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Animalitos (del Señor) Capullitos (de Alelí)

La desposesión de lo humano: el animalismo como barbarie

El animalismo forma parte de las ideologías autoritarias que en nombre del género, la digitalización o el cambio climático intentan modificar nuestra racionalidad

Cartel de Pacma para el 8-M. Pacma

Por DAVID SOUTO ALCALDE en VozPopuli

El animalismo, ese virus moral que defiende la igualdad jurídica entre humanos y animales, ha llegado como un ejército invasor a nuestras vidas para obligarnos a modificar hábitos, tradiciones e incluso la concepción que tenemos de nosotros mismos. Por medio de una macabra inversión de sentido, todos aquellos que defendemos los derechos humanos hemos pasado de ser considerados “humanistas” (defensores de la humanidad) a ser vilipendiados como “especistas” o guardianes de fronteras entre especies que legitiman la primacía humana sobre los animales. Incubado en las universidades de élite americanas como una corriente de activismo minoritaria (igual que la teoría queer o el posthumanismo), el animalismo se ha convertido en tiempo récord en uno de los instrumentos ideológicos de dominación poblacional. En España, su tóxica fumigación sobre la ciudadanía ha tenido lugar el pasado marzo por medio de una serie de eventos que han culminado en la aprobación de la Ley de Bienestar Animal y que buscan convertir el animalismo en un nuevo sentido común.

Si el 8 de marzo el PACMA conseguía copar titulares en todos los medios con un cartel anti-especista que equiparaba a una vaca con una mujer para reclamar “un feminismo sin distinción de especies” en el que no hubiese ni oprimidas (vacas) ni opresoras (mujeres, en tanto que humanas), tan solo un día después se anunciaba la concesión del premio BBVA a Peter Singer, fundador del movimiento animalista. Según el jurado, este galardón se debía al “progreso moral” ocasionado por las teorías del filósofo australiano, que inspiran de manera directa la ley animalista que se oficializó el 28 marzo impulsada por Unidas Podemos.

La polémica tardó poco en explotar, pues Singer lleva desde 1975 defendiendo el infanticidio, la experimentación en laboratorios con personas con retraso mental o la zoofilia como condición para borrar la frontera entre humanos y animales. Por ejemplo, mientras que Julio Llorente glosaba la barbarie animalista del premiado en un artículo publicado en estas mismas páginas, Pablo de Lora realizaba en The Objective una encendida, pero vacua defensa suya porque el filosofar de Singer, decía, “es revoltoso y escandaloso y no tiene empacho en formular las preguntas inaugurales”. 

El animalismo como anti-ética

El animalismo forma parte de las ideologías autoritarias que en nombre del género, la digitalización o el cambio climático intentan modificar nuestra racionalidad con el objetivo de hacernos creer que nuestra naturaleza ha cambiado o que tiene que cambiar a fuerza de ley. La desposesión, jurídica, pero también material, que el animalismo pone en marcha, pudiendo parecer la más inofensiva, es la más peligrosa de todas. Mediante la creación de un marco inhumano que sirve a los intereses del posthumanismo (hay que desterrar todo lo que sea humano, porque lo humano es irremediablemente igualitario por inmutables leyes naturales), el animalismo desprotege tanto a humanos como animales y nos somete a los designios arbitrarios de una élite tecnócrata que decide quién debe ser protegido y quién abandonado.

Las teorías animalistas de Peter Singer son las que más nos debieran preocupar pues son las que han directamente inspirado la Ley de Bienestar Animal, que no solo propone hasta 18 meses de cárcel por matar a un vertebrado (por ejemplo, un ratón), sino que legaliza la zoofilia y se compromete a otorgar derechos casi humanos a los grandes simios. El animalismo de Singer derriba la frontera entre humanos y animales de manera que ciertos seres humanos (bebés, personas con retraso mental, etcétera) dejan de tener derechos y pasan a ocupar el rol de bestias sacrificables, mientras que ciertos animales detentan derechos humanosEn palabras de Singer: “Algunos miembros de otras especies son personas: algunos miembros de nuestra propia especie no lo son. Ninguna valoración objetiva puede apoyar la postura de que en todas las ocasiones es peor matar a miembros de nuestra especie que no sean personas, que a miembros de otras especies que sí lo son”. Esta reformulación de categorías éticas que afirma que un bebé no es una persona, pero un cerdo sí lo es, lleva al propio Singer a aventurar que “si perros y gatos pueden ser calificados como personas, los mamíferos que utilizamos como alimentos no pueden encontrarse demasiado lejos” y a lamentar: “¿No estaremos convirtiendo personas en beicon?”.

