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El poder de conocer

Por: Olavo de Carvalho

“Experimenta de todo, y quédate con lo que es bueno”. Experiencia, ensayo y error, constante reflexión y revisión del itinerario -tales son los únicos medios por los cuales un hombre puede, con la gracia de Dios, adquirir conocimiento. Eso no se logra de la noche a la mañana. “Veritas filia temporis”, dijo Santo Tomás: la verdad es hija del tiempo.

No me vengan con destellos místicos e intuiciones repentinas. “Que las hay, las hay”, pero incluso ellos requieren de preparación, esfuerzo, humildad, tiempo. Incluso Cristo, en la cumbre de su agonía, lanzó al aire una pregunta sin respuesta. ¿Por qué nosotros, que sólo somos hijos de Dios por delegación, hemos de tener el derecho congénito a respuestas inmediatas?

El aprendizaje es imposible sin el derecho de errar y sin una larga tolerancia al estado de duda. Más aún: no es posible que el sujeto se oriente en el medio de una controversia sin conceder a ambas partes una credibilidad inicial sin reservas, sin miedo, sin la mínima prevención interior, por más oculta que sea. Solo así la verdad acabará apareciendo por si misma.

El verdadero hombre de ciencia apuesta siempre a todos los caballos, y aplaude incondicionalmente al vencedor, cualquiera que sea. La exención no es desinterés, distanciamiento frío: es pasión por la verdad desconocida, es amor a la idea misma de la verdad, sin presuponer cual sea el contenido de ella en cada caso particular.

No hay nada más estúpido que la convicción general de nuestra clase letrada de que no existe imparcialidad, de que todas las ideas son preconcebidas, de que todo en el mundo es subjetivismo e ideología. Aquellos que proclaman esas cosas apenas prueban su total inexperiencia de la investigación, científica o filosófica. Despreciando su propia inteligencia —porque jamás la pusieron a prueba— se apresuran a prostituirla a la primera creencia que los impresione, y de ahí deducen, con una demencial soberbia, que todo el mundo hace lo mismo. No saben que una apuesta total por el poder del conocimiento bloquea, de antemano, todas las apuestas parciales por verdades preconcebidas. Si lo que está en juego para mí, en el momento de la investigación, no es la tesis “x” o “y”, sino el valor de mi propia capacidad cognitiva, poco me vale si gana “x” o “y”: solo lo que importa es que yo mismo, como portador del espíritu, salga victorioso. Ninguna creencia previa, por más sublime que sea su contenido, vale ese momento en que la inteligencia se reconoce en lo inteligible. Quien no vivió eso no sabe como la felicidad humana es más intensa, más luminosa y más duradera que todas las alegrías animales.

Infelizmente, la clase intelectual está repleta de individuos que no conocen de la inteligencia más que su aparato de medios —lógica, memoria, sentimientos, cada uno de los cuales valora más o menos uno u otro de estos instrumentos según sus inclinaciones personales— pero que no tienen la menor idea de lo que sea la inteligencia como tal, la inteligencia en cuanto poder de conocer lo real. Es impresionante como el mismo poder que define la actividad de esas personas —el intelecto— puede ser despreciado, ignorado, reprimido y finalmente olvidado en la práctica diaria de sus quehaceres nominalmente intelectuales.

El culto a la razón o a los sentimientos, a las sensaciones o al instinto, a la fe ciega o al “pensamiento crítico”, no es más que el residuo supersticioso que sobra en el fondo del alma obscurecida cuando se pierde el sentido de la unidad de la inteligencia detrás de todas estas operaciones parciales. La inteligencia en efecto, no es una función, una facultad en particular: es la expresión de la persona entera en cuanto sujeto del acto de conocer. La inteligencia no es un instrumento, un aspecto, un órgano del ser humano: ella es el ser humano mismo, considerado en el pleno ejercicio de aquello que en él hay de lo más esencialmente humano.

Una vez me preguntaron en un debate cómo definía la honestidad intelectual. Sin pestañear respondí: es cuando uno no finge saber que sabe aquello que no sabe, ni que no sabe aquello que sabe perfectamente bien. Si sé, sé que sé. Si no sé, sé que no sé. Esto es todo. Saber que sabes es saber; saber que no sabes también es saber. La inteligencia no es en el fondo, sino el compromiso de la persona entera en el ejercicio del conocer, mediante una libre decisión de responsabilidad moral.

De allí que ella sea también la base de la integridad personal, ya sea en el sentido ético o psicológico. Todas las neurosis, todas las psicosis, todas las mutilaciones de la psique humana se resumen, en el fondo, a una negativa a saber. Son una revuelta contra la inteligencia. Revueltas contra la inteligencia —psicosis, por tanto, a su manera— son también las ideologías y filosofías que niegan o limitan artificialmente el poder del conocimiento humano, subordinándolo a la autoridad, al condicionamiento social, al beneplácito del consenso académico, a los fines políticos de un partido, o pero aún, subyugando la inteligencia en cuanto tal a una de sus operaciones o aspectos, ya sea la razón, el sentimiento, el interés práctico o cualquier otra cosa.

Es claro que, para cada dominio especial del conocimiento y de la vida, se destaca una facultad en particular, aunque sin desligarse de las otras: el raciocinio lógico en las ciencias, la imaginación en el arte, el sentimiento y la memoria en el autoconocimiento, la fe y la voluntad en el buscar a Dios. Pero, sin la inteligencia ¿qué es cada una de esas funciones, o la yuxtaposición mecánica de todas ellas, sino una forma exquisita de fetichismo? ¿Qué es una imaginación que no intelige lo que concibe, un sentimiento que no se percibe a sí mismo, una razón que razona sin comprender, una fe que apuesta ciegamente, sin una visión clara de los motivos para creer? Son fragmentos de humanidad, arrojados a un sótano oscuro donde los ciegos buscan a tientas rastros de sí mismos. Toda “cultura” que se construya encima de esto no será jamás sino un monumento a la miseria humana, un macabro sacrificio ante los ídolos.

