de piel blanca, y estaba atada y amordazada, con sus ojos azules dilatados por el mayor terror que una muchacha de doce años puede sentir antes de perder el conocimiento o la cordura! ¡Y aquella niña tenía el mismo rostro que Lorraine Mounier! ¡Era Lorraine Mounier!

 

-Veo que has encontrado a la niña. En fin, ahora ya no os servirá de nada a ninguno de los dos.

 

Max se volvió, incluso antes de que aquellas palabras asaltaran su oído. Tras él, sosteniendo la ballesta que él mismo le había entregado un minuto antes, se hallaba la “otra” Lorraine, la Lorraine del piso de abajo, totalmente idéntica a la verdadera salvo en que ahora sus ojos ya no eran azules, sino rojos como el fuego. Y Max le había entregado ingenuamente la única arma que podría haberle hecho daño a aquel ser. Al parecer, había olvidado que los vampiros no sólo pueden adoptar formas animales, sino también humanas. Y además pueden leer las mentes de las personas a las que suplantan para conocer todos sus recuerdos. Entonces, tanto la verdadera Lorraine como él mismo se hallaban a merced del monstruo que había raptado a la niña y engatusado a su presunto salvador, ¡el vampiro de la selva los había atrapado a ambos! Este siguió hablando, al mismo tiempo que partía las flechas como si fueran briznas de paja en manos de un gigante:

 

-Esta misma noche, cuando la Luna llegue a su cenit, les ofreceré a los Señores Oscuros el cuerpo de esa cría. Pero antes creo que voy a tomarme una ligera cena. Ahí, por supuesto, es donde intervienes tú, amigo Max… o más bien tu garganta.

Max contestó, en un tono más sereno de lo esperable en semejante coyuntura:

-Sin duda, te las prometes muy felices. Pero, antes de nada, debo decirte que me has decepcionado. No has cumplido bien tu misión.

-¿Cómo? Los Señores Oscuros no me encomendaron más misión que proporcionarles una virgen para satisfacer sus deseos carnales y aquí les espera una bastante hermosa. ¡Yo he cumplido las órdenes que me encomendaron!

-No lo dudo. Pero no has cumplido la orden que te había encomendado yo. ¡Vigilar la ventana!

 

Antes de que el confiado vampiro pudiera reaccionar, antes incluso de que su tenebrosa mente hubiera interpretado adecuadamente las palabras de Max, la enorme pantera negra de la jungla se había abalanzado sobre su espalda. Al contrario de lo que dicen ciertas leyendas, todos los animales carnívoros del bosque odian a los vampiros, que exterminan sus presas naturales, y aquella pantera no deseaba nada tanto como coger desprevenido al monstruo para destrozarlo entre sus fauces. De haber estado alerta, el vampiro, dotado de una fuerza sobrehumana, hubiera podido vencer a la pantera, pero esta había cobrado ventaja gracias al factor sorpresa y no le costó demasiado despedazar a su enemigo. Al parecer, el felino sabía instintivamente que necesitaba descuartizar al vampiro para anular su invulnerabilidad. Una vez que los dientes y las garras del felino hubieron hecho pedazos el cuerpo del vampiro, los fragmentos de carne empezaron a arder espontáneamente, envueltos por una llamarada pálida y fétida que los hizo cenizas en apenas unos instantes, a la vez que provocaron la huida de la pantera, asustada por la brusca aparición de aquel fuego sobrenatural. Una vez que las llamas se hubieron extinguido, Max se dispuso a desatar a la pobre Lorraine Mounier, la cual, aunque casi desvanecida de puro terror, se hallaba sana y salva. Con todo, Max, hombre honesto, no pudo ocultarse a sí mismo que su papel en aquella misión de rescate no había sido demasiado afortunado. Había actuado como un principiante, al fiarse de las apariencias y entregarle su arma al adversario. Había sido un error imperdonable. Por suerte, el enemigo también había cometido su propio error. En fin, tanto él como la niña habían salido ilesos de esta aventura y, como todo buen aficionado al fútbol sabe, a veces hay que conformarse con el resultado.

 POR: Javier
Fontenla

FUENTE: ESCALOFRIO.COM

 

NIÑA MALDITA.

1

Lo crean o no, hubo una vez en la que fui una niña feliz. Era la segunda hija de una familia acomodada de la ciudad de México. Mi padre era un político muy respetado, y mi madre la hija mayor de una familia de clase media alta del estado de Nuevo León. Tenía una hermana mayor de nombre Samanta, que era dos años mayor que yo, y una hermana menor llamada Ágata, que era un año y medio menor. Vivíamos en una casa muy bonita, con un amplio jardín, al norte de la ciudad. En aquellos tiempos la vida era agradable, ahora no podría decir que realmente tengo una vida.

 

Caminé por el viejo cementerio de San Fernando, de la ciudad de México, donde tantas personas ilustres de esté país yacían. Los cementerios siempre me han traído paz, tal vez porque es el lugar al que, según las tradiciones populares, pertenecen los de mi especie. Aunque, yo más bien pienso que es por el hecho de que estos parecen existir alejados de todo lo que me recuerda lo que fui. Los cementerios son pequeñas ciudades hechas para los muertos, y este en especial, está construido a la usanza del viejo siglo XIX, yo no viví en ese siglo, sino en el XX, pero aun así me gusta el estilo que se tenía entonces.

 

Soy una niña eterna, aunque capaz de razonar como un adulto, los juegos infantiles y la manera simplista de ser de un niño siguen presentes en mí. Leí en una novela de vampiros que aunque el cuerpo permanecía igual la mente maduraba. Eso es cierto en muchos sentidos, pero también falso. En ocasiones, como ahora al narrar esto, soy capaz de actuar y expresarme como alguien mayor de edad, pero eso es sólo por la gran cantidad de cosas que he leído, visto y experimentado. En el fondo, aún soy una niña, aún busco muñecas a las que peinar y ataviar con vestidos hermosos, como aquellos con los que visto, aún cantó rondas infantiles y, en las noches más oscuras y solitarias, buscó algún parque vacío, me siento en un columpio y comienzo a mecerme entre risas o tarareando alguna canción infantil. Me siento niña, y sólo pienso con madurez cuando estoy en peligro, o cuando debó de hacer cosas necesarias para mantenerme.

 

Al alimentarme, la mayor parte de las veces, soy una adulta, aunque, algunas otras, juego con mis victimas. A los humanos les aterran muchas cosas, pero ninguna más que una niñita fantasma, o un demonio con forma de niño. Para ellos los niños son símbolo de pureza, y nada les aterra más que la posibilidad que esa pureza se corrompa. Un niño malvado o monstruoso es algo impensable para ellos.

 

Fue en uno de esos momentos en los que me encontré con Raúl. Un chico atormentado por pesadillas, al que era realmente fácil llevar a la locura con esos asuntos. Me deleite con los sueños que su mente era capaz de crear. Quería beber su sangre más que ninguna otra cosa, al tiempo que lo llevaba al colapso, haciendo realidad sus pesadillas. Eso era divertido para mí.

 

Dejé que me escuchara en dos ocasiones, colándome en su casa por la ventana del pasillo del segundo piso, al mismo tiempo que usaba mi poder para despertarlo, y hacer que sus padres no pudieran siquiera moverse, en caso de que Raúl fuera a hacer algo como gritar, aunque era poco probable. Esas dos veces lo aterré como ninguna de sus pesadillas podría hacer jamás. Y luego me mostré ante él, sólo para incrementar más aún ese miedo. Y la última vez, considerando que ya lo había atormentado demasiado, me dispuse a obtener de él lo que quería. Su sangre. Mi alimento.