El cambio radical que animalismo propone se basa en sacrificar aquello que nos hace humanos (la defensa de los vulnerables) para construir una nueva ética anclada en principios de eficacia propios de la filosofía utilitarista. Según esta corriente, que pensadores como Durkheim, Weber, Rawls o Nozick consideraban como incompatible con la naturaleza humana, la sintiencia (la capacidad de experimentar sufrimiento o placer) es la única fuente originaria de derechos, que serán tenidos en cuenta, en mayor o menor medida, dependiendo de la capacidad de autoconciencia y la probabilidad de ser felices, no solo en el presente sino también en el futuro. Por ejemplo, en libros como Liberación animal o Ética Práctica, Singer defiende que en los experimentos clínicos habría que sustituir a animales por humanos con retraso mental severo, pues así “el número de experimentos realizados con animales se reduciría de forma significativa”, puesto que “existen humanos discapacitados intelectualmente que tienen menos derecho a que se les considere conscientes de sí mismos o autónomos que muchos animales no humanos”.

El peligro de abrir la caja de Pandora de la animalidad se hace evidente cuando Singer defiende el derecho al infanticidio, ya que, según argumenta, “si podemos dejar a un lado los aspectos emocionalmente conmovedores, pero estrictamente sin pertinencia alguna, que surgen al matar un bebé, veremos que los motivos para matar personas no se aplican a los recién nacidos”. Esto sería así según este premiado y alabado impulsor del “progreso moral” porque “si el derecho a la vida debe basarse en la capacidad de querer seguir viviendo, o en la capacidad de verse a sí mismo como un sujeto con mente continua, un recién nacido no puede tener derecho a la vida”. Anticipándose a las posibles objeciones, Singer explica que “si estas conclusiones parecen demasiado escandalosas para ser tomadas en serio, quizá merezca la pena recordar que nuestra actual protección absoluta de la vida de los niños es una actitud típicamente cristiana más que un valor ético universal” y que “quizá ahora sea posible pensar en estos temas sin asumir el marco moral cristiano que ha impedido, durante tanto tiempo, cualquier revaloración fundamental”. Estas “preguntas inaugurales” que Pablo de Lora parecía celebrar en su artículo ponen fin a un tabú que según el filósofo australiano hace que “desde la derrota de Hitler, no ha[ya] sido posible (…) comparar el valor de la vida humana y no humana”. 

Es quizás por eso que en un texto titulado “Heavy Petting” Singer va más allá y defiende la zoofilia tras asegurar que la vagina de una vaca puede satisfacer sexualmente a un hombre, que las mujeres se sienten más atraídas hacia los caballos que hacia los seres humanos o que es muy normal que un orangután tenga una sincera erección al ver a una mujer por ser los límites entre especies algo artificial. Es más, Singer asegura que nuestro rechazo a la zoofilia “se ha originado como parte de un más amplio rechazo al sexo no reproductivo” como el sexo oral o el anal, pero que “la vehemencia con la que esta prohibición se mantiene mientras otras prácticas sexuales no reproductivas han sido aceptadas sugiere que hay otro poderoso motivo: nuestro deseo para diferenciarnos, eróticamente y de cualquier otra manera posible, de los animales”.

Francisco de Vitoria

El universalismo cristiano que Singer crítica como base de la vieja moral que nos impide matar a inocentes (niños, personas con retraso mental, etc.) y que prohíbe que humanos y animales tengamos los mismos derechos tiene su origen en el teólogo español Francisco de Vitoria (1483-1546). En su ensayo (relectio) “Sobre los indios”, considerado como el fundamento de los derechos humanos actuales, Vitoria explora las posibles razones ilegítimas que, de acuerdo con la ley natural, impedirían a los españoles ejercer su dominio sobre los indios del Nuevo Mundo, aun cuando leyes creadas por humanos lo permitiesen. Las conclusiones de Vitoria son claras: no existe ninguna razón por la que los españoles puedan dominar a los indios, ya que estos tienen dominio (dominium) sobre sus propios cuerpos, territorios y son perfectamente capaces de gobernarse a sí mismos sin importar que sean paganos, herejes o delincuentes. En su argumentación escolástica, Vitoria invierte avant la lettre los razonamientos animalistas de Singer y afirma que aunque los indios fuesen como niños pequeños, tuviesen algún retraso mental o estuviesen locos, no habría razón para dominarlos, pues de hacerlo serían víctima de una injusticia (iniura) por ser imágenes de Dios (imago dei).