Solo el inteligir, asumido como estatuto ontológico y deber máximo de la persona humana, puede fundamentar la cultura y la vida social. Por eso, no hay perdón para aquellos que, viviendo de las profesiones de la inteligencia, la rebajan y la humillan. Cada vez que uno de esos individuos grita, sea en la lengua que fuera, con el pretexto que sea, “¡Abajo la inteligencia!”, es siempre el coro de los demonios el que resuena desde lo más profundo del abismo: “¡Viva la muerte!”.

Si sé, sé que sé. Si no sé, sé que no sé. Eso es todo. Saber que sabes es saber; saber que no sabes también es saber (Tuitea esta frase)

EL FALSO MITO DE «AL-ANDALUS»

 

La invención de la España musulmana como lugar paradigmático de una humanidad superiortuvo lugar hace 250 años y se renueva hasta hoy en innumerables versiones. Así, los teóricos franceses nos presentan un mundo islámico idealizadoy pluriteísta como contrapartida al mundo papista, dogmático e inquisidor que representa el esclerotizado occidente con sus hogueras y su Iglesia Católica y culpable. Siguiendo el concepto de Rousseau de «salvaje noble» también se da forma al «musulmán u oriental noble» y Pierre Bayle, Montesquieu, Voltaire y otros lo convierten en «modelo de virtud»(Siegfried Kohlhammer). En la utopía pedagogizante de Herder aparecen los Hispano-Arabes finalmente como «profesores de Europa» que habrían terminado, gracias a su «luz clara» y el «genio oriental», con la «oscuridad» de la cultura occidental . Cuando llegan los románticos (Chateaubriand -«Le dernier Abencérage», 1826 – y Washington Irving -«Tales of the Alhambra», 1832 – fueron los primeros) la mentira ya es perfecta.

El dominio árabe en España fue fruto de una invasión militar garantizado por una clase dirigente violenta y militarizada. En tan sólo cien años y a golpe de espada y fuego, los seguidores del Profeta (fallecido en 632 DC) se construyeron un imperio desde el Indo hasta Lisboa.

Por supuesto que todos los ejércitos de la época, todas las guerras de la época, distaban mucho de ser grupos de caballeros tomando té o partidas de ajedrez. La más cruda de las brutalidades, la esclavización de los vencidos, el saqueo eran la práctica de todos los ejércitos de aquellos tiempos. Pero «la brutalidad sin límites, la regularidad y el carácter sistemático de las devastaciones musulmanas», nos cuenta la historiadora británico-egipcia Bat Ye’or, diferencian la expansión islamo-árabe de las empresas militares de los ejércitos griegos, eslavos y latinos del tiempo, y la convierten quizá en «la acción más grande y sanguinaria de saqueo de la historia». «La Dschihad es una tarea santa», escribió Ibn Khaldun en el Siglo XIV, un político, sociólogo y descendiente de una familia noble musulmana de Al-Andalus, «debido a la universalidad de la misión islámica y la obligación de que todo el mundo se convierta al Islam, debemos recurrir al convencimiento o a la fuerza». Y sigue: «el Islam tiene la orden de alcanzar el poder sobre las otras naciones.»

En Al-Andalus terminó por reinar una paz ficticia mantenida sobre todo por las normas de la Dhimma (que no eran más que un contrato en el que decía: “paga o muere») y la potencia militar de los ocupadores. Ibn Abdun, un letrado malaquita y jurista, escribió en el año 1100 en Sevilla un tratado para el califa en el que se podía leer entre otras cosas:

«Un musulmán no puede dar masajes a un judío, tampoco a un cristiano. No puede retirarles la basura o limpiarles las letrinas; es más acorde a ley que judíos y cristianos realicen tales trabajos, pues se trata de trabajos menores» (Nr. 153).

«No debemos consentir que un recaudador, un policía, un judío o un cristiano se vistan como un jurista, un rico o un notable, sino que debemos odiarlos, evitar el contacto con ellos y no se les debe saludar con el “la paz sea contigo», pues son posesos de Satán y han olvidado dar gracias a Allah. Pertenecen al partido de Satán. En verdad, quienes pertenecen al partido de Satán terminarán sufriendo (Sure 58:19). Deben llevar una marca para así poderles reconocer en su vergüenza» (Nr. 169).

«No se debe poner en manos de judíos ni de cristianos ningún libro científico a no ser que el autor sea de su misma condición» (Nr. 206)

El Apartheid religioso se convierte muy rápidamente en un Apertheid social. Sólo en la mitad del siglo X, bajo Abderramán III y Al-Hakam II, se puede hablar de «consentimiento interreligioso», pero nunca de ecumenismo. No era infrecuente encontrar judíos o cristianos en la corte o en puestos científicos.

PARA QUIEN NO LO SEPA: Averroes tradujo las obras de Aristóteles para el sultán Jusuf I. En cuanto éste murió, su sucesor, Jakub Al-Mansur dictó en 1195 un decreto por el que la filosofía griega era prohibida, se quemaron los libros de Aristóteles y las obras de Averroes. A éste se le latigó ante la mezquita de Córdoba y se le desterró. Murió poco después.

En otras palabras, no existió el mito de Al-Andalus como paraíso de culturas, de entendimiento o de ecumenismo. Es mentira.

SON LAS MENTIRAS DEL ISLAM, NI MAS NI MENOS.