 

Fue cuando él sacó la vieja fotografía, fue cuando supe quien era él. ¡Mi sobrino nieto! Había encontrado a la familia de la que me separaran tantos años atrás en Guanajuato, o al menos a su descendencia. Esa vieja fotografía, tomada en la Alameda Central de la ciudad de México, justo dos meses antes de ese viaje a Guanajuato, removió los recuerdos ocultos en lo más profundo de mi mente durante setenta años.

 

No atiné a nada más que agradecerle, luego tomé la fotografía como a un gran tesoro, y me alejé de él. No dañaría a mi familia recién encontrada.

 

Esa noche, llegué a la casa de la anciana Clara casi al amanecer.

 

Clara era una mujer de sesenta años, aunque se veía mayor, había perdido a toda su familia en un accidente de trafico veinte años atrás, un accidente en el que ella fue la única superviviente. Apenas si vivía de lo que quedaba de una pensión que su esposo le había dejado. Su esposo había sido el heredero de una familia acomodada de Guadalajara, que se había enamorado de ella cuando la conoció en un hotel en Tampico. Su familia se había opuesto al matrimonio, por supuesto, pero, para ese momento, él ya era un hombre que incluso había tomado la herencia, luego de que su padre muriera de tuberculosis un par de años atrás. Se habían casado y habían tenido dos hijos, un niño y una niña, la joven familia había logrado vivir feliz por unos años. Hasta el fatídico accidente.

 

La familia del hombre había logrado con engaños apoderarse de todo, dejándola a ella solo con una mínima pensión que su esposo había dejado previendo esa situación. La mujer se había derrumbado, usando el dinero dejado por su esposo en alcohol. Cuando la encontré, no fue difícil convencerla de que yo era su hija, en su estado permanente entre la razón y la locura se convenció de ello.

 

—María —dijo Clara, mientras se acercaba a mí para abrazarme. Como siempre, permanecí inmutable, esa mujer sólo me era útil para tener un lugar en donde vivir.

 

El tener el aspecto eterno de una niña me obliga a hacer ese tipo de cosas. Nadie le rentaría o vendería una casa a una niña de siete años que anda por ahí sola. El dinero no es un problema, siempre puede obtenerse de las victimas a las que ataco, o incluso manipular a algunos ladronzuelos para que roben por mí. Conseguir una casa donde pasar algún tiempo es más importante que el dinero, o me veo obligada a descansar en casas abandonadas o cementerios.

 

Ignoré a Clara y camine hacia la habitación que ella me había asignado. Era pequeña y sólo tenía una cama con un colchón duro y sin almohadas, además de un ropero que estaba a punto de caerse en pedazos, pero no necesitaba nada más.

 

Me recosté en la cama y saque la fotografía donde aparecía con mis hermanas. Si pudiera llorar, seguramente lo habría hecho en ese instante. Recordé como había comenzado todo. Recordé lo pasado en el ya lejano 1941.

 

2

Eran años tumultuosos, el mundo estaba en guerra, aunque mis padres no querían que mis hermanas y yo nos enteráramos, eso era complicado, ya que en el colegio de monjas donde estudiábamos, todo el mundo estaba por demás enterado de la situación. Además, en ese mes de marzo, comenzó a circular el rumor de que el país entraría a la guerra en favor de los Aliados. Yo no entendía a que se referían esos rumores, pero sabía que si el país entraba en guerra muchas personas serían enviadas a matar a otras, había incluso posibilidades de que mi padre tuviera que ir. Yo no quería que mi padre se fuera. Luego me enteraría que México sí entró en guerra, pero hasta más de un año después.

 

Una tarde de viernes, cuando mis hermanas y yo volvimos a casa luego de la escuela, nos encontramos con que nuestra madre estaba preparando unas pequeñas maletas. Extrañadas preguntamos lo que ocurría.

 

—Su abuela Martina está muy enferma —respondió, ella, mientras guardaba uno de sus vestidos en una valija de piel—, iremos todo el fin de semana a Guanajuato para visitarla.

 

La abuela Martina era mi abuela paterna. A mi me gustaba mucho ir a su casa durante las vacaciones porque ella vivía en una casa enorme. Era la casa donde mi padre había vivido hasta que se mudó a la ciudad de México para estudiar leyes en la Universidad. La abuela siempre tenía chocolates y me regalaba una muñeca, muchas de ellas muy bonitas, de porcelana con vestidos suntuosos.

 

Salimos de la capital en una tarde lluviosa. El viaje duró hasta muy avanzada la noche, por lo que nosotras estábamos profundamente dormidas cuando llegamos a Guanajuato. La casa de la familia Martínez era una enorme casa estilo colonial en el centro de la ciudad, muy cerca de la Alhóndiga de Granaditas, tenía amplios ventanales recubiertos con protectores de hierro forjado pintado de negro, tres pisos y ocho habitaciones, además de una sala de estar, un amplio comedor, una alacena, una enorme cocina y cuatro baños. En la entrada principal, había una enorme escalera de madera tallada a mano, sus peldaños estaban recubiertos con una alfombra persa color vino y subía hasta el segundo piso. Con gran cansancio, suní esas escaleras hasta la habitación que la criada había preparado para nosotras en el segundo piso. Me quede dormida tan pronto mi cabeza toco la almohada.

 

A la mañana siguiente, desperté encontrándome con la habitación que usaba cada verano cuando íbamos a esa misma casa a pasar dos semanas de sus vacaciones. Era una pieza amplia con tres camas individuales, un closet, cuatro buros, cuatro lámparas y una hermosa vista a un parque a través de un enorme ventanal.

 

Me levanté, mis hermanas ya habían salido de la habitación y la luz del sol se colaba por las cortinas color pastel. Rápidamente me cambié de ropa, me puse un hermoso vestido azul celeste que la tía Sofía me había traído de Europa, antes de que estallara la guerra. Me lavé y traté de peinar mi larga cabellera castaña oscura pero no pude conseguir mucho, más tarde tal vez, mi madre o la criada, Elisa, pudieran peinarme.

 

Encontré a mis hermanas y a mi padre ya en el comedor, listos para el almuerzo. Me senté justo al lado de Ágata y esperé a que Elisa me sirviera mi plato. Al poco rato entró mi madre y se dirigió a hacia mi padre. Hablaban en voz baja, tratando de que nosotras no escucháramos nada. Aun así fui capaz de captar algunas palabras: doctor, grave y poco tiempo. Luego mis padres salieron del comedor, antes de eso mamá nos ordenó permanecer allí y almorzar.

 

—¿A dónde irán? —pregunté, sin comprender muy bien lo que ocurría.

 

Samanta me dedicó una mirada brillante a causa de las lágrimas. Ella había estado más cerca, por lo que había podido escuchar mucho más de la conversación de los adultos.

 

—La abuela está muy mal —respondió, mientras bajaba la mirada al plato de huevos que tenía al frente.

 

—¿Sé pondrá bien? —pregunté.

 

Samanta sólo pudo negar con la cabeza.

 

El día paso de manera extraña. Un doctor llegó cerca del medio día y se quedo en la casa hasta el anochecer. Mis padres y Elisa entraban y salían de la habitación de la abuela cada cierto tiempo. A las cuatro de la tarde, mientras mis hermanas y yo estábamos en la sala de estar jugando con algunas muñecas, mi madre fue a recogernos. Hizo que nos bañaran y nos vistió con nuestra mejor ropa. Ya bien arregladas, nos llevó al cuarto de la abuela. La habitación tenía un olor raro, como a alcohol y otras cosas. La abuela lucia muy mal, y estaba en cama con un trapo empapado en la frente, el cual Elisa retiraba para volverlo a remojar cada pocos minutos. En una silla al lado de la cama, estaba mi padre, se veía cansado y demacrado, pero no tanto como la abuela.