El argumento de Vitoria es especista de principio a fin, y muestra que la igualdad y los derechos solo son posibles desde postulados especistas. Hablando en plata, los indios tienen tantos derechos como los españoles por la sencilla razón de que son humanos. Pese a las acusaciones de canibalismo, su humanidad se confirma mediante dos argumentos complementarios: tienen dominio, es decir, derecho natural a gestionar los recursos naturales y a autogobernarse, que se basa en que han sido creados a imagen y semejanza de Dios (son imagen de dios, no Dios, como parecen creer los posthumanos y los animalistas). Este dominio, que tiene un soporte legal humano o positivo mediante derechos como el de propiedad, es ajeno por completo a los animales, quienes según Vitoria no pueden ser víctimas de una injusticia pues “privar a un lobo o león de su presa no supone una injusticia”. Si los animales tuviesen dominio, prosigue, “cualquier persona que vallase un terreno con hierba que antes era consumida por ciervos estaría cometiendo un delito, pues estaría robando comida sin permiso del propietario”.

La lógica argumental de Vitoria es implacable. Pensemos, de hecho, que la mayor prueba de que los animales no tienen dominio la constituye la propia doctrina animalista que en su despiadada defensa de lo animal se arroga el derecho, por ejemplo, a esterilizar gatos sin su consentimiento o a intervenir en hábitats naturales si consideran, en base a principios utilitarios, que obtendrán un balance ecológico más justo aunque maten a miembros de tal o cual especie. Este mismo derecho a esterilizar o matar animales no existe con respecto a los seres humanos por la sencilla razón de que esterilizar o matar a miembros de una población (o a un individuo), fuese cual fuese la causa, sería visto como una injusticia. Es más, los miembros humanos de esa comunidad podrían declararle la guerra o directamente matar a los humanos que hubiesen esterilizado a su población, puesto que uno de los objetivos de los derechos humanos consiste en asegurar, en la medida lo posible, que aquellos que son capaces de agredirse a sí mismos con unos niveles de eficacia no poseídos por otras especies -los seres humanos- no lleguen a hacerlo.

La desposesión de lo humano (especismo o barbarie… tecnócrata)

El animalismo defendido por Peter Singer e inoculado en la política española por parte de nuestros políticos más “izquierdistas” (aspirantes eternos a mediocre profesor universitario, tecnócratas sin oficio que asumen como verdad toda vileza que la academia americana produce) implementa una desposesión humana que nos hace pasar de ser iguales en tanto que imago dei a estar sometidos a los caprichos de un dios arbitrario encarnado en la tecnocracia global. El animalismo, como recordaba Miguel Ángel Quintana en un debate reciente con Ernesto Castro, sustituye la ética de vínculos propia de la humanidad por una ética de atributos. Este modelo supone una desprotección absoluta de los seres humanos (y de los animales) en tanto que hace depender nuestros derechos y supervivencia de la posesión de un determinado atributo (un mayor grado de inteligencia, una mayor voluntad de vivir de manera feliz, etc.) que cambia de acuerdo con los deseos de aquel que dicta las reglas. Esta nueva ética, a diferencia de la humana, solo es posible mediante una violencia coercitiva y vertical que, en su aspecto aterciopelado, toma forma de lo que Ignacio Castro Rey ha denominado en En Espera como “violencia perfecta”.

La ética de atributos que el animalismo hace suya ha sido la mayor promotora de desigualdad a lo largo de la historia, pues es solo mediante ella como pueden llegar a darse males como el racismo o el machismo, que consideran que ciertos sujetos carecen de determinado atributo y no se bastan de su humanidad para tener derechos. Esta violencia animalista no tiene otro fin que promover una tecnocracia posthumana que elimine la frontera entre humanos y animales y nos convierta a todos en bestias que habitan el zoológico humano soñado por Sloterdijk. Estamos ante el enésimo uso instrumental de los animales, solo que esta vez en lugar de ser empleados en fábulas como fuentes de moralidad, los animales son utilizados como arma con la que desposeernos de la dignidad humana y de nuestra responsabilidad con la naturaleza.

El animalismo, como mostraré en otro artículo, es una doctrina alienante que mediante una moral new age hipnotiza a cantidades cada vez más grandes de población antes de que estas mueran ahogadas en el río de las falsas promesas identitarias. Por una parte, en tanto que defensor del principio utilitario del no sufrimiento y la felicidad como base del derecho a la vida, el animalismo hace creer a parte de la ciudadanía que toda frustración debe ser evitada por ir en contra de los delirantes postulados de la felicidad eficaz, que para ser efectiva debe ser medida en todo momento (de ahí, la incitación actual a cambiarse de sexo o a solicitar una eutanasia ante la menor contrariedad, como sucede en Canadá). Por otra parte, la proyección que el animalismo hace del pasado humano previo al surgimiento del utilitarismo como una época de barbarie refuerza la creencia de que la Ilustración, madre de todas las distopías del presente, es la verdadera época de la racionalidad y no una de sus más peligrosas negaciones.

