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LOS INGENIOSOS CUENTOS DEL MULLÁH NASRUDIN: » La joven impúdica «

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Durante mucho tiempo, Nasrudín había tenido la intención de pedir la mano de cierta joven. Pero antes de que hubiera ahorrado el dinero de la dote, su amigo le dijo que iba a casarse con la bella muchacha. El Mullah se quedó trastornado y, pensando un momento, dijo:
—Te felicito, ella es verdaderamente el mejor premio. Casualmente, hoy hablaba con otro hombre, que admitía, que estaba deslumbrado por sus encantos.
—¿Estás diciendo que ha aparecido sin velo en público?, preguntó su amigo.
—Simplemente repito lo que he oído, no he hecho preguntas, contestó Nasrudín.

Muy angustiado, el otro hombre salió corriendo a la casa de su futuro suegro y rompió el compromiso.

Unos meses después, cuando finalmente Nasrudín había conseguido el dinero de la dote, se comprometió con la muchacha. Cuando su amigo oyó la noticia, se enfadó mucho.
—¡Qué va! ¡Si no me hubieras dado a entender que era impúdica, me habría casado con ella!
—Estás confundido, dijo Nasrudín. Jamás insinué que fuera impúdica.
—Dijiste que habías hablado con otro hombre que estaba deslumbrado por su belleza.
—¿No mencioné que el otro hombre era su padre?,preguntó Nasrudín.

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LOS INGENIOSOS CUENTOS DEL MULLÁH NASRUDIN: La Sopa de Pato

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pato-a-la-cazuelaCierto día, un campesino fué a visitar a Nasrudín, atraído por la gran fama de éste. Deseoso de ver de cerca al hombre más ilustre y más idiota del país, le llevó como regalo un magnífico pato.

El Mulá, muy honrado, invitó al hombre a cenar y pernoctar en su casa. Comieron una exquisita sopa preparada con el pato.

 A la mañana siguiente, el campesino regresó a su campiña, feliz de haber pasado algunas horas con un personaje tan importante.

Algunos días mas tarde, los hijos de este campesino fueron a la ciudad y a su regreso pasaron por la casa de Nasrudín.

– Somos los hijos del hombre que le regaló un pato – se presentaron.

Fueron recibidos y agasajados con sopa de pato.

Una semana después, dos jóvenes llamaron a la puerta del Mulá.

– ¿Quienes son ustedes?

– Somos los vecinos del hombre que le regaló un pato.

El Mulá empezó a lamentar haber aceptado aquél pato. Sin embargo, puso al mal tiempo buena cara, e invitó a sus huéspedes a comer.

A los ocho días, una familia completa pidió hospitalidad al Mulá.

– Y ustedes ¿quiénes son?

– Somos los vecinos de los vecinos del hombre que le regaló un pato.

Entonces el Mulá hizo como si se alegrara y los invitó al comedor. Al cabo de un rato, apareció con una enorme sopera llena de agua caliente y llenó cuidadosamente los tazones de sus invitados. Luego de probar el líquido, uno de ellos exclamó:

– Pero …. ¿qué es esto, noble señor? ¡Por Allah que nunca habíamos visto una sopa tan desabrida!

El Mulá Nasrudín se limitó a responder:

-Esta es la sopa de la sopa de la sopa de pato que con gusto les ofrezco a ustedes, los vecinos de los vecinos de los vecinos del hombre que me regaló el pato !!!

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En el espacio.

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Hace días, largas semanas, que vagamos por el Espacio sin saber exactamente dónde llegaremos.
Aún nos quedan provisiones de sobra para algunas semanas más, pero la tripulación empieza agobiarse al no encontrar nada similar a un planeta, aparte de un par de meteoritos que pasan cerca de la nave de vez en cuando… y hasta eso ya ha perdido su emoción.
Está llegando a ser todo tan aburrido… ya no hay nada que hacer, nada de que hablar… nos sabemos la vida y pormenores de unos y otros. Y desde la cabina de mando no se ve nada de nada.

-Si no encontramos pronto nada de interés voy a volverme loco, comandante.
-Tranquilo, hay que tener algo de paciencia.
-¿Más paciencia? Ya no soy yo solo, señor, el resto de la tripulación lo comenta. Quizá sea una misión fallida, como tantas otras.
-Repito, tengamos paciencia, amigo, tengamos paciencia.

Los miembros del equipo sorteaban de vez en cuando algún bólido, comentando la jugada entre ellos.

-Vaya, ese ha pasado cerca.
-Los meteoritos están ya controlados, va a hacer falta que aparezca algo más fuerte y más grande para ponernos, como mucho, nerviosos.
-Ojalá aparezca.
-De verdad que sí.

-¿Has visto eso?
-¿Qué?
-Ahí, a la derecha de la nave, es anaranjado, ¿lo ves?
-Vaya, creo que habrá que avisar al comandante, quizá sea un asteroide o un planeta, no veo nada parecido desde hace semanas.

Dos de mis hombres acaban de irrumpir en la cabina mientras me estaba quedando dormido. A Dios gracias, parece que han avistado algún tipo de asteroide o, puede ser, un planeta a lo lejos.
He dado la orden para acercarnos y la tripulación se ha puesto como loca. Sólo espero poder bajar y estirar las piernas fuera de la nave.

Pasadas unas horas, parecemos haber llegado a un extraño planeta de arena naranja. Tras un rato deliberando y preparándonos, decidimos salir fuera y hacer una pequeña expedición sin alejarnos demasiado de la nave.
No hay moros en la costa, tan sólo una singular vegetación, de colores morados y rojizos adorna el terreno ligeramente abrupto. Un poco más allá, se ve algo parecido a un cráter, tras hablarlo todos, decidimos acercarnos para verlo bien.

-Señor, me da un poco de miedo, a medida que nos acercamos al cráter, se oye un silbido más fuerte, ¿lo oye usted?
-Sí, claro que lo oigo, pero quiero saber de dónde viene.
-Nosotros le acompañaremos comandante, no nos da miedo.
-De acuerdo, ¿hay alguien más al que le de miedo venir y prefiera quedarse vigilando la nave?