 

—Acérquense niñas —nos pidió, con voz suave.

 

De inmediato obedecimos y nos acercamos a la cama de nuestra convaleciente abuela. Allí el olor era más penetrante. La abuela abrió los ojos por un momento y nos dedico una mirada llena de lágrimas. Alzó la mano como si pretendiera alcanzarnos, pero de inmediato volvió a caer sobre la cama.

 

—Mis niñas, tan grandes —dijo, y su voz era ronca.

Permanecimos un largo rato allí, hasta que la abuela se quedo dormida. Mamá se volvió hacia el doctor, el cual pareció comprender lo que trataba de decirle. El doctor asintió. No era contagioso.

 

—Niñas, den a su abuela un beso de las buenas noches —nos susurró nuestra madre.

 

Luego de obedecerla, Elisa nos llevó al comedor para que cenáramos algo ligero antes de enviarnos a dormir.

 

Al día siguiente había más agitación en la casa. La tía Sofía llegó muy temprano en la mañana, y casi al instante fue a ver a la abuela. El tío Abelardo, por su parte, estaba en la sala donde sostenía una conversación con el doctor. El primo Jorge, por su parte, estaba más inquieto que de costumbre. Pero, al rato, la tía Sofía lo regaño más fuerte de lo que nunca había hecho.

 

Por la tarde, la abuela volvió a dormirse, y esta vez, los adultos se pusieron muy tristes. El mismo doctor del día anterior llegó junto con otras personas, que entraron a la habitación de la abuela y pasaron un largo rato allí. Ninguno de los otros adultos volvió a entrar.

 

Como a las cinco de la tarde, mientras unas personas con trajes comenzaban a llevar enormes candelabros que colocaban en la sala, el tío Abelardo le sugirió a Elisa, quien tenía los ojos rojos, pues había estado llorando, que nos llevara al parque, mientras los hombres de la funeraria se ocupaban de arreglar todo para el velatorio. Según el hombre, lo mejor era que estuviéramos cansadas para que pudiéramos dormir toda la noche y no fuéramos a molestar a los dolientes.

 

Ese viaje al parque marcario el último encuentro que tendría con mi familia hasta décadas después cuando me encontrara con Raúl.

 

Dejé de recordar esas cosas.

 

3

Mientras vagaba por el cementerio, no podía evitar pensar en la familia humana que había dejado atrás. ¿Qué clase de vida habían llevado? ¿Me olvidaron o pasaron el resto de su vida buscándome? Eran preguntas que rondaban mi cabeza en todo momento. Quería saber como habían muerto mis padres, cuando y con quienes se habían casado mis hermanas, cuantos hijos habían tenido, cuantos nietos. Conocía a Raúl, nieto de Ágata, pero aun no sabía nada de Samanta. Necesitaba respuestas, y sólo había un lugar al que podía ir en busca de estás.

 

Hacia ya más de un mes que no estaba en ese lugar, la casa de Raúl, mi sobrino nieto. Sondeé los pensamientos de sus habitantes. Mi rostro debió de ensombrecerse por la culpa y la tristeza. Raúl tenía aún horribles pesadillas causadas por mis apariciones ante él. Me arrepentí por primera vez en años de dejarme llevar por mis sádicos juegos, y deseé nunca haberme topado con ese pobre chico. Pero, por otro lado, me consolaba el hecho de saber que sí no lo hubiera encontrado y elegido cómo a una victima, nunca habría sabido que aún quedaba algo de mí familia humana.

 

Usando mi poder hice que Raúl me olvidara, al menos por un tiempo, de esa manera tendría algo de descanso, deseé poder borrar totalmente el conocimiento sobre mi exigencia de su mente, pero con el poco poder que poseo, comparado con el de otros que son como yo, no soy capaz de tal hazaña, al menos no por ahora.

 

Pasé entonces a buscar en la mente, no sólo de Raúl, sino de todos los habitantes de esa casa, información sobre mi familia. Me entere de que Samanta había muerto apenas unos meses atrás, y de que Ágata vivía felizmente con su esposo en Monterrey, desde hacía al menos veinticinco años. Obtuve la información del lugar donde estaba enterrada mi hermana mayor y la dirección donde vivía la menor.

 

Me dirigí al cementerio donde yacían los restos mortales de Samanta. Me senté sobre la lapida, mientras observaba el grabado con el nombre de mi hermana.

 

«Samanta Martínez Soto

1932–2005″

 

Pasé mis dedos sobre el relieve de su nombre, deseando poder derramar algunas lagrimas, pero mis ojos muertos nuevamente no me lo permite, hace ya casi setenta años que no lo hacen. Allí, sentada sobre la tumba de la que fuera mi hermana querida, rememoré aquella fatídica noche en Guanajuato, cuando mi cuerpo y parte de mi mente fueron estancadas en los siete años por una muerte que no fue muerte, valga la redundancia.

 

El parque en al que Elisa nos llevo era uno enorme. Tenía grandes jardines y un área llena de columpios, toboganes y balancines. Mis hermanas corrieron de inmediato a un tobogán, mientras el primo Jorge hacía lo propio pero hacia un tobogán un poco más alejado. Cómo todo niño de esa edad, no le agradaban las niñas, decía que olían mal y prefería jugar solo a hacerlo con una de nosotras. Yo por mi parte, siempre he sido muy fanática de los columpios, es lo primero que busco cuando voy a un parque. De inmediato divisé unos, pero estaban totalmente ocupados por unos chicos que juagaban a saltar de estos en noviecito.

 

Di algunas vueltas al lugar tratando de encontrar otros columpios. Encontré unos un tanto alejados del resto, estaban en un parte donde la hierba estaba algo crecida, y una gran cantidad de arboles tapaban la vista hacía el resto de los juegos. No me importó, además siempre me gusto explorar, y esa arboleda era un bosque debía atravesar para encontrar un tesoro. Una vez llegué a los columpios, me senté en uno, las cuerdas se tensaron y la estructura pareció temblar, pero luego se estabilizo. Comencé a mecerme, mientras tarareaba la ronda de Doña Blanca.

 

El sol, había estado ya ocultándose cuando llegamos al parque, y mientras yo estaba en el columpio, terminó de oscurecer. Las luces del parque se encendieron, aunque la que estaba en el área donde yo me encontraba, parpadeaban cada pocos minutos, dejándome en completa oscuridad por unos momentos. Fue en uno de esos momentos cuando apareció.

 

Yo cerré los ojos por un instante, mientras trataba de columpiarme más fuerte, tratando de superar mi marca anterior. Cuando abrí los ojos, ella estaba frente a mí, recargada en un árbol viéndome con sus ojos terriblemente amarillos. Llevaba un vestido blanco sencillo, y su larga cabellera negra contrastaba por completo con su piel blanca y de aspecto impío cómo si se tratara de nieve.

 

Dejé de mecerme y volví la cabeza hacía todos lados, tratando de buscar a alguien más, pues esa mujer me daba mucho miedo. Todos estaban demasiado lejos. Aun siendo una niña, comprendí que había cometido un terrible error al alejarme demasiado del lugar donde Elisa y mis hermanas estaban.

 

Rápidamente me puse de pie y traté de correr hacia donde ellas se encontraban, pero la mujer fue más rápida. Me tomó por la espalda, levantándome con mucha facilidad, mientras me tapaba la boca con su mano. Traté de liberarme, pateando y forcejeando, pero ella era más fuerte.

 

—Mi dulce niña —dijo ella en un susurró, tan dulce pero a la vez aterrador—. Te estaba buscando, Sarah.