En un contexto de desposesión humana como el actual solo nos queda mirar hacia adelante con un prudente retrovisor que nos permita visualizar en toda su complejidad teorías del pasado como la de la ética universal de Francisco de Vitoria, que hace de la vulnerabilidad humana la fuente de derechos y no un principio de exterminio. Vitoria, como Hegel, dio lugar a una izquierda y a una derecha vitoriana (cierta interpretación de sus teorías legitimó atrocidades cometidas en tierras extranjeras en nombre de lo que hoy denominaríamos libre mercado), pero defendió ante todo las bases naturales de la libertad humana y la necesidad de crear legislaciones que protegiesen esta. En un ejercicio de preventiva anticipación a la actual izquierda hobbesiana, que donde ve un ser humano detecta un criminal, el teólogo español aseguró, por medio de Ovidio, que “El hombre no es un lobo para el hombre, sino un hombre”. Si queremos evitar la criminal deshumanización del prójimo impulsada por el animalismo y demás golpes de estado woke, así como respetar a nuestros compañeros los animales, haríamos bien en memorizar esta máxima milenaria y en asimilar, sílaba a sílaba, su incontestable verdad.

«GRAPHIC DESCRIPTION OF PROGRESSIVISM»

CONTRA EL ANIMALISMO

NOTA: El artículo original es de 2014, pero su argumento vale perfectamente para la actualidad (y para demostrar, una vez mas, que eso que llaman «progresismo», no solo no tiene nada de progreso si no que es una auténtica MAJADERÍA propia de cerebros cortos e inmaduros.

POR: Juan Soto Ivars

La defensa de los animales es un principio de la dignidad humana. El hombre que maltrata a su perro delata su crueldad, y esto se entiende desde los tiempos de Esopo. En la actualidad, muchas personas se preguntan si el sufrimiento de los animales puede reducirse. Más allá de anécdotas como el anormal que pega a su caniche o el encierro de vaquilla de las fiestas de un pueblo, está el dilema de la alimentación. Yo, carnívoro empedernido, no deseo que las reses y polluelos que degluto tengan una existencia parecida a la de los muebles embalados de Ikea. Quisiera que las cadenas de producción ganadera tuvieran mejores condiciones para los animales, aunque sé que la industrialización de la ganadería es un factor esencial en el desarrollo de las grandes sociedades. Al menos, hasta que alguien descubra cómo producir carne a precios asequibles para una sociedad con tantos miles de millones de comensales.

Pero una cosa es tener conciencia de que los animales sienten y padecen, y estar a favor de que se cuide de ellos lo mejor posible, y otra creer que las películas de Disney son como documentales de la 2, es decir: que los animales y los humanos no somos tan distintos como nos había dicho Darwin. En este sentido, animalistas y creacionistas caen en un error con base equiparable.

Esta semana algunos quedamos asombrados por la repercusión de la vida de un perro en una situación de contagio del virus del ébola en España. Cualquiera que asomase el hocico a los mentideros se daba cuenta que la noticia del día era la del perro de Teresa, auxiliar de enfermería contagiada de esta enfermedad. Muchos internautas que llamaban al padre Pajares “el cura ese” se referían al perro por su nombre de pila, y la amenaza del sacrificio preventivo del can, finalmente llevada a cabo, movilizó en change.org a más de 300.000 personas que querían salvar al chucho de la muerte a cualquier precio. Algunas personas llegaron a formar un cordón humano en la puerta de la casa de la enfermera donde permanecía el perro, como cuando el banco desahucia a una familia.

Científicos entendidos explicaron que el perro no debía ser sacrificado. No porque defendieran su vida perruna, sino porque hubiera debido estudiarse si el animal funcionaba como transmisor pasivo del virus. Los perros lamen a otros perros y llevan una vida errática. Un comportamiento peligroso en una situación de descontrol sobre un virus tan letal. Muchos animalistas estaban tan obsesionados con salvar al perro que compartían el testimonio de estos científicos en las redes sociales, inconscientes de lo que significa poner al animal en cuarentena. Como dijo una amiga veterinaria: ¿se creen que es ponerle un piso en Fuengirola?

Lo importante para esta oleada de animalistas era salvar la vida del perro a toda costa, y así se manifestaron por la vida del perro, y firmaron una petición para salvar la vida del perro. Petición que contenía tantas faltas morales como de ortografía, y que redactó una internauta que, con toda razón, elegía la foto de una niña para su avatar de change.org.

A mí todo aquello me ponía los pelos de punta. No por miedo al ébola, sino por el comportamiento de la multitud.