Tras un par de minutos y miradas burlonas entre unos y otros, toda la tripulación decide acompañarme al misterioso cráter, armados por supuesto con aparatos de última tecnología.

-Comandante, si este zumbido sigue aumentando de volumen, creo que me van a estallar los oídos.
-A mí también señor, está empezando a ser insoportable.
-¿Alguien más que quiera quejarse como una niña? Callaos ya, vosotros sí que me dais dolor de cabeza con tanta queja y tanta tontería.
-Disculpe señor.

Vaya, el cráter es bastante más grande de lo que pensaba, no más que una piscina normal y corriente, pero es hondo y oscuro. Los hombres tienen miedo, no lo dicen pero se les nota temblar, se miran unos a otros y el sudor invade sus frentes frías.
Y tienen razón, ese zumbido es del todo insufrible.

-¡Señor! Creo que algo se ha movido ahí debajo.
-¿Dónde?
-Me ha parecido ver algo moviéndose.
-Yo no veo nada.
-¡Sí mire, ahí delante!
-¿Están todos locos? Os repito que yo no he visto nada, ni veo nada, estáis dejándoos llevar por el miedo y hasta veis cosas donde no las hay.
-Por favor señor, no sea tan incrédulo, asómese un poco, verá como hay algo. Diría que de esa cosa vienen los zumbidos… por cierto, han dejado de oírse.
-Me tendría que haber quedado en la nave.
-Pues todavía estás a tiempo.
-Creo que no… ¡Mirad!
-¡Se mueve! ¡Viene hacia aquí!
-¡Dejad de gritar! ¿Qué clase de tripulación he traído conmigo que se asustan igual que bebés?
-¡Comandante está acercándose!

Creo que mis hombres tienen razón en cuanto a la procedencia del zumbido… parece que esa cosa verde que se acerca es la causante de nuestro dolor de oídos y el miedo de todos estos señores.

-¡Dios mío!
-¡Shhhh! ¡Sacad las armas, pero que no dispare nadie hasta que yo lo ordene! Quizá sea pacífico.
-Quizá no, comandante.
-¡Silencio!
-Señor, parece más grande según se acerca, cada vez se ven más tentáculos saliendo de su cuerpo.
-Señor, es horrible, ¿qué debemos hacer?
-Que no cunda el pánico, estad todos atentos y con las armas preparadas por si hay que abrir fuego. De momento esperemos a ver cómo reacciona el bicho.
-Se ha parado.
-Parece que nos observa señor. Fíjese qué cantidad de ojos y qué alto es.
-Comandante, da la impresión de que es viscoso, toda su piel brilla y parece mojada.
-Así es, parece que gotea. Pero sigan tranquilos, no pasa nada.
-Vuelve a zumbar, señor, si intensifica mucho más el volumen vamos a tener que retirarnos, no creo que nuestros tímpanos puedan soportarlo.
-¡Señor! ¡Avanza otra vez!
-¡Viene hacia aquí! ¡Se aproxima con sus tentáculos!
-¡Quiere atraparnos señor!
-¡No huyáis! ¡No seáis cobardes! ¡Tenemos que enfrentarnos al monstruo!
-¡Comandante, si sigue avanzando y apenas se puede oír en condiciones! ¡Tendremos que abrir fuego y acabar con él!
-¡Esperad todos! ¡Hay que ver cómo reacciona! Probablemente no nos quiera hacer nada.
-Pero señor, hemos invadido su territorio, seguramente quiera echarnos del cráter.
-Y también matarnos señor.
-¡Panda de miedicas! Hemos de enfrentarnos a él, a vida o muerte. ¡Y será su muerte!
-¡Preparad las armas y esperad a que el comandante de la orden de asalto!
-¡Dividíos para atacar cada uno por un lado al bicho! ¡Tranquilos, no va a pasar nada, hay que acercarse despacio!
-¡Señor, ha atrapado a un soldado! ¡Si el láser de las armas roza al hombre, lo freirá antes que al monstruo!
-¡Hay que dispararle por detrás!
-¡Cuidado con los tentáculos!
-¡Está ahogándolo! Comandante, ¿qué vamos a hacer?
-¡Abrid fuego! ¡Disparad todos al monstruo!
-¡Cuidado!
-¡Señor, me temo que las cosas empeoran!
-¿Qué pasa ahora soldado?
-Dos monstruos aún más grandes que este se aproximan por las afueras del cráter, ¡estamos perdidos!
-¡Dios mío, tienes razón! ¡Todos a la nave! ¡Retirada!

-¡Niños! Recoged las cajas del jardín, ya está la merienda.
-Nos pasamos no sé cuánto tiempo pensando qué regalarles y se entretienen con cuatro cajas de cartón, como antaño.
-Encantador… ¡Niños! ¿No oís?

-¡Los monstruos quieren acabar con nuestra nave!
-¡Oh, no!
-¡Aagg…!

-¡Niños!

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Un detective vasco en Cadiz

DETECTIVES PRIVADOSMe llamo Mikel Gorriaran, llevo 15 días en Cádiz y me estoy, o me están volviendo loco.

Os contaré mi historia. Soy investigador privado y he venido a Cádiz a resolver un caso simple. Pero la verdad es que cada día que pasa se vuelve más complicado. Tan solo se trataba de descubrir al amante de la mujer de un alto mandatario vasco, comprenderán ustedes por tanto que no dé su nombre, además porque me debo a mi secreto profesional.

En principio no tenía muchas pistas. Solo sabía que el hombre en cuestión era de Cádiz, se llamaba Manuel Ramírez, que trabajaba en el Puerto de Cádiz y que se le conocía con el alias de “picha”. Así que el individuo en cuestión debía de estar bien dotado, ya que además de la amante de la mujer del político, eran conocidas sus correrías por el Puerto de Bilbao. También usaba otro sobrenombre: “quillo”.