 

Lo último que supe antes perder la conciencia, fue que algo filoso como alfileres se clavaba en mi cuello.

 

4

No supe cuanto tiempo permanecí inconsciente, pudieron haber sido horas, días o incluso semanas. Me encontré con una habitación desprovista casi por completo de muebles, salvo una cama que rechinaba horriblemente cada vez que me movía. El colchón, la almohada y la manta donde yacía no eran más que un montón de retazos de tela unidos por precarias costuras. Las paredes de ladrillo estaban cubiertas de hollín, dejando ver que en el pasado el sitio había sufrido daños por un incendio. A la derecha de la cama había una ventana con un marco de madera astillado, que al parecer había sido colocado recientemente, pues no había marcas de fuego en él. No tenía cristales y las persianas que pretendían cubrirla estaban mal colocadas. A través de esa ventana se colaba un aire húmedo, y el olor de la lluvia reciente. Frente a la cama había una puerta de madera la cual si parecía haber estrado el fuego.

 

Me puse de pie y camine hasta la ventana. De inmediato note que mi vestido estaba sucio y olía a sudor, el olor era penetrante, además, estaba mezclado con un olor dulzón que de inmediato hizo que mi estómago sintiera abre. Pero no era un hambre común, era como tener sed y hambre al mismo tiempo, mi boca parecía seca y sentía como sí en lugar de estómago tuviera un hueco. Con paso ligero, a pesar del malestar, caminé hacía la ventana. Me encontré con una vista magnifica de Guanajuato al atardecer. Casa estaba ubicada en uno de los cerros cercanos a la ciudad. Dejé atrás esa magnifica vista y me dirigía hacia la puerta.

 

Mis manos de llenaron de tizne cuando empuje la puerta, la cual se abrió con un rechinido. Me encontré con una habitación en penumbras, aunque extrañamente era capaz de distinguir perfectamente cada detalle del lugar. Aquí había muebles antiguos que parecían haber sido sacados recientemente de un incendio. Las paredes lucían un estado mucho peor que el anterior. En el centro, estaba una mesa en mucho mejor estado que el resto, pero no era cualquier tipo de mesa, era de metal. Sobre la mesa yacía el cuerpo de un niño harapiento. Me acerqué y lo observé con cierto asombro.

 

El hambre rugió dentro de mí, y la sed parecía haber transformado mi boca en arena. El olor dulzón que había percibido antes era más fuerte, y provenía de ese niño. El niño, estaba vestido con restos de tela remendados que simulaban ser ropa. Tenía una cabellera negra grasosa y pastosa debido a las plastas de tierra y sudor que la impregnaban. Su piel no estaba en mejor estado, estaba ceniza y demacrada, además de que parecía no haber sido la lavada en mucho tiempo.

 

—Sarah, querida, que bien que despertaras —dijo una voz desde alguna parte de la habitación.

 

Surgida de la misma oscuridad, apareció la misma mujer que había visto en el parque. Sus ojos amarillos, que en otro momento había parecido monstruosos, me miraban con una ternura que me recordaba mucho a mi madre. Su piel blanca parecía brillar en la noche, recién caída, pero extrañamente no resultaba contrastante, cómo si no hubiera otro lugar para ella.

 

—Mi nombre es Isabel —le corregí, con la inocencia infantil destilando de mis palabras.

 

La expresión de la mujer pareció turbarse un momento, antes de volver a verme con esa expresión maternal. Soltó una carcajada que sonaba jovial y con un cierto deje de locura. Se acercó a mí con rapidez y me tomó en brazos, antes de dar algunas vueltas por la habitación. Me besó en ambas mejillas y me estrechó contra sí, de la misma manera que yo hacía con mis muñecas cuando jugaba a ser su mamá.

 

—Mi dulce niña, cuando bromeas de esa manera me recuerdas a tu padre.

 

—¿Mamá? —pregunté con voz temblorosa. En el fondo era consiente que esa mujer no era nada más que mi secuestradora, pero de alguna manera estaba comenzando a caer bajo el influjo de una fuerza extraña, los recuerdos de mi verdadera madre parecían adormecerse, mientras la figura de esa mujer ocupaba lentamente su lugar.

 

—Luces hambrienta, Sarah —me dejó en el suelo y luego me guio hacia niño, el cual parecía estar por despertar—. Necesitas comer bien.

 

Con su mano hizo que agachara la cabeza hasta que mis labios parecieron besar el cuello de ese niño. Sentía la vena principal de ese chico palpitar contra mis labios, y escuchaba cada latido de su corazón. El hambre y la sed aumentaron hasta que se hacían insoportables. Todo a mí alrededor pareció dejar de existir, todo a excepción de ese chico y mis necesidades básicas. Mi boca se abrió y unos dientes y colmillos largos y filosos habían remplazado a mi dentadura humana. Asenté la primera mordedura fatal, el chico despertó y trato de gritar, pero instintivamente tape su boca con mi propia mano. La presión que ejercía era tal que en determinado momento su mandíbula cedió quebrándose majo mi fuerza, pero aun así no le solté.

 

Mientras, mi boca había comenzado a sorber de la vena abierta. La sangre fluía en un torrente de sensaciones, calmando mi sed y saciando mi hambre. El corazón del niño latía cada vez más lento, mientras el mió aceleraba a medida que si sangre era absorbida por cada célula de mi cuerpo y depositada en mi sistema circulatorio, remplazando mi propia sangre, la cual ya había sido consumida por madre.

 

Una vez que la sangre del chico se agotó, madre me alejó del chico.

 

—Sarah, ve a tú habitación mientras recojo la mesa.

 

Hice lo que madre me pedía. Entré a la misma habitación donde había despertado. Me recosté en la cama y fije mi vista en el techo con sus vigas ennegrecidas por el humo de un incendio sucedido demasiado tiempo atrás. Sin saber porque, comencé a sentir muchas ganas de llorar, pero el llanto jamás se presentó, mi cuerpo ya no era capaz de hacerlo. Llorar significaba liberar fluidos, liberar sangre, algo que mi nuevo cuerpo diseñado para desear, beber y consumir sangre no se podía permitir.

 

Cuando madre volvió, me tomó en sus brazos y luego me llevó hacia un sótano. Bloqueó la puerta con un gran tablón de madera, y allí dormimos por mucho tiempo, hechas un ovillo contra una de las esquinas del lugar.

 

Así fue nuestra vida por mucho tiempo, tal vez años. Alimentarnos, yo de algún pobre niño sin hogar o de alguno sustraído de alguna casa pobre o de alguna granja cercana a nuestro refugió, ella de cualquiera que se cruzara en su camino. Madre está loca, esa es la única conclusión a la que puedo llegar respecto a ella. Perdió a su hija la misma noche en la que se transformo en lo que es. Ahora, cuando ve a otra niña con características similares, la toma como a una muñeca para que remplace a esa otra niña. Pero, llegado un momento, se cansa de sus juguetes y los rompe. ¿Cuántas hubo antes de mí? Nunca lo sabré, y sé que habrá muchas más luego de mí.

 

5

Clara está enferma, lo sé, pero no he querido deshacerme de ella todavía. Si supiera cómo, tal vez la transformaría en alguien como yo, para poder usarla como protectora eternamente. Pero, eso es algo que madre jamás me enseñó. Ella sólo me dijo cómo matar. El arte de sobrevivir, mezclarme y ocultarme entre los humanos tuve que aprenderlo yo sola. También a usar los pocos poderes que ella me heredo. Jamás he visto a otros como nosotras, pero sé que los hay, después de todo ¿alguien tuvo que haberla transformado a ella en lo que es?