Excálibur, así se llamaba el perro, pertenecía a una mujer sobre la que pesa todavía el riesgo de muerte. Una auxiliar de enfermería a la que pusieron a trabajar con enfermos de ébola sin haberla adiestrado en profundidad para quitarse el traje, en un nuevo caso de incompetencia de las autoridades. Sin embargo, el perro movilizó más apoyos que la enfermera. Si los negros que caen como moscas en África caminasen a cuatro patas y estuvieran cubiertos de pelo, es posible que consiguieran despertar un poco de esta inmensa, desnortada e infantiloide compasión.

Decían muchos animalistas que una cosa no quitaba a la otra. Que ellos defendían lo mismo al perro que a la enfermera, los misioneros y los negros de África. No percibieron lo terrible que es defender “lo mismo” a unos que otros, no se dieron cuenta, y para colmo mentían: Médicos sin Fronteras sigue pidiendo ayuda para su operativo de emergencia en los países afectados. Por supuesto, no han recibido ni una pequeña parte de los apoyos que recibió el perro. Quizás si Liberia ladrase…

Me pregunto si, en esta situación de imbecilidad generalizada, podría tener éxito una campaña para salvar a las medusas que son asesinadas cada verano en las playas. Miles de perros mueren en perreras, o atropellados porque los anormales de sus dueños los abandonan en la cuneta cuando se van de vacaciones, pero Excálibur se convertía en perro mediático y desataba una inmediata movilización. La velocidad y la trayectoria de la campaña delataba un preocupante relativismo moral. Buscando en Twitter “Excálibur” y “Ana Mato”, aparecían cientos de comentarios de internautas que consideraban la vida del perro más valiosa que la de la ministra. Hubo quien, incluso, comparó el momento del sacrificio del perro con la ejecución de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA.

El infantilismo y el relativismo moral alcanzaban tal grado de notoriedad que asustaban. Pero no es una sorpresa, si uno se para a pensar en las bases de la corriente animalista.

El animalismo existe desde hace siglos en Occidente, pero ha alcanzado una gran popularidad cuando la generación Disney se ha hecho mayor. No es paradójico que en los años de la crisis económica se hayan multiplicado en los medios de comunicación las consignas de los animalistas. Las protestas contra las fiestas populares donde se maltrata a los animales, parrafadas sobre la dieta vegana y manifestaciones antitaurinas aparecen cada pocos días en los medios. Mientras muchas familias españolas no tienen qué comer, los animalistas nos recuerdan lo pecaminoso que les resulta vernos tragar una hamburguesa. Todo esto hace pensar que el animalismo es un movimiento radical con un origen eminentemente burgués, aunque por supuesto muchas personas de origen y de vida humildes se hayan dirigido a esta corriente.

Defienden a los animales porque, según dicen, ellos no pueden defenderse. Creen que esto es una declaración de intenciones, pero en realidad es una falla argumental que los retrata. Uno puede defender la necesidad de llevar la democracia con aviones militares a un país como Irak, pero los iraquíes podrán negarse a ello y montar un Estado Islámico. Uno puede creer que las autoridades mexicanas deben arrancar la lacra de los narcos de la sociedad, pero posiblemente los narcos acaben agujereando al activista a base de balazos. En cambio, perros, gatos, corderos y zarigüeyas permanecen impasibles mientras las legiones de animalistas se dejan las horas del reloj en defenderlos de las agresiones del hombre.

En este sentido, el animalismo es una causa vacía: defiende los derechos de un colectivo que no los ha exigido y que no va a causar ningún problema a sus supuestos benefactores.

El animalismo no tiene malas intenciones, pero puede llegar a ser nocivo como todas las deformaciones grotescas de la bondad humana. Los presupuestos de los animalistas más radicales tienen tintes alienígenas: proclaman la igualdad de todos los seres con sistema nervioso que moramos sobre la tierra, y con una frecuencia alarmante comparan el valor de la vida de un humano con la de cualquier ratón de laboratorio. Cuando un animalista escribe que la vida de su perro es más valiosa que la de mucha gente, recibe un apoyo enorme por parte de otros animalistas. Ahí está lo nocivo de esta corriente que en principio tiene tan buenas intenciones: al equiparar el valor de la vida de los animales con la vida humana, considera que quien mata a un animal, aunque sea en un matadero alimenticio, está cometiendo un asesinato. Por lo tanto, si el animalismo sigue creciendo y logra representación en cámaras legislativas, las consecuencias podrían llegar a ser mucho más serias que los comentarios de cuarenta defensores de los gatos en una red social.

La fragilidad argumental del animalismo contiene una gran paradoja, que se manifiesta en la acusación que los animalistas radicales han elegido para quienes nos rebelamos contra su doctrina. Nos llaman, despectivamente, especistas. Antropocéntrico o especista es aquel humano que se considera superior a un mono titi o una merluza. ¿Dónde está la gran paradoja? En que el animalismo se levanta precisamente sobre un antropocentrismo radical: proyecta en los animales cualidades humanas, hasta el punto de considerar a los animales sujetos de derecho.