Con estas pistas, tome el avión hasta Madrid, y de allí enlace con el tren hasta Cádiz. Llegue a la estación, cogí un taxi y mientras iba camino del hotel, intente entablar conversación con el taxista. La cosa quedo en eso, en el intento, porque que yo sepa, una conversación es entre dos o más personas, pero el taxista no me daba opción ya que hablaba por los codos, y de modo ininteligible. Lo hacía de forma sumamente apresurada y las pocas palabras que podía cazar al vuelo estaban incompletas. Quise preguntarle por el puerto, pero sabiendo que su respuesta no la entendería, lo dejé para mejor ocasión.
Llegué al hotel “Playa Victoria” y como mi interés era buscar al tal Manuel Ramírez, en principio consulté la guía telefónica de la ciudad; pero como presumía aquí había demasiados Ramírez. En mi tierra hubiera sido muy fácil. Así que opte por buscar pistas en su lugar de trabajo. Salí a la calle y pregunte por el puerto. Un señor muy amable me dijo que lo mejor era coger el autobús de los Comes, pero que para eso tenía que ir a Cádiz.

Aquello me desconcertó, ¿Dónde estaba yo? Empecé a atar cabos. Efectivamente cuando llegue a la terminal de la estación no ponía Cádiz, sino Cortadura. Y, además, recuerdo que en el trayecto di unas cuantas cabezadas, y claro en ese intervalo pudo haber algún enlace, o algo, no sé. Lo cierto es que yo no me encontraba en Cádiz. Pero no debía de estar muy lejos.
Pare un taxi y con gesto decidido le dije al taxista que me llevara a Cádiz. El me contestó con: “¿a Cádiz dónde?”. Y le conteste algo enfadado: “a Cádiz, joder, a Cádiz; de una puta vez quiero llegar a Cádiz”.
Ya luego, el taxista con mucha paciencia y muy despacio me explico que donde yo estaba era Cádiz, pero no era Cádiz. A ver si lo explico bien. Resulta que la gente de aquí le llama Cádiz a la parte antigua y desde unas murallas para adelante le llaman Puerta Tierra. Así que en realidad yo estaba en Cádiz, pero en Puerta Tierra. No se si lo he explicado bien, pero yo ya lo he entendido.

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Llegue por fin a la estación de autobuses de Comes, pedí un billete para el Puerto y me subí al autobús correspondiente. El trayecto fue relativamente corto, si acaso 30 minutos; pero la verdad es que yo creía que Cádiz era más pequeño. Sin duda me habían informado mal. Y además mi trabajo aquí se complicaba, puesto que habría que buscar en una ciudad más grande de lo que pensaba.

Pero mis sorpresas no habían acabado. Llegado a la estación terminal pegunte por el puerto. Mi interlocutor me miro con mal gesto y me dijo que esto era el Puerto. Yo no entendía nada. Ese hombre enfadado y yo no veía barcos por ningún sitio.
La verdad es que el hombre tuvo más paciencia que el santo Job, me fue explicando poco a poco que aquello era El Puerto de Santa María, pero que por todo el mundo (todo el mundo menos yo) era conocido por El Puerto. Y además me dijo que eso no era Cádiz, que Cádiz estaba allí enfrente. Que El Puerto es un pueblo de Cádiz y que si lo que quería es ir al puerto de Cádiz, que cogiera el vaporcito y me dejaría allí mismo.

Total, antes lo de Cádiz, que no era Cádiz, que era Puertatierra y ahora que El Puerto es un pueblo de Cádiz y entonces digo yo: ¿Cómo le llaman al puerto, al de los barcos, al puerto de siempre?

Subí por fin al que llaman el Vaporcito de El Puerto, que para que lo sepan ustedes no es un barco de vapor. No, porque aquí en Cádiz o donde coño esté ahora, no le llaman a las cosas por su nombre. Si, le llaman vaporcito; pero en realidad es un barco que va a gasoil. Y llegue por fin al puerto de Cádiz, que aquí le llaman “el muelle”. Una gracia que me ha costado gran pérdida de tiempo y dinero, que además no se justificar ante mi cliente, porque me temo que no me va a creer, y tampoco quiero darle muchas explicaciones porque seguro que voy a ser objeto de burlas.

Bien obviaré todos estos inconvenientes y pasaré a la acción. De siempre las mejores informaciones se consiguen en los bares, así que me acerque al bar más próximo al puerto (perdón “al muelle”), uno que se llama Lucero y pedí un tubo (de cerveza, se entiende), pero el camarero no lo entendió. Yo, más o menos, le explique lo que quería y el con aire de suficiencia me dijo: “Ah, usted lo que quiere es un bó”. Joder, no sabía yo que también tenían un idioma particular los gaditanos.
Me acomodé en la barra del bar y puse la oreja atenta a lo que allí se cocía. Me acerque la cerveza a los labios, y tome un trago largo y, de pronto, escuche la palabra mágica: “Pisha”.

¡Dios!, por fin la suerte me vino de cara. Casi no podía creérmelo. Me atore con la cerveza, me puse perdido, pero merecía la pena. Había encontrado a la persona que estaba buscando. Bendita suerte la mía. Con disimulo me acerqué a los hombres que charlaban de un tema que no comprendía, pero tenía que ver con la música y los coros. Y con un jurado, que por lo visto no tenía ni idea. Gente, sin duda muy creyente. Aunque mal hablada, eso sí, se escapaban de vez en cuando, demasiado de vez en cuando, palabras mal sonantes, que no creo deban reproducirse aquí. Pero, a mí lo que me interesaba era que uno de ellos fuera “el pisha”. Y para asegurarme que ese era el tipo que buscaba, pedí otro bó y pegue la oreja a la conversación.
Efectivamente a lo largo de la conversación uno de ellos: un tipo bajito (1,65 no más), moreno, 40 años, delgado, que no tenía ni media bofetada, era llamado constantemente “picha” por su compañero de conversación. Jo, pensé, Dios le da pañuelos al que no tiene nariz. No se si lo captan ustedes, porque aquel tipo se estaba trajinando a la mujer de mi cliente, Y aunque este mal decirlo, porque yo soy un profesional, es una hembra de bandera. No me extraña que a ese tipo le dijeran “el pisha”, porque sin duda era lo único que tendría.