 

El recuerdo de la tumba de Samanta aún estaba fresco en mi mente, mientras me recostaba en la cama. Esa noche, cuando llegué a casa de Clara, la anciana nuevamente tenía un plato de comida ya fría esperándome en la cocina. Como cada noche, lo comí, aun cuando luego tuve que vomitarlo en el retrete. Esa mujer esta tan convencida de que yo soy su hija muerta, al igual que madre.

 

Luego de leer algunos libros sobre psicología, he llegado a la conclusión de que busco a mujeres en un estado de locura similar al de madre para que hagan de mis protectoras. Debe ser una extraña patología que me hace buscar algo familiar a lo que fue la figura materna que tuve al comenzar con esta no-vida. Aunque, lo más probable es que lo hago por resultar más fácil y más cómodo para mí. Nunca lo sabré realmente.

 

Madre era dulce en su trato conmigo, y una fiera cuando alguien parecía amenazar nuestra falsa felicidad. Pero, a pesar de todo, ella nunca podría conseguir que yo olvidara a mis padres reales, y a la familia que ella me había hecho abandonar. Ella suprimía mis recuerdos de ellos con sus poderes, aunque parecía no darse cuenta de ello. Pero, conforme pasaban los meses y los años, mis propios poderes crecían, causando que poco a poco lograra liberarme de su influjo.

 

Sucedió en algún momento de los años cincuenta. Mi poder era lo suficiente para liberarme totalmente de su influjo. Ella lo intuía, de eso estoy segura, ya que semanas antes de que me alejara definitivamente de ella, se volvió más posesiva y trataba de controlarme en todo momento.

 

Cuando mis recuerdos sobre mi vida mortal estaban totalmente restaurados, comencé a buscar información sobre lo que estaba pasando realmente en el mundo. Mi mente, cómo ya he dicho antes, es capaz de actuar maduramente en ciertos momentos, y esa misma madurez me instaba a buscar conocimiento. Robaba diarios y libros de las casas en las que madre y yo nos colábamos en busca de alimento. Comprendí cuanto habían cambiado las cosas en esos años. La guerra de la que se hablaba cuando yo tenía siete años había acabado en 1945. México había entrado, aunque su participación en ella fue efímera, comparada con la de otros países. Pero eso no era lo que me importaba, quería saber sobre mis padres. Pero, cómo es obvio, no encontré nada sobre ellos en ninguna de las publicaciones que pude leer. Ellos no eran tan importantes como yo había pensado antes.

 

Cuando estaba por rendirme, encontré un pequeño artículo sobre mi padre en una vieja revista sobre política.

 

«Tras la desaparición de su hija, Aurelio Martínez, se sumió en una depresión. Tras terminar con su diputación en 1943 no volvió a presentarse para ningún cargo público y dedico el resto de su vida a buscar a la pequeña Isabel, a la que había buscado con ahínco y desesperación desde que desapareciera en la ciudad de Guanajuato marzo de 1941.

 

Aurelio Martínez, quien murió a los cuarenta y siete años, tuvo una corta pero fructífera carrera política. Una lastima que uno de los más prometedores haya tenido que dejar su carrera. Se sabe que hasta sus últimos días siguió buscando a su hija, con la esperanza de algún día tenerla entre sus brazos nuevamente.

 

Le sobreviven…»

 

No fui capaz de saber nada más ya que faltaba un pedazo de hoja. El artículo estaba adornado con una imagen de mi padre. En la fotografía se veía demacrado y envejecido, a pesar de que aun no llegaba siquiera a los cincuenta años. Ese fue otro de los muchos momentos en los que deseé realmente poder derramar lágrimas, aunque fueran de sangre. Pero eso jamás sucedería.

 

Pase las noches siguientes, y también gran parte de los días, observando esa imagen. Hasta que en un momento de desesperación la hice pedazos. ¡Ese no era el hombre al que había llamado padre! Mi padre era un hombre de cabellera negra y ojos vivaces, no un anciano prematuro de cabellera gris y ojos apagados.

 

La realidad me golpeó con su poderoso puño. Toda la vida que alguna vez tuve estaba destrozada, tal vez mi madre también estaba muerta. E incluso alguna de mis hermanas. Aunque el reportaje indicaba que aún quedaban algunos miembros de mi familia, siempre podían referirse a sobrinos, primos o algún otro familiar. No supe nada de mi familia hasta que me encontré con Raúl.

 

Una noche, cuando llegué a casa, luego de haber estado largo rato en un parque cercano jugando en un viejo columpio, madre me esperaba. Se veía más sombría y triste de lo que nunca antes la había visto. No le di mucha importancia a ese hecho, hasta que posé mi mirada en la misma mesa donde años atrás bebí mi primera sangre. Allí había una niña, de mi estura, con el cabello castaño oscuro y del mismo tamaño que él mió. Era mi remplazo.

 

—Te esperábamos, Isabel —dijo madre, y su voz esta vez era fría y distante. Ya no estaba convencida de que yo era su hija perdida—. A Sarah no le gusta compartir, por eso debó de asegurarme de que sea hija única. Sé que lo comprendes, querida.

 

Fue muy veloz, en un instante la tenía sobre mí. Me sujetó por el cuello con ambas manos mientras su cuerpo me aplastaba el pecho y el estómago. Sus manos parecían de acero, mientras ejercían presión sobre mi tráquea. Pero yo permanecí inmóvil, mi cuerpo no necesitaba otra cosa más que sangre, por lo que la perdida de oxígeno no era realmente importante.

 

Fijé mi mirada en los ojos de madre, mientras la miraba indiferente. No me importaba lo que hiciera conmigo, de hecho, si ella sabía una forma de matarme, deseé que la usara en ese mismo momento. Ella pareció intuir esto, pero algo en mi manera de verla hizo que me soltara y se alejara de mí.

 

—¿Cómo lo haces, niña? —preguntó, mientras se agazapaba contra la pared ennegrecida y me miraba llena de preocupación.

 

—¿Hacer qué? —pregunté, sin comprender ese cambio de actitud en ella.

 

—No te importa morir —no era una pregunta, pero me hizo pensar.

 

—No —respondí finalmente, mientras me ponía de pie y me acercaba a ella—. Si realmente sabes cómo, matame.

 

Pero ella río, de la misma manera que lo había hecho esa primera noche tantos años atrás. Aunque, poco a poco, la locura en su risa se iba esfumando, hasta que quedó sólo la jovialidad.

 

—Isabel, eres más fuerte de lo que esperaba —dijo, tras dejar de reír, y por una vez me pareció realmente cuerda—. Si no fuera porque debo cuidar de Sarah, te adoptaría, niña. Ve, sal al mundo y muéstrales lo fuerte que eres, hazlo por mí, por tu madre que te ha criado tan bien.

 

Cerré los ojos, si ella sabía o no como destruirme, no me lo diría, y por supuesto tampoco lo haría. Sabía que no tenía sentido pedírselo, ella nunca aceptaría tal cosa. Estaba, de una manera retorcida y terrible, orgullosa de mí, de su hija inmortal.

 

—¿Cuál es tú nombre? —durante años ella había sido sólo «madre», y yo necesitaba saber que ella realmente tenía un nombre.

 

—Frida —respondió ella, y me dedicó una sonrisa maternal—, nunca olvides mi nombre, hija.

 

Jamás lo olvidaré, no podría hacerlo, ese es el nombre de quien me alejó de todo y me condenó a esta existencia. Por ella he matado, he destrozado y seguiré haciéndolo. Por ella, casi mato a mi sobrino nieto.