Esta confusión, de nuevo motivada por nobles sentimientos, resulta aparatosa desde un punto de vista humanista. El animalista cree que los animales tienen derechos aunque con frecuencia se muestra incapaz de explicar de dónde emanan estos derechos. Suele referirse al derecho a la vida de los animales como si fuera un mandato del reino natural que los humanos deben acatar, pero no especifican dónde está escrita esta ley.

Asumido este dogma, no se dan cuenta de que la ecuación funciona exactamente al revés: somos nosotros, los hombres, quienes tenemos el derecho a disfrutar de los animales. Por supuesto, es un derecho que nos hemos otorgado: son milenios usando a las bestias para acarrear el peso de los carros, a los perdigueros para ayudarnos en la caza, a las lombrices para servir de cebo en nuestros anzuelos. Nosotros inventamos los derechos y tenemos la potestad de repartirlos, y todos los derechos de que disfrutan los animalistas parten de la misma fuente: desde la libertad para expresar sus planteamientos por escrito o para manifestarse en la calle, hasta la garantía de que nadie, por mucho que aborrezca lo que digan, podrá reprimirlos por la fuerza sin recibir un castigo.

Pero ahí está el problema capital de la ideología animalista: en que los animales no tienen derechos, de la misma manera que no tienen obligaciones. No pueden acatar leyes, ni hacerlas cumplir a otros animales1. Cuando educamos a un perro para que no cague en casa estamos imponiéndole reflejos condicionados a su conducta, lo cual es totalmente diferente a imponer una ley. Pero que los animales no tengan derechos no significa que deban ser vulnerables a la crueldad humana: de nuestro derecho a utilizar a los animales emana nuestra obligación de cuidar de ellos. Es decir: no es que mi perro tenga derecho a una vida digna por ser un perro, sino que yo tengo la obligación de dársela, y por lo tanto debo ser castigado si lo maltrato. A cambio de mis cuidados, el perro me premia con su lealtad, su cariño y su simpatía, elementos tan intrínsecos a los perros que cualquiera con un poco de sensibilidad sufre cuando se le arrima por la calle un chucho abandonado.

Entre las dos posturas, la del derecho intrínseco del animal y la de nuestra obligación de cuidar a los animales, hay una distancia tan grande como la que separa a los niños de los adultos. Pero precisamente ahí, en el infantilismo, está el talón de Aquiles de los animalistas contemporáneos.

1 En la Edad Media se escribieron leyes que contemplaban a los animales como sujetos de derecho, y era frecuente que un labrador se querellase contra su burro porque éste no quería andar, o que una población quisiera llevar ante la justicia a una plaga de langostas que había arruinado las cosechas.

Humor Animalista

El infantilismo y el relativismo moral alcanzan tal grado de notoriedad que asustan. Pero no es una sorpresa, si uno se para a pensar en las bases de la corriente animalista.

La defensa de los animales es un principio de la dignidad humana. El hombre que maltrata a su perro delata su crueldad, y esto se entiende desde los tiempos de Esopo. En la actualidad, muchas personas se preguntan si el sufrimiento de los animales puede reducirse. Más allá de anécdotas como el anormal que pega a su caniche o el encierro de vaquilla de las fiestas de un pueblo, está el dilema de la alimentación. Yo, carnívoro empedernido, no deseo que las reses y polluelos que degluto tengan una existencia parecida a la de los muebles embalados de Ikea. Quisiera que las cadenas de producción ganadera tuvieran mejores condiciones para los animales, aunque sé que la industrialización de la ganadería es un factor esencial en el desarrollo de las grandes sociedades. Al menos, hasta que alguien descubra cómo producir carne a precios asequibles para una sociedad con tantos miles de millones de comensales.

«ME PREGUNTO SI, EN ESTA SITUACIÓN DE IMBECILIDAD GENERALIZADA, PODRÍA TENER ÉXITO UNA CAMPAÑA PARA SALVAR A LAS MEDUSAS QUE SON ASESINADAS CADA VERANO EN LAS PLAYAS»

Pero una cosa es tener conciencia de que los animales sienten y padecen, y estar a favor de que se cuide de ellos lo mejor posible, y otra creer que las películas de Disney son como documentales de la 2, es decir: que los animales y los humanos no somos tan distintos como nos había dicho Darwin. En este sentido, animalistas y creacionistas caen en un error con base equiparable.