Bueno, bueno, que me desvío de la trama. Había dado con el individuo, eso era lo importante. Esperé tranquilamente a que acabaran la conversación y seguí al “picha”, con la idea de abordarlo solo y sin testigos. Y ocurrió un caso hasta ahora inédito en mi dilatada carrera. Se encontró con un amigo suyo y al saludarlo le dijo: “¿Qué pasa PISHA?”. Y el otro le contesto: muy bien PISHA, ¿y tú?
Si efectivamente, había dos individuos con el mismo alias. Y a decir verdad, ese segundo tipo tenía mejor planta de amante que el escuchimizado de antes. Pero en esto de la investigación nunca se puede descartar a ningún sospechoso. Lo malo de esto es que ahora tendría que doblar mis esfuerzos y hacer seguimientos alternativos, para comprobar cual de ellos era el verdadero amante.

Opto en principio por seguir a este último ya que le veo con mejor planta, pero sin descartar, como buen profesional que soy, al tipo escuchimizado. El individuo toma un autobús y allí entabla conversación con un conocido suyo al que llama “quillo”. ¡Dios! Esto se complica a cada paso. Ahora tengo dos “pishas” y un “quillo”. Mi instinto de detective me dice que estoy siguiendo una pista falsa. Empezaré de nuevo; así que vuelvo al bar del “muelle” y le pregunto al camarero si conoce a un tal Manuel Ramírez que trabaja en el puerto. Me dice que con esos datos no le suena y que además El Puerto le queda algo lejos. Caigo entonces en la cuenta y rectifico diciéndole que donde trabaja es en el “muelle”. No cae. Le digo entonces que le conocen por el apodo de “pisha” y también por el de “quillo”. El tipo del bar se carcajea en mi cara. Y me aclara que aquí todo el mundo es “picha” y “quillo”. La poli, sin duda, aquí lo tiene complicado.

Te estás luciendo Mikel, me digo para mí. Otra cagada. No obstante, el camarero me dice que pregunte por “Paco el bigote”, que en el muelle es el que contrata a los estibadores. Después de darle todos los datos que disponía de Manuel Ramírez; de que según tenía entendido trabajaba en el muelle , de que durante seis meses trabajó en el Puerto de Bilbao (lo de los apodos lo omití, porque con el cachondeo del camarero ya tuve bastante), aquel me contesto de mala gana que ya no trabajaba allí. Que según tenía entendido ahora trabajaba en la Residencia. Yo le pregunté que, ¿en cuál residencia? El contestó, con menos ganas que antes, que “en cual va a ser, joé, pues en la Residencia”. Era ya tarde; y como la verdad había conseguido bastante información, volvía la hotel, a comer. Lo de la residencia dejaría para la tarde.

Pensé que era buena idea tomar un pescado para el almuerzo, que aquí lo habría bueno con tanta costa. Así que le pregunté al camarero que si tenía pescado. Él me contestó que tenía unas “zapatillas mu fresquitas”. A mi sinceramente me importaba un pimiento lo que se calzaba el fulano. Yo lo que quería era comer, y además no se a que venía aquello de las zapatillas. El tipo me estaba vacilando o tendría a medias una zapatería con algún cuñado y me hacia la propaganda. Obvie el comentario e insistí en lo del pescado, pero el camarero volvió con lo de las zapatillas fresquitas. Puse mala cara y el camarero debió de notarlo, ya que inmediatamente me aclaró que así le llaman aquí a las doradas. Gente rara esta de Cádiz. No hay Dios que los entienda, con lo que corren hablando, las palabras que las pronuncian a medias y, para colmo, le cambian el nombre a las cosas. Luego dicen que el euskera es difícil. No, euskera fácil, gaditano difícil.

Después de una pequeña siesta reparadora, volví a la faena. Tendría que averiguar a qué residencia en cuestión se refería “Paco el bigote”. Deduje, sin duda, que tenía que ser muy conocida, por la forma en que el susodicho me dijo: “cuál va a ser, joé, pues en la Residencia”. Perspicaz que es uno.

En la misma recepción del hotel me dieron la información que necesitaba. La Residencia estaba a cien metros del hotel. Un paseo siempre vendría bien; pero llevaba cierto tiempo andando y no encontré ninguna residencia. Pregunté a un transeúnte y me contesto que me la había pasado, que estaba a dos bocacalles. Así que volví sobre mis pasos, pero yo no encontré ninguna residencia. Y debía de estar allí. Volví a preguntar. “¿Por favor, la Residencia?”. “Pues eso que tiene usted delante”. Pero….eso…¡eso es UN HOSPITAL! Aquí decimos la Residencia, me contesto la señora y se quedo tan pancha y de camino me echó una mirada como diciendo, pareces tonto.

Bien, a partir de ahora no volveré a caer en estas artimañas. Porque para mí estaba claro que había algún tipo de complot, y entre todos los gaditanos intentaban marearme con nombres equivocados a cosas que solo pueden tener un nombre.
Investigué en el hospital y saque un dato importantísimo. Allí trabajaba desde hace dos meses un tal Manuel Ramírez que estuvo cierto tiempo en Bilbao, según todo ello me confirmó un celador de la residencia. No pudo decirme su dirección concreta, aunque me dijo que vivía por la Plaza de Toros. Iba, a pesar de la cantidad de datos “incorrectos”, cercando al sospechoso. Dar con la Plaza de Toros sería tarea simple.

Eso pensé, pero hasta el día de hoy (y llevo quince días aquí), no he podido dar con ella. Y tiene que estar ahí, porque una Plaza de Toros es una Plaza de Toros, y a eso no le pueden cambiar el nombre. Y además, a todo el que le pregunto me dice que “dos calles más pallá”, o “una mijita mas palante”. Luego eso confirma mi teoría: Hay una Plaza de Toros. Todos me hablan de ella, pero yo no la encuentro. Me estoy o me están volviendo loco.

Definitivamente dejo el caso. Y como dicen los de aquí, me guannajo

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EDGAR ALLAN POE – «EL HOMBRE DE NEGOCIOS».