 

Me di la vuelta y abandoné ese lugar. Nunca más volvería a verla. Pero, aún sé que sigue buscando a una hija que nunca volverá a estar con ella. Y muchas niñas sufrirán lo que yo he sufrido durante tantos años. Aun no me queda claro si ella realmente sabía cómo destruir a uno de los nuestros. Tal vez por eso creyó que podía hacerlo matándome cómo a un humano cualquiera. Si es así, tal vez hay un montón de niñas monstruosas iguales a mí vagando por el mundo y tratando de saber por qué han tenido que sufrir este destino.

 

6

Luego de dejar a Frida, fui a la casa de la abuela Martina. La casa era ahora una pequeña pensión administrada por alguien que no tenía relación con mi familia. No pude encontrar nada allí que me resultara realmente interesante, por lo que decidí marcharme de allí. Vagué unos días por la ciudad de Guanajuato, pero estaba demasiado cerca de Frida, lo cual me hacia sentir mal.

 

Encontré a mi primera protectora, una mujer con una historia no muy distinta a la de Clara. La usé para viajar por las ciudades más importantes del estado. Residí con ella en León por un tiempo, luego Irapuato, Celaya, Dolores. En Dolores mi protectora murió, y haciendo uso de mis poderes, logré abordar un tren hacia Guadalajara.

 

Continúe recorriendo varios lugares del país, a veces con protectores, otras valiéndome de mis poderes. Finalmente, en 1998, llegué a la ciudad de México. La capital había cambiado mucho, y yo no recordaba en qué parte quedaba la casa donde había vivido mis años mortales, y aunque lo hiciera, no la hubiera podido encontrar. En el 2003 me topé con Clara, quien desde entonces es mi protectora.

 

Una noche, vagaba por las calles solitarias de la parte sur de la ciudad, cuando mi mente captó la de un chico atormentado por pesadillas. Sin saberlo, había encontrado a mi familia mortal.

 

7

Ya lo he decidido, nada me hará cambiara de opinión. Le daré la paz a Clara, quien tanto la necesita, luego iré a Monterrey, necesito ver a Ágata, aunque solo sea de lejos. En un par de años volveré a la capital. Tengo una teoría de cómo podría crear a alguien como yo. Haré algunas pruebas, y si tengo razón, pronto Raúl podrá acompañarme. Necesito un protector permanente, y nadie mejor para el trabajo que alguien de la familia.

AUTOR/A: alucard70

FUENTE: Escalofrio.com

OCHO PATAS.

 

Descripción: relatos de terror de teo rodriguez del programa de milenio 3.

AUDIO. PINCHAR EN LA IMAGEN

MICRO RELATOS DE TERROR: » LA BRUJA «

 

Descripción: Relatos donde las abracadabrantes experiencias de los protagonistas podrían ser las tuyas propias. Para escuchar en soledad y si es posible durante la noche. AUDIO. PINCHAR EN LA IMAGEN:

RELATOS: » EN LA LINEA DE FUEGO «

Cuando el Teniente Daekan recorre las calles de la devastada y confusa 4ta Metrópolis, un descorazonador escalofrío recorre su cuerpo. Las cosas han cambiado mucho en los últimos 200 años, y desde su tercer nacimiento en 3036, a Daekan le ha tocado vivir ya muchos de esos años, demasiados piensa.

Las morfosis experimentadas y los miles de viajes ínter temporales en su espalda le han reservado un extraordinariamente largo e interminable ciclo de extravida, como suelen llamarlo los científicos ahora. Sus días pueden resumirse en pocas palabras, mas la cantidad de tiempo abarcado es indescriptible, pues cada salto en los portales exeter ínter espaciales de la colonia hacia universos lejanos supone para él sólo un par de horas en la rutina, pero varios años terrestres para el resto de los mortales. Un sin fin de años, sin embargo, no hacen una vida plena, lo ha aprendido Daekan, y al caminar por las calles esta noche se le hace cada vez más presente este hecho.

A su alrededor puede observar todas las consecuencias de la serie de ataques nucleares que vivió esta tierra, si así pudiéramos llamarla, durante las guerras cybertecnológicas de hace 200 años, no sólo la aniquilación casi completa de quienes habitaron alguna vez las colonias terrestres de esta luna artificial, que orbita los restos del alguna vez llamado Planeta Tierra, sino además los efectos visibles en quienes sobrevivieron como él, luego de años de lucha y peor aún, en las generaciones posteriores, frutos de la contaminación radiactiva.

Aunque las sociedades poco a poco vuelven a aflorar y enriquecerse, el caos anterior ha sido suplantado por algo parecido a un sistema urbano, en donde las pandillas de niños asesinos deambulan por cada rincón y callejuela aún existente. Es por eso que el Teniente Daekan necesita hacer sus rondas cada noche, pues son estas las horas en que despiertan los ejecutores, violadores y asesinos con los que suele toparse en su caminar.

Poco queda por proteger, y de eso poco desea ser protegido, ya que esta vida no resulta ser un asunto de gran importancia para los hijos del efecto post nuclear. Todo ahora es distinto, hace mucho que murieron las enfermedades que conocíamos y para las cuales estábamos más o menos preparados, las epidemias de hoy son mucho más crueles y del todo mortales, las grandes corporaciones farmacéuticas sobrevivientes al desplome financiero de 3015 han desaparecido como fuentes de cura, sus fármacos obsoletos fueron cambiados por los increíbles modificadores de Nanogenomas, que han intentado inhibir la incalculable taza de deformidades congénitas, en lo que apenas, se puede definir como raza humana. Esa raza para la cual trabaja Daekan, y a la que hace mucho dejó de pertenecer. Sus implantes de Cyborg regeneradores musculares, las cámaras de alta definición inyectadas a sus globos oculares, su nuevo sistema circulatorio reforzado con un nuevo corazón de alto rendimiento, su nueva piel, resistente a radiaciones e impactos, su cerebro mejorado en el laboratorio del ejercito y estimulado por los, aun en estudio, implantes neuro aceleradores de lo que primitivamente se conocía como cobre.

Poco queda del hombre llamado Daekan. Su conciencia es lo único 100% humano que le va quedando, y eso es lo que más le asusta, pues ¿quién se puede fiar de la conciencia humana?.

Una noche más de inspección es todo lo que queda por afrontar, su paso seguro, su vista aguda, son unas de las tantas ventajas con que cuenta al controlar el vandalismo imperante. A unos metros observa a las cada vez más pequeñas prostitutas que se le aparece en cada segundo de ronda, no menos violentas que las bandas de niños. Esa es su forma de obtener unos pocos bonos de canje por alguna ración de comida o un galón de agua, elementos escasos y valiosos en este lugar, mucho más valiosos que el sexo o las drogas, estimulantes que en este nuevo mundo carecen de sentido. Los nuevos animales surgidos en las alcantarillas sucias y rojas, híbridos salvajes, portadores de las nuevas infecciones que terminan de consumir lo poco que queda de vida ahora en la otrora más fructífera colonia extraterrena, esas bestias no lo atemorizan.

Fue cuando las máquinas adoptaron conciencia humana, cuando las nuevas y sofisticadas inteligencias artificiales hicieron propios sentimientos de hombre, ahí fue cuando su orgullo y ambición las llevó a volverse en nuestra contra, eso piensa Daekan, la humanidad adoptada por las IA, la humanidad lo hunde todo.

Para soportar las largas horas de patrullaje, activa en sus impulsores auditivos nervio adaptados, un poco de esa primitiva poesía de la tierra antigua, música le llamaban, según sabe, los habitantes de aquel periodo pasado. Y es lo que lo lleva a confusión, El Teniente Daekan no comprende cómo, cómo una raza poseedora de semejante belleza, pudo destruir todo aquello que los mantenía libres de su propia bajeza.