Esta semana algunos quedamos asombrados por la repercusión de la vida de un perro en una situación de contagio del virus del ébola en España. Cualquiera que asomase el hocico a los mentideros se daba cuenta que la noticia del día era la del perro de Teresa, auxiliar de enfermería contagiada de esta enfermedad. Muchos internautas que llamaban al padre Pajares “el cura ese” se referían al perro por su nombre de pila, y la amenaza del sacrificio preventivo del can, finalmente llevada a cabo, movilizó en change.org a más de 300.000 personas que querían salvar al chucho de la muerte a cualquier precio. Algunas personas llegaron a formar un cordón humano en la puerta de la casa de la enfermera donde permanecía el perro, como cuando el banco desahucia a una familia.

Científicos entendidos explicaron que el perro no debía ser sacrificado. No porque defendieran su vida perruna, sino porque hubiera debido estudiarse si el animal funcionaba como transmisor pasivo del virus. Los perros lamen a otros perros y llevan una vida errática. Un comportamiento peligroso en una situación de descontrol sobre un virus tan letal. Muchos animalistas estaban tan obsesionados con salvar al perro que compartían el testimonio de estos científicos en las redes sociales, inconscientes de lo que significa poner al animal en cuarentena. Como dijo una amiga veterinaria: ¿se creen que es ponerle un piso en Fuengirola?

Lo importante para esta oleada de animalistas era salvar la vida del perro a toda costa, y así se manifestaron por la vida del perro, y firmaron una petición para salvar la vida del perro. Petición que contenía tantas faltas morales como de ortografía, y que redactó una internauta que, con toda razón, elegía la foto de una niña para su avatar de change.org.

A mí todo aquello me ponía los pelos de punta. No por miedo al ébola, sino por el comportamiento de la multitud.

Excálibur, así se llamaba el perro, pertenecía a una mujer sobre la que pesa todavía el riesgo de muerte. Una auxiliar de enfermería a la que pusieron a trabajar con enfermos de ébola sin haberla adiestrado en profundidad para quitarse el traje, en un nuevo caso de incompetencia de las autoridades. Sin embargo, el perro movilizó más apoyos que la enfermera. Si los negros que caen como moscas en África caminasen a cuatro patas y estuvieran cubiertos de pelo, es posible que consiguieran despertar un poco de esta inmensa, desnortada e infantiloide compasión.

«HUBO QUIEN COMPARÓ EL MOMENTO DEL SACRIFICIO DEL PERRO CON LA EJECUCIÓN DE MIGUEL ÁNGEL BLANCO»

Decían muchos animalistas que una cosa no quitaba a la otra. Que ellos defendían lo mismo al perro que a la enfermera, los misioneros y los negros de África. No percibieron lo terrible que es defender “lo mismo” a unos que otros, no se dieron cuenta, y para colmo mentían: Médicos sin Fronteras sigue pidiendo ayuda para su operativo de emergencia en los países afectados. Por supuesto, no han recibido ni una pequeña parte de los apoyos que recibió el perro. Quizás si Liberia ladrase…

Me pregunto si, en esta situación de imbecilidad generalizada, podría tener éxito una campaña para salvar a las medusas que son asesinadas cada verano en las playas. Miles de perros mueren en perreras, o atropellados porque los anormales de sus dueños los abandonan en la cuneta cuando se van de vacaciones, pero Excálibur se convertía en perro mediático y desataba una inmediata movilización. La velocidad y la trayectoria de la campaña delataba un preocupante relativismo moral. Buscando en Twitter “Excálibur” y “Ana Mato”, aparecían cientos de comentarios de internautas que consideraban la vida del perro más valiosa que la de la ministra. Hubo quien, incluso, comparó el momento del sacrificio del perro con la ejecución de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA.

El infantilismo y el relativismo moral alcanzaban tal grado de notoriedad que asustaban. Pero no es una sorpresa, si uno se para a pensar en las bases de la corriente animalista.

El animalismo existe desde hace siglos en Occidente, pero ha alcanzado una gran popularidad cuando la generación Disney se ha hecho mayor. No es paradójico que en los años de la crisis económica se hayan multiplicado en los medios de comunicación las consignas de los animalistas. Las protestas contra las fiestas populares donde se maltrata a los animales, parrafadas sobre la dieta vegana y manifestaciones antitaurinas aparecen cada pocos días en los medios. Mientras muchas familias españolas no tienen qué comer, los animalistas nos recuerdan lo pecaminoso que les resulta vernos tragar una hamburguesa. Todo esto hace pensar que el animalismo es un movimiento radical con un origen eminentemente burgués, aunque por supuesto muchas personas de origen y de vida humildes se hayan dirigido a esta corriente.