Aquí tenemos otro relato del gran Edgar de los de su colección de «Cuentos humorísticos» o «Relatos humorísticos», en fin, los relatos que no son los que mas conocemos, vaya. Otro de los que van en la linea de «El Angel de lo extraño» y demás.

Una vez mas, es humor pero….un humor….en fin, si, esto es….un hombre de negocios, unos negocios, una forma de hacer negocios…

Bueno, el protagonista, emprededor, lo que es emprendedor….¡¡lo es!! y en cuanto a imaginación…..¡¡¡voto al diablo!!!.

Ahora bien, los resultados…………

Otra magnífica «flipada» de Mr. Allan Poe para hacernos «flipar».

Y la verdad…..casi que no, como que si la cosa es así….pues a mi….hacerme «hombre de negocios»………

 

“El método es el alma de los negocios.” (proverbio antiguo)

Yo soy un hombre de negocios. Soy un hombre metódico. Después de todo, el método es la clave. Pero no hay gente a la que desprecie más de corazón que a esos estúpidos excéntricos, que no hacen más que hablar acerca del método sin entenderlo; ateniéndose exclusivamente a la letra y violando su espíritu. Estos individuos siempre están haciendo las cosas más insospechadas de lo que ellos llaman la forma más ordenada.

Ahora bien, en esto, en mi opinión, existe una clara paradoja. El verdadero método se refiere exclusivamente a lo normal y lo obvio, y no se puede aplicar a lo outré. ¿Qué idea concreta puede aplicarse a expresiones tales como “un metódico Jack o’Dandy”, o “un Will o’the Wisp”?

Mis ideas en torno a este asunto podrían no haber sido tan claras, de no haber sido por un afortunado accidente, que tuve cuando era muy pequeño. Una bondadosa ama irlandesa (a la que recordaré en mi testamento) me agarró por los talones un día que estaba haciendo más ruido del necesario, y dándome dos o tres vueltas por el aire, y diciendo pestes de mí, llamándome “mocoso chillón”, golpeó mi cabeza contra el pie de la cama. Esto, como digo, decidió mi destino y mi gran fortuna.

Inmediatamente me salió un chichón en el sincipucio, que resultó ser un órgano ordenador de los más bonitos que pueda uno ver en parte alguna. A esto debo mi definitiva apetencia por el sistema y la regularidad que me han hecho el distinguido hombre de negocios que soy.

Si hay algo en el mundo que yo odie, ese algo son los genios. Los genios son todos unos asnos declarados, cuanto más geniales, más asnos, y esta es una regla para la que no existe ninguna excepción. Especialmente no se puede hacer de un genio un hombre de negocios, al igual que no se puede sacar dinero de un Judío, ni las mejores nueces moscadas, de los nudos de un pino.

Esas criaturas siempre salen por la tangente, dedicándose a algún fantasioso ejercicio de ridícula especulación, totalmente alejado de la “adecuación de las cosas” y carente de todo lo que pueda ser considerado como nada en absoluto. Por tanto, puede uno identificarse a estos individuos por la naturaleza del trabajo al que se dedica. Si alguna vez ve usted a un hombre que se dedica al comercio o a la manufactura, o al comercio de algodón y tabaco, o a cualquiera otra de esas empresas excéntricas, o que se hace negociante de frutos secos, o fabricante de jabón, o algo por el estilo, o que dice ser un abogado, o un herrero, o un médico, cualquier cosa que se salga de lo corriente, puede usted clasificarle inmediatamente como un genio, y, en consecuencia, de acuerdo con la regla de tres, es un asno.

Yo, en cambio, no soy bajo ningún aspecto un genio, sino simplemente un hombre de negocios normal. Mi agenda y mis libros se lo demostrarán inmediatamente. Están bien hechos, aunque esté mal que yo lo diga, y en mis hábitos de precisión y puntualidad jamás he sido vencido por el reloj. Lo que es más, mis ocupaciones siempre han sido organizadas para adecuarlas a los hábitos normales de mis compañeros de raza. No es que me sienta en absoluto en deuda en este sentido con mis padres, que eran extraordinariamente tontos, y que, sin duda alguna, me hubieran convertido en un genio total si mi ángel de la guarda no hubiera llegado a tiempo para rescatarme. En las biografías, la verdad es el todo, y en las autobiografías, mucho más aún, y, no obstante, tengo poca esperanza de ser creído al afirmar, no importa cuan seriamente, que mi padre me metió, cuando tenía aproximadamente quince años de edad, en la contaduría de lo que él llamaba “un respetable comerciante de ferretería y a comisión, que tenía un magnífico negocio”. ¡Una magnífica basura! No obstante, como consecuencia de su insensatez, a los dos o tres días me tuvieron que devolver a casa a reunirme con los cabezas huecas de mi familia, aquejado de una gran fiebre, y con un dolor extremadamente violento y peligroso en el sincipucio, alrededor de mi órgano de orden. Mi caso era de gran gravedad, estuve al borde de la muerte durante seis semanas, los médicos me desahuciaron y todas esas cosas. Pero, aunque sufrí mucho, en general era que me sentía agradecido a mi suerte. Me había salvado de ser un “respetable comerciante de ferretería y a comisión, que tenía un magnífico negocio”, y me sentía agradecido a la protuberancia que había sido la causa de mi salvación, así como también a aquella bondadosa mujer, que había puesto a mi alcance la citada causa.

La mayor parte de los muchachos se escapan de sus casas a los diez o doce años de edad, pero yo esperé hasta tener dieciséis.

No sé si me hubiera ido entonces de no haber sido porque oí a mi madre hablar de lanzarme a vivir por mi cuenta con el negocio de las legumbres, ¡De las legumbres! ¡Imagínense ustedes! A raíz de eso decidí marcharme e intentar establecerme con algún trabajo decente, sin tener que seguir bailando con arreglo a los caprichos de aquellos viejos excéntricos, arriesgándome a que me convirtieran finalmente en un genio. En esto tuve un éxito total al primer intento, y cuando tenía dieciocho años cumplidos tenía ya un trabajo amplio y rentable en el sector de Anunciadores ambulantes de Sastres.

