Dos historias de sobrevivientes

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No entró enseguida. Se quedó contemplando al muchacho que, sentado en su silla alta de espaldas a la puerta junto a la luz de la ventana, escribía absorto. Sintió que interrumpir esa serena abstracción sería un sacrilegio. Se fue acercando con pasos lentos, tímidos, discretos, inaudibles, hasta detenerse junto a él. Entonces pudo ir leyendo a medida que escribía: la grafía de Layeniú era clara y sencilla, elegante pero sin adornos, de fácil lectura. Dejando de leer para centrar su atención en la mano del escribiente, el profesor se estremeció: su mente evocó la imagen de un escultor. Cierto: Layeniú esgrimía su pluma como si fuese un martillo, y su escritura era cincelada. ¿Cómo se las ingeniaría para que, pese a la brusca impulsividad de sus movimientos, la grafía resultante fuera relativamente delicada y hasta agradable? Luego, concluyó, ni siquiera como Copista era «simple». ¡Era un artista! ¿Y si no…

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