Pero la noche ha sido tranquila, su bastón protoagresor permanece inofensivo en la funda de su cinto y en su fase no mortal, tal vez esta noche no sea necesario usarlo en su forma asesina.

Las pequeñas y contaminadas rameras de la calle no suponen mayores ofensas para sus ojos, y extrañamente las pandillas de niños poco trabajo le han ocasionado en los últimos días. Sólo es su conciencia la que lo perjudica drásticamente a cada paso, ¿podría ayudar a esta gente?, poco importa, la contaminación nuclear aun los va matando lentamente, y El Teniente Daekan sabe que nada puede hacer.

Cuando el soldado raso Daekan despertó de aquella pesadilla por el brillo del sol en su ventana, una sensación de angustia amenazaba con apoderarse de su cuerpo, mucho hacía que no soñaba con un nivel tan claro de realeza, podía sentir en su cabeza aun, el hedor de las calles moribundas. Cuando el soldado raso Daekan decidió observar aquella mañana desde su ventana el brillo del sol, un terror inmenso se apoderó de su persona, mientras a lo lejos, en donde debía estar el sol, un gran hongo negro y ensordecedor se elevaba por los cielos, cegando con su luz devastadora todo el paisaje de lo que hasta ahora era su amada tierra.

AUTOR: Revolver

FUENTE: Rosavientos.es

LA ÚLTIMA COMUNIÓN.

 

Tenía 8 años, un niño de lo más normal, en el mas llano sentido de esa palabra.

 

El día de mi Primera Comunión estaba rebosante de alegría y tremendamente inquieto, la idea de recibir el cuerpo de Jesucristo en mi interior me llenaba de gozo. También estaba ansioso por probarme ese traje tan bonito, de marinero, blanco con un lazo azul marino que me hacia sentir un ser superior.

 

La ceremonia alcanzó cotas de emoción difícilmente superables; la liturgia, la devoción general, ese ambiente de fiesta con Jesús y los cánticos arrancó mas de una lágrima, a parte de las mías. Recibí la Eucaristía con recogimiento e hice partícipe a Nuestro Señor de mis mejores intenciones.
Tras el ágape los niños jugamos en un patio trasero con jolgorio. Allí estaba Lazarito, mi mejor amigo, solitario en en un rincón. Con su camiseta amarilla con rayas verdes, callado y tímido como ha sido su carácter y forma de ser desde siempre.

Mi madre vino hacia mi y llevándome de la mano hasta mi amigo me preguntó.
-¿Porqué no os vais hasta el parque los dos a dar un paseo, para que te vea todo el mundo lo guapo que estas con ese traje tan bonito?
La idea me hizo saltar chispas de los ojos. Fuimos hasta el parque riendo y a ratos corriendo para ver quien era mas veloz, me sentía un ser divino y elevado, un héroe poderoso y bendecido. Antes de llegar al parque, había que atravesar un paso a nivel de ferrocarril, no señalizado y con la casualidad de que se acercaba un mercancías hacia nosotros. Paramos al lado de la vía para verlo pasar de cerca. Tenía a mi amigo a mi derecha muy pegado a mi, palpitando de emoción y creo que con un poco de miedo. Momentos antes de traspasarnos la locomotora donde estábamos, sin pensarlo ni saber porque, lo empujé a las vías. Vi su cuerpo desaparecer delante de la máquina pasando a toda velocidad. Cuando se alejó el tren miré desde mi posición sin moverme y no lo pude ver. Corrí hasta mi casa llorando preso del pánico y del arrepentimiento. Cuando llegué allí estaba él, en el sitio que había ocupado antes como si nada hubiera pasado, sin un rasguño, con su semblante habitual. Se que me quedé bloqueado y que me hubo mucha agitación, también que me cayó una reprimenda tremenda de mis padres, y automáticamente el fin de la fiesta. Solo recuerdo de ese momento a Lazarito, marchándose de la fiesta cabizbajo, triste y sin mirarme ni hablarme. Tampoco me hablaría mas el resto de su vida.

Han pasado 35 años de esto y algunas veces lo he visto de vez en cuando. Me he cruzado con él algunas veces y jamás me mira ni me habla, camina solo o esta sentado en algún banco con aire deprimido. También veo como va envejeciendo con el paso del tiempo. Un día sin saber porque o quizás ya demasiado atormentado por peso de tantos años decidí ir a visitarlo y hablar con él. Resultó muy difícil localizarlo, no tenia su dirección, ni sabía donde trabajaba, ni tampoco conservaba contactos comunes que me pudieran informar. Solo recordaba la casa donde vivía y hasta allí me dirigí sin saber como afrontar la situación.


Me abrió la puerta una señora de mediana edad que en seguida supuse que no era su madre, le expliqué que buscaba una familia que había vivido en esa casa hacia 35 años.
-Perdone señor , no le puedo decir, vivo en esta casa desde hace 30 años, mi marido murió hace 6 meses y dentro de poco me mudare a casa de mi hija- Me respondió con extrema amabilidad y un deje de pena.
-Ni tampoco tengo la dirección de los anteriores propietarios. Lo siento señor- su voz se hizo aun mas triste- Solo se que cayó la desgracia cayó sobre ellos cuando su único hijo murió un día atropellado por un tren. La madre murió al poco tiempo y el padre se suicidó
Me quede callado sin comprender ni reaccionar.
-Hay una caja en el sótano que era de ellos, la iba a tirar, quizá usted la quiera si tenía amistad con esa familia.- la acepté en seguida y me ofrecí a buscarla yo mismo.
La incertidumbre me llevó a abrir la vieja caja allí mismo a la luz del sótano- si no le interesa nada no se preocupe, yo mismo la tirar, le dejo solo no tenga prisa- oí la voz de la señora subiendo las escaleras.
Dentro de la caja había muchos libros, papeles sueltos, juguetes, fotos y un bolsa llena de ropa. Vi los juguetes, un recorte de su esquela de defunción.. No entendía nada, me sentía muy nervioso y con miedo. Abrí la bolsa de ropa febrilmente y saque un montón de trapos, entre ellos estaba lo que había sido un traje de Primera Comunión destrozado, sucio y con manchas oscuras de sangre seca.
Miré las fotos y en algunas salía Lazarito con su carita de niño. Vi también una foto del día de su Primera Comunión y rodeado de sus amigos. Busqué con ansiedad entre los las caras de los niños y entre ellos me reconocí, yo estaba un rincón con mi camiseta amarilla con rayas verdes. Algo de mi interior se derrumbó y lloré sin consuelo totalmente roto.
Por fin he recordado lo que hice, ahora se quien soy y lo que pasó. Es hora de empezar a aceptarlo. Descansa en paz amigo mío y te pido perdón con toda mi alma por lo que te hice, no supe impedir que la envidia me envenenara el corazón.
A partir de este día jamás lo volví a ver.

AUTOR: Jul-Rauz

LA SANGRE DE MAURA.

Perdí el sentido a causa del encontronazo. Desperté y lo vi todo de color blanco. Era el techo de un hospital. Ahí languidecí durante menos de un mes. Nadie evitó tacharme de afortunado. Mi auto había quedado hecho trizas, pero yo sólo me había lastimado la pelvis. Sanaría con el tiempo. Entretanto necesitaría unas muletas. Me vi ante un espejo con aquellos aparatos bajo las axilas y me disgustó la imagen, de modo que compré un bastón de lujo en la tienda de antigüedades de los Chico; me dieron un ejemplar del siglo XVII, cuya metálica empuñadura representaba la cabeza de un engendro. Me contaron una extraña historia relacionada con la antigüedad. Me fui mientras ellos reían por lo bajo a mis espaldas.