Fui capaz de cumplir con las duras labores de esta profesión tan sólo gracias a esa rígida adherencia a un sistema qué era la principal peculiaridad de mi persona. Mis actos se caracterizaban, al igual que mis cuentas, por su escrupuloso método. En mi caso, era el método, y no el dinero el que hacía al hombre: al menos,, aquella parte que no había sido confeccionada por el sastre al que yo servía.

Cada mañana, a las nueve, me presentaba ante aquel individuo para que me suministrara las ropas del día. A las diez estaba ya en algún paseo de moda o en algún otro lugar, dedicado al entretenimiento del público. La perfecta regularidad con la que hacía girar mi hermosa persona, con el fin de poner a la vista hasta el más mínimo detalle del traje que llevaba puesto, producía la admiración de todas las personas iniciadas en aquel negocio.

Nunca pasaba un mediodía sin que yo hubiera conseguido un cliente para mis patronos, los señores Cut y Comeagain.1 Digo esto con orgullo, pero con lágrimas en los ojos, ya que aquella empresa resultó ser de una ingratitud que rayaba en la vileza. La pequeña cuenta acerca de la que discutimos, y por la que finalmente nos separamos, no puede ser considerada en ninguno de sus puntos como exagerada por cualquier caballero que esté verdaderamente familiarizado con la naturaleza de este negocio. No obstante, acerca de esto siento cierto orgullo y satisfacción en permitir al lector que juzgue por sí mismo. Mi factura decía así: “Señores Cut y Comeagain, sastres, A Peter Proffit, anunciador ambulante.” 10 de julio Por pasear, como de costumbre, y por traer un cliente.

0,25 dólares 11 de julio Por pasear, como de costumbre, y por traer 0,25 dólares 1 Cut significa cortar, y Comeagain, vuelva otra vez. (N del T.) un cliente.

12 de julio Por una mentira, segunda clase; una tela negra estropeada, vendida como verde invisible.

0,25 dólares 13 de julio Por una mentira, primera clase, calidad y tamaño extra; recomendar satinete como si fuera paño fino.

0,75 dólares 20 de julio Por la compra de un cuello de camisa de papel nuevo o pechera, para resaltar el Petersham gris.

2 centavos 15 de agosto Por usar una levita de cola corta, con doble forro (temperatura 76 F. a la sombra).

0,25 dólares 16 de agosto Por mantenerse sobre una sola pierna durante tres horas para exhibir pantalones con trabilla, de nuevo esti- 037 ½ dólares lo, a 12 centavos y medio por pierna por hora.

17 de agosto Por pasear, como de costumbre, y por un gran cliente (hombre gordo) 0,50 dólares 18 de agosto Por pasear, como de costumbre, y por un gran cliente (tamaño mediano) 0,50 dólares 19 de agosto Por pasear, como de costumbre, y por un gran cliente (hombre pequeño y mal pagador).

6 centavos 2,96 ½ dólares La causa fundamental de la disputa producida por esta factura fue el muy moderado precio de dos centavos por la pechera. Palabra de honor que éste no era un precio exagerado por esa pechera. Era una de las más limpias y bonitas que jamás he visto, y tengo buenas razones para pensar que fue la causante de la venta de tres Petershams. El socio más antiguo de la firma, no obstante, quería darme tan sólo un penique, y decidió demostrar cómo se pueden sacar cuatro artículos tales del mismo tamaño de un pliego de papel ministro. Pero es innecesario decir que para mí aquello era una cuestión de principios.

Los negocios son los negocios, y deben ser hechos a la manera de los negociantes.

No existía ningún sistema que hiciera posible el escatimarme a mí un penique —un fraude flagrante de un cincuenta por ciento—. Absolutamente ningún método. Abandoné inmediatamente mi trabajo al servicio de los señores Cut y Comeagain, afincándome por mi cuenta en el sector de Lo Ofensivo para la Vista, una de las ocupaciones más lucrativas, res—; potables e independientes de entre las normales.

Mi estricta integridad, mi economía y mis rigurosos hábitos de negociante entraron de nuevo en juego. Me encontré a la cabeza de un comercio floreciente, y pronto me convertí en un hombre distinguido en el terreno del “Cambio”. La verdad sea dicha, jamás me metí en asuntos llamativos, me limité a la buena, vieja y sobria rutina de la profesión, profesión en la que, sin duda, hubiera permanecido de no haber sido por un pequeño accidente, que me ocurrió llevando a cabo una de las operaciones normales en la dicha profesión. Siempre que a una vieja momia, o a un heredero pródigo, o a una corporación en bancarrota, se les mete en la cabeza construir un palacio, no hay nada en el mundo que pueda disuadirles, y esto es un hecho conocido por todas las personas inteligentes.

Este hecho es en realidad la base del negocio de lo Ofensivo para la Vista. Por lo tanto, en el momento en que un proyecto de construcción está razonablemente en marcha, financiado por alguno de estos individuos, nosotros los comerciantes nos hacemos con algún pequeño rinconcillo del solar elegido, o con algún punto que esté Justo al lado o inmediatamente delante de éste. Una vez hecho esto, esperamos hasta que el palacio está a medio construir, y entonces pagamos a algún arquitecto de buen gusto para que nos construya una choza ornamental de barro, justo al lado, o una pagoda estilo sureste, o estilo holandés, o una cochiquera, o cualquier otro ingenioso juego de la imaginación, ya sea Esquimal, Kickapoo u Hotentote. Por supuesto, no podemos permitirnos derribar estas estructuras si no es por una prima superior al 500 por ciento del precio del costo de nuestro solar y nuestros materiales. ¿No es así? Pregunto yo.

Se lo pregunto a todos los hombres de negocios.

Sería irracional el suponer que podemos.