Defienden a los animales porque, según dicen, ellos no pueden defenderse. Creen que esto es una declaración de intenciones, pero en realidad es una falla argumental que los retrata. Uno puede defender la necesidad de llevar la democracia con aviones militares a un país como Irak, pero los iraquíes podrán negarse a ello y montar un Estado Islámico. Uno puede creer que las autoridades mexicanas deben arrancar la lacra de los narcos de la sociedad, pero posiblemente los narcos acaben agujereando al activista a base de balazos. En cambio, perros, gatos, corderos y zarigüeyas permanecen impasibles mientras las legiones de animalistas se dejan las horas del reloj en defenderlos de las agresiones del hombre.

En este sentido, el animalismo es una causa vacía: defiende los derechos de un colectivo que no los ha exigido y que no va a causar ningún problema a sus supuestos benefactores.

El animalismo no tiene malas intenciones, pero puede llegar a ser nocivo como todas las deformaciones grotescas de la bondad humana. Los presupuestos de los animalistas más radicales tienen tintes alienígenas: proclaman la igualdad de todos los seres con sistema nervioso que moramos sobre la tierra, y con una frecuencia alarmante comparan el valor de la vida de un humano con la de cualquier ratón de laboratorio. Cuando un animalista escribe que la vida de su perro es más valiosa que la de mucha gente, recibe un apoyo enorme por parte de otros animalistas. Ahí está lo nocivo de esta corriente que en principio tiene tan buenas intenciones: al equiparar el valor de la vida de los animales con la vida humana, considera que quien mata a un animal, aunque sea en un matadero alimenticio, está cometiendo un asesinato. Por lo tanto, si el animalismo sigue creciendo y logra representación en cámaras legislativas, las consecuencias podrían llegar a ser mucho más serias que los comentarios de cuarenta defensores de los gatos en una red social.

La fragilidad argumental del animalismo contiene una gran paradoja, que se manifiesta en la acusación que los animalistas radicales han elegido para quienes nos rebelamos contra su doctrina. Nos llaman, despectivamente, especistas. Antropocéntrico o especista es aquel humano que se considera superior a un mono titi o una merluza. ¿Dónde está la gran paradoja? En que el animalismo se levanta precisamente sobre un antropocentrismo radical: proyecta en los animales cualidades humanas, hasta el punto de considerar a los animales sujetos de derecho.

Esta confusión, de nuevo motivada por nobles sentimientos, resulta aparatosa desde un punto de vista humanista. El animalista cree que los animales tienen derechos aunque con frecuencia se muestra incapaz de explicar de dónde emanan estos derechos. Suele referirse al derecho a la vida de los animales como si fuera un mandato del reino natural que los humanos deben acatar, pero no especifican dónde está escrita esta ley.

Asumido este dogma, no se dan cuenta de que la ecuación funciona exactamente al revés: somos nosotros, los hombres, quienes tenemos el derecho a disfrutar de los animales. Por supuesto, es un derecho que nos hemos otorgado: son milenios usando a las bestias para acarrear el peso de los carros, a los perdigueros para ayudarnos en la caza, a las lombrices para servir de cebo en nuestros anzuelos. Nosotros inventamos los derechos y tenemos la potestad de repartirlos, y todos los derechos de que disfrutan los animalistas parten de la misma fuente: desde la libertad para expresar sus planteamientos por escrito o para manifestarse en la calle, hasta la garantía de que nadie, por mucho que aborrezca lo que digan, podrá reprimirlos por la fuerza sin recibir un castigo.

Pero ahí está el problema capital de la ideología animalista: en que los animales no tienen derechos, de la misma manera que no tienen obligaciones. No pueden acatar leyes, ni hacerlas cumplir a otros animales1. Cuando educamos a un perro para que no cague en casa estamos imponiéndole reflejos condicionados a su conducta, lo cual es totalmente diferente a imponer una ley. Pero que los animales no tengan derechos no significa que deban ser vulnerables a la crueldad humana: de nuestro derecho a utilizar a los animales emana nuestra obligación de cuidar de ellos. Es decir: no es que mi perro tenga derecho a una vida digna por ser un perro, sino que yo tengo la obligación de dársela, y por lo tanto debo ser castigado si lo maltrato. A cambio de mis cuidados, el perro me premia con su lealtad, su cariño y su simpatía, elementos tan intrínsecos a los perros que cualquiera con un poco de sensibilidad sufre cuando se le arrima por la calle un chucho abandonado.

Entre las dos posturas, la del derecho intrínseco del animal y la de nuestra obligación de cuidar a los animales, hay una distancia tan grande como la que separa a los niños de los adultos. Pero precisamente ahí, en el infantilismo, está el talón de Aquiles de los animalistas contemporáneos.

FUENTE / SOURCE: EL ESTADO MENTAL