Era tal el porte que aquel bastón me confería, que por un momento deseé no mejorar jamás.

Pero no he contado el porqué de mi alteración. ¿Qué me llevó a conducir a doscientos kilómetros por hora en una carretera que demandaba una velocidad razonable? Indignación y furia. Me chocaba no salir airoso de una empresa de conquista. En principio entendí que Maura se hiciera la difícil, pero a la larga no logré explicarme su férrea negativa a caer rendida a mis pies. Miento. Hubo un factor nocivo para el desarrollo de mi proyecto. Osorio era rico y su labia anulaba a la mía; tenía la costumbre de departir con mujeres, y la práctica y el tiempo lo habían convertido en un mago de la seducción. Yo era más sutil que franco; si quería someter a una fulana a mis designios, se lo decía en su cara; en cambio, Osorio echaba a andar un programa de actividades diversas que, invariablemente, lo hacían acreedor a las que fueran mis candidatas.

Soporté que se quedara con muchas, pero no toleraría que Maura fuera suya. Ella debía pertenecerme, pues de lo contrario sólo me convendría morir. Sin embargo, la fatalidad no me condenaría. El accidente fue sólo una experiencia más que contaría luego. Todavía me faltaban cosas por hacer. El Otro Lado me esperaría pacientemente. No me atrevía a debatir esa cuestión. En el hospital se aflojó mi lengua; conté que había estado conduciendo en un estado emocional inconveniente, de ahí que un día me visitara un sujeto parlanchín que al punto se delató como psiquiatra. Aquél era un hospital de lujo, donde más valía tratar bien a los pacientes; tal fue la cólera que me sobrevino por culpa del visitante, que hice un escándalo con tal de quedarme solo. Mis amenazas respecto de una posible demanda produjeron que nadie volviera a incomodarme.
No volvería a proclamar mi pasión de ánimo. Cuando me dieron de alta, volví solo a casa, donde intenté serenarme con la ayuda del silencio y las cavilaciones. Mala compañía. Ciertas circunstancias acentúan el peso de ideas singulares. Recordaba a Maura a cada instante, pero ello no me daba paz. Anduve de acá para allá, con la mirada al suelo y mi mano aferrando el puño del bastón, que en ocasiones me producía extrañas sensaciones en la palma. Nada prometía paliar mi intemperancia, ni siquiera los susurros que un par de veces creí escuchar. Era preciso que me desahogara, pero no se me ocurría forma alguna de lograrlo. Además, cualquier actividad que emprendiera con tal de ocupar mi mente me traería un reposo transitorio, y mi ansiedad debía aplacarse por entero, a riesgo de que el mal físico que me aquejaba se transformara en una afección de los sentidos.

Me cansó andar en diagonales. Aún no me acostumbraba al bastón. Tomé asiento en un sillón, junto a una ventana, y perdí tiempo contemplando el cielo brumoso. Cuando algunas gotas comenzaron a golpear el cristal, escuché el ruido del timbre. Fui incapaz de imaginar quién querría visitarme. Misántropo empedernido, solía gozar tan sólo de compañía femenina, y a la sazón no podía jactarme de contar con una concubina estable. Los timbrazos persistieron y me negué a escucharlos otra vez, así que me levanté y gravemente fui a abrir la puerta.

Hola dijo Maura, mientras las gotas que caían en sus cejas la obligaban a parpadear.
Yo la contemplaba como un imbécil. Prosiguió:
Me enteré de tu accidente. Lo siento muchísimo. Vine para saber cómo estás.
Me aparté del umbral. Ella entró con una mezcla de no sé qué. En ningún momento supuse que su estancia derivaría en un evento gratificante para mí. Mientras cerraba la puerta, intenté concluir que nuestra entrevista sería breve e insustancial. Ella me diría cosas que, a su juicio, yo deseaba escuchar, y luego se marcharía, lista para seguir complaciendo a Osorio. Noté que Maura examinaba mi estampa. A saber qué la hizo pensar mi figura apoyada en un bastón. Acaso sintió lástima, pues me dedicó una sonrisa que sólo cuadraba con ese sentimiento. Pero ¿quién sabe lo que en realidad siente una mujer? Nos sentamos en el sofá y entonces advertí que no le había ofrecido nada a la visitante. De seguro que, siendo abstemia, sólo aceptaría café. Hice ademán de levantarme otra vez, mientras le preguntaba a Maura si quería uno de mis célebres capuchinos, pero ella me dijo que estaba bien y me pidió que me quedara sentado. Obedecí. Nos miramos por unos instantes. Ella comprendió lo que expresaban mis ojos, el maldito despecho que casi me había costado la vida. Por mi parte, no supe qué concluir de su mirada. Entonces, una extraña, extrañísima mueca se dibujó en su rostro. Un asomo de burla. La perra me había visitado para divertirse, para volcar su dicha en el espectáculo que yo daba gracias al bastón.

Sentí algo en la palma de la mano, un cosquilleo. La empuñadura, seguramente. Me desentendí de Maura por un momento y decidí alimentar mi ira con alcohol. Me levanté cuando Maura pretendía decir algo. Celebré que permaneciera en silencio. Una frase suya hubiera equivalido a una audacia imperdonable. Pero ¿qué le perdonaría? Me servía un whisky cuando advertí que últimamente había cavilado sobre lo que ahora podía hacer. Las condiciones eran magníficas, por no hablar de la insistencia de la empuñadura del bastón. La vi de soslayo y palidecí. El whisky, que bebí de un trago, me devolvió el color y la entereza. Maura continuaba en el sofá. Desde el vano de la puerta vi su cabeza y noté que se había puesto a fumar. Ella me había dicho que sólo fumaba cuando estaba nerviosa. Ahora tenía razón para estarlo.
Los Chico no me habían dicho nada, sin duda porque estaban seguros de que el propio bastón lo haría. Me sentí exultante cuando descubrí que mi supuesto bastón era la vaina de un espadín extremadamente filoso. Mi pulgar pagó las consecuencias de mi curiosidad. Chupé la sangre que manó.
Se desató una tormenta. Un trueno me hizo dar un respingo. Me tranquilicé al punto y noté que había pasado mucho tiempo en la cocina. Me chocó la idea de que Maura quisiera alcanzarme allá. Todo estaba listo. Pronto me desahogaría. Con el espadín en ristre volví sobre mis pasos, rengueando, soportando el dolor que me provocaba apoyarme en el pie derecho. No importaba. La calma total sobrevendría pronto. Iba hacia Maura, hacia su cabeza. Ella se levantó de pronto y, mientras se alisaba la falda, miró hacia la izquierda, donde el ventanal que daba al jardín la dejó ver la furia del vendaval. No me detuve. Mi víctima giró sobre los talones. Sólo pudo entreabrir la boca. Por algo alfombré la casa. Siempre he odiado que algo caiga al suelo y haga ruido.

Admiraba el cuerpo incompleto de Maura cuando el teléfono sonó. Estaban ocurriendo cosas raras. Primero llegaba aquella perdida y ahora alguien me llamaba, cuando normalmente el teléfono me aturdía por su silencio. Contesté y en el acto identifiqué aquella voz. Era Osorio. De entrada me ofreció su simpatía a causa de mi accidente, enseguida me aseguró que estaba a mis órdenes para cualquier cosa que me faltara durante mi convalecencia, y por fin me dio una “buena noticia”: Maura lo había mandado al Infierno el día anterior, pues había notado que me amaba. “Próximamente” me visitaría para hacer las paces conmigo y, con suerte, convertirse en mi novia. Me despedí afablemente del bellaco.