Y, a pesar de todo, hubo una descarada corporación que me pidió precisamente eso, precisamente eso. Por supuesto que no respondí a su absurda propuesta, pero me sentí en el deber de ir aquella noche y cubrir todo su palacio de negro de humo. Por hacer esto, aquellos villanos insensatos me metieron en la cárcel, y los caballeros del sector de lo Ofensivo para la Vista se vieron obligados a darme de lado cuando salí libre.

El negocio del Asalto con Agresión a que me vi obligado a recurrir para ganarme la vida resultaba» en cierto modo, poco adecuado para mi delicada constitución, pero me dediqué a él con gran entusiasmo, y encontré en él, como en otras ocasiones, el premio a la metódica seriedad y a la precisión de mis hábitos, que había sido fijada a golpes en mi cabeza por aquella deliciosa ama. Sería, desde luego, el más vil de los humanos si no la recordara en mi testamento. Observando, como ya he dicho, el más estricto de los sistemas en todos mis asuntos, y llevando mis libros con gran precisión, fue como conseguí superar muchas dificultades, estableciéndome por fin muy decentemente en mi profesión.

La verdad sea dicha, pocos individuos establecieron un negocio en cualquier rama mejor montado que el mío. Transcribiré aquí una o dos páginas de mi Agenda, y así me ahorraré la necesidad de la autoalabanza, que es una práctica despreciable, a la cual no se rebajará ningún hombre de altas miras. Ahora bien, la agenda es algo que no miente.

1 de enero. Año Nuevo. Me encontré con Snap en la calle; estaba piripi. Memo; él me servirá. Poco después me encontré a Gruff, más borracho que una cuba. Memo; también me servirá. Metí la ficha de estos dos caballeros en mi archivo, y abrí una cuenta corriente con cada uno de ellos.

2 de enero. Vi a Snap en la Bolsa; fui hasta él y le pisé un pie. Me dio un puñetazo y me derribó. ¡Espléndido! Volví a levantarme.

Tuve alguna pequeña dificultad con Bag, mi abogado. Quiero que pida por daños y perjuicios un millón, pero él dice que por un incidente tan trivial no podemos pedir más de quinientos. Memo. Tengo que prescindir de Bag, no tiene ningún sistema.

3 de enero. Fui al teatro a buscar a Gruff.

Le vi sentado en un palco lateral del tercer piso, entre una dama gruesa y otra delgada.

Estuve observando al grupo con unos gemelos hasta que vi a la dama gruesa sonrojarse y susurrarle algo a G. Fui entonces hasta su palco y puse mi nariz al alcance de su mano.

No me tiró de ella, no hubo nada que hacer.

Me la limpié cuidadosamente y volví a intentarlo; nada. Entonces me senté y le hice guiaos a la dama delgada, y entonces tuve la gran satisfacción de sentir que él me levantaba por la piel del pescuezo, arrojándome al patio de butacas. Cuello dislocado y la pierna derecha magníficamente rota. Me fui a casa enormemente animado; bebí una botella de champaña, apunté una petición de cinco mil contra aquel joven. Bag dice que está bien.

15 de febrero. Llegamos a un compromiso en el caso del señor Snap. Cantidad ingresada —50 centavos— por verse.

16 de febrero. Derrotado por el villano de Gruff, que me hizo un regalo de cinco dólares.

Costo del traje, cuatro dólares y 25 centavos.

Ganancia neta —véanse libros—, 75 centavos”.

Como pueden ver, existe una clara ganancia en el transcurso de un breve período de tiempo de nada menos que un dólar y 25 centavos, y esto tan sólo en los casos de Snap y Gruff, y juro solemnemente al lector que estos extractos han sido tomados al azar de mi agenda.

No obstante, es un viejo proverbio, y perfectamente cierto, que el dinero no es nada en comparación con la buena salud. Las exigencias de la profesión me parecieron un tanto excesivas para mi delicado estado de salud, y una vez que finalmente descubrí que estaba totalmente deformado por los golpes, hasta el punto que no sabía muy bien qué hacer y que mis amigos eran incapaces de reconocerme como Peter Proffit cuando me cruzaba con ellos por la calle, se me ocurrió que lo mejor que podría hacer sería alterar la orientación de mis actividades. En consecuencia, dediqué mi atención a las Salpicaduras de Lodo, y estuve dedicado a ello durante algunos años.

Lo peor de esta ocupación es que hay demasiada gente que se siente atraída por ella, y en consecuencia, la competencia resulta excesiva. Todos aquellos individuos ignorantes que descubren que carecen de cerebro como para hacer carrera como hombreanuncio, o como pisaverde de la rama de lo Ofensivo para la Vista, o como un hombre de Asalto con Agresión, piensan, por supuesto, que su futuro está en las Salpicaduras de Lodo. Pero jamás pudo haber una idea más equivocada que la de pensar que no hace falta cerebro para dedicarse a salpicar de lodo. Especialmente no hay en este negocio nada que hacer si se carece de método. Por lo que a mí respecta, mi negocio era tan sólo al por menor, pero mis antiguos hábitos sistemáticos me hicieron progresar viento en popa. En primer lugar elegí mi cruce de calles con gran cuidado, y jamás utilicé un cepillo en ninguna otra parte de la ciudad que no fuera aquélla. También puse gran atención en tener un buen charco a mano, de tal forma que pudiera llegar a él en cuestión de un momento. Debido a esto, llegué a ser conocido como una persona de fiar; y esto, permítanme que se lo diga, es tener la mitad de la batalla ganada en este oficio. Jamás nadie que me echara una moneda atravesó mi cruce con una mancha en sus pantalones. Y ya que mis costumbres en este sentido eran bien conocidas, jamás tuve que enfrentarme a ninguna imposición. Caso de que esto hubiera ocurrido, me hubiera negado a tolerarlo. Jamás he intentado imponerme a nadie, y en consecuencia, no tolero que nadie haga el indio conmigo. Por supuesto, los fraudes de los bancos eran algo que yo no podía evitar.

Su suspensión me dejó en una situación prácticamente ruinosa. Estos, no obstante, no son individuos, sino corporaciones, y como todo el mundo sabe, las corporaciones no tienen ni cuerpo que patear ni alma que maldecir.

Estaba yo ganando dinero con este negocio cuando en un mal momento me vi inducido a fusionarme con los Viles Difamadores, una profesión en cierto modo análoga, pero ni mucho menos igual de respetable. Mi puesto era sin duda excelente, ya que estaba localizado en un lugar céntrico y tenía unos magníficos cepillos y betún. Mi perrillo, además, estaba bastante gordo y puesto al día en todas las técnicas del olisqueo. Llevaba en el oficio mucho tiempo, y me atrevería a decir que lo comprendía. Nuestra rutina consistía en lo siguiente: Pompey, una vez que se había rebozado bien en el barro, se sentaba a la puerta de la tienda hasta que veía acercarse a un dandy de brillantes botas. Inmediatamente salía a recibirle y se frotaba un par de veces contra sus Wellingtons. Inmediatamente, el dandy se ponía a Jurar profusamente y a mirar a su alrededor en busca de un limpiabotas. Y allí estaba yo, bien a la vista, con mi betún y mis cepillos. Al cabo de un minuto de trabajo recibía mis seis peniques.

Esto funcionó moderadamente bien durante un cierto tiempo. De hecho, yo no era avaricioso, pero mi perro lo era. Yo le daba un tercio de los beneficios, pero él decidió insistir en que quería la mitad. Esto fui incapaz de tolerarlo, de modo que nos peleamos y nos separamos.

Después me dediqué algún tiempo a probar suerte con el Organillo, y puedo decir que se me dio bastante bien. Es un oficio simple y directo, y no requiere ninguna habilidad particular.

Se puede conseguir un organillo a cambio de una simple canción, y para ponerlo al día no hay más que abrir la maquinaria y darle dos o tres golpes secos con un martillo.

Esto produce una mejora en el aparato, de cara al negocio, como no se pueden ustedes imaginar. Una vez hecho esto, no hay más que pasear con el organillo al hombro hasta ver madera fina en la calle y un llamador envuelto en ante. Entonces uno se detiene y se pone a dar vueltas a la manivela, procurando dar la impresión de que está uno dispuesto a seguir haciéndolo hasta el día del juicio. Al cabo de un rato se abre una ventana desde donde arrojan seis peniques junto con la solicitud “cállese y siga su camino”, etc., etc. Yo soy consciente de que algunos organilleros se han permitido el lujo de “seguir su camino” a cambio de esta suma, pero por lo que a mí respecta, yo consideraba que la inversión inicial de capital necesaria había sido excesiva como para permitirme el “seguir mi camino” por menos de un chelín.

Con esta ocupación gané bastante, pero por algún motivo no me sentía del todo satisfecho, así que finalmente la abandoné. La verdad es que trabajaba con la desventaja de carecer de un mono, y además las calles americanas están tan embarradas y la muchedumbre democrática es muy molesta y está repleta de niños traviesos.

Estuve entonces sin trabajo durante algunos meses, pero finalmente conseguí, gracias al gran interés que puse en ello, procurarme un puesto en el negocio del Correo Fingido. El trabajo aquí es sencillo y no del todo improductivo.

Por ejemplo: muy de madrugada yo tema que hacer mi paquete de falsas cartas.

En el interior de cada una de éstas tema que garrapatear unas cuantas líneas acerca de cualquier tema que me pareciera lo suficientemente misterioso, y firmar todas estas epístolas como Tom Dobson, o Bobby Tompkins, o algo por el estilo. Una vez dobladas y cerradas todas, y selladas con un falso matasellos de Nueva Orleáns, Bengala, Botany Bay o cualquier otro lugar muy alejado, recorría mí ruta diaria como si tuviera mucha prisa.

Siempre me presentaba en las casas grandes para entregar las cartas y solicitar el pago del sello. Nadie duda en pagar por una carta, especialmente por una doble; la gente es muy tonta y no me costaba nada doblar la esquina antes de que tuvieran tiempo de abrir las epístolas. Lo peor de esta profesión era que tenía que andar tanto y tan deprisa, y que tenía que variar mi ruta tan frecuentemente.

Además, tenía escrúpulos de conciencia.

No puedo aguantar el ver abusar de individuos inocentes, y el entusiasmo con el que toda la ciudad se dedicó a maldecir a Tom Dobson y a Bobby Tompkins era realmente alga horrible de oír. Me lavé las manos de aquel asunto con gran repugnancia.

Mi octava y última especulación ha sido en el terreno de la Cría de Gatos. He encontrado este negocio extraordinariamente agradable y lucrativo, y prácticamente carente de problemas.

Como todo el mundo sabe, el país está infectado de gatos; tanto es así, que recientemente se presentó ante el legislativo, en su última y memorable sesión, una petición para que el problema se resolviera, repleta de numerosas y respetables firmas. La asamblea en aquellos tiempos estaba desusadamente bien informada, y habiendo aceptado otros muchos sabios y sanos proyectos, coronó su actuación con el Acta de los Gatos. En su forma original, esta ley ofrecía una prima por la presentación de “cabezas” de gato (cuatro peniques la pieza), pero el Senado consiguió enmendar la cláusula principal sustituyendo la palabra “cabezas” por “colas”. Esta enmienda era tan evidentemente adecuada que la totalidad de la Cámara la aceptó me, con.

En cuanto el gobernador hubo firmado la ley, invertí la totalidad de mi dinero en la compra de Gatos y Gatas. Al principio sólo podía permitirme el alimentarles con ratones (que resultan baratos), pero aun así cumplieron con la Ordenanza Bíblica a un ritmo tan maravilloso que finalmente consideré que la mejor línea de actuación sería la de la generosidad, de modo que regalé sus paladares con ostras y tortuga. Sus colas, según el precio establecido, me producen ahora unos buenos ingresos, ya que he descubierto un método por medio del cual, gracias al aceite de Macassar, puedo conseguir tres cosechas al año. También me encanta observar que los animales se acostumbran rápidamente a la cosa y acaban prefiriendo el tener el tal apéndice cortado que no tenerlo. Me considero, por lo tanto, realizado y estoy intentando conseguir una residencia en el Hudson.