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LOS INGENIOSOS CUENTOS DEL MULLÁH NASRUDIN: El juramento mas fuerte y otra historia.

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El juramento más fuerte

Un día, el imam acusó a Nasrudín de ser un impostor:
—¡Estoy dispuesto a jurar por el Profeta que ni una sola palabra de tus observaciones místicas es verdadera!
—¡Y yo juro por Adán que todo lo que he dicho es cierto!, respondió el Mullah.
Una multitud de curiosos, que decidieron creer al imam y no al Mullah, agarraron a Nasrudín y lo llevaron ante el rey.
—Me han dicho que eres un impostor, dijo el monarca al Mullah. Si descubro que eres también un blasfemo, sufrirás el más terrible de los castigos.
—¡Todo el mundo ha perdido el juicio!, dijo Nasrudín con brusquedad. ¿Cómo puedo ser culpable cuando mi juramento era el más fuerte de los dos? El Profeta era un hombre, pero Adán fue el antepasado de todos los hombres, así que mi juramento supera y anula al juramento que implique a uno de sus descendientes.

HodjatheKing

Irse de la lengua

Nasrudín viajaba por la India cuando se encontró con otro viajero en el camino.
—¿De dónde vienes?, preguntó el hombre.
—De Bombay, contestó el Mullah.
—¿Y adónde vas?
—A Delhi, fue la respuesta.
—¿Qué piensas de las gentes que has encontrado en tus viajes?
—En general, la gente normal se ha mostrado amable y hospitalaria, dijo Nasrudín. He oído que el gobernador de Bombay es un tirano. ¡Se dice que es mil veces más opresor que el mismo Gengis Khan!
—¿Y tú sabes quién soy yo?, preguntó el extranjero con voz forzada.
—Soy nuevo aquí, y no he tenido el honor…
—¡Soy el gobernador del que hablas!
—¡Ay de mí! ¡Qué vergüenza que nos hayamos encontrado el día que mi lengua ha decidido actuar sin usar el cerebro!, dijo Nasrudín con tristeza.

Nasrudin

LOS INGENIOSOS CUENTOS DEL MULLÁH NASRUDIN: «El Rapsoda»

HodjatheKing

Nasrudín solía contar la historia de un noble, inmensamente rico, que decidió un buen día que debía contar entre su séquito con un rapsoda que compusiera y cantara himnos y alabanzas a su persona. Para ello, ordenó que buscaran al mejor juglar que hubiera en todo el mundo. De regreso, los enviados contaron que, en efecto, habían hallado al mejor rapsoda del mundo, pero que era un hombre muy independiente que se negaba a trabajar para nadie.
El noble no se dio por satisfecho y decidió ir él mismo en su búsqueda. Cuando llegó a su presencia, observó al juglar, que amén de ser muy independiente, se encontraba en una situación de extrema necesidad.
—Te ofrezco una bolsa llena de oro si consientes en servirme, le tentó el rico.
—Eso para ti es una limosna y yo no trabajo por limosnas, contestó el rapsoda.
—¿Y si te ofreciera el diez por ciento de mi fortuna?
—Eso sería una desproporción muy injusta, y yo no podría servir a nadie en esas condiciones de desigualdad.
—¿Y si te diera la mitad de mi fortuna, accederías a servirme?, insistió el noble rico.
—Estando en igualdad de condiciones no tendría motivo para servirte.
—¿Y si te diera toda mi fortuna?
—Si yo tuviera todo ese dinero, no tendría ninguna necesidad de servir a nadie.

LOS INGENIOSOS CUENTOS DEL MULLÁH NASRUDIN: «El yogui, el sacerdote y el Sufí» + 2 cortitos de regalo.

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Nasrudín vistió una túnica Sufí, y decidió realizar una peregrinación. En el camino se encontró con un sacerdote y un yogui, y decidieron seguir juntos. Cuando llegaron a un pueblo, el sacerdote y el yogui le pidieron a Nasrudín que solicitara dádivas mientras ellos hacían sus devociones. Nasrudín recolectó algún dinero y lo usó para comprar halwa. Intentó repartieran la comida, pero los otros dos, que aún no tenían mucha hambre, contestaron que sería mejor posponerla hasta la noche. Asi que siguieron su camino. Al caer la noche Nasrudín pidió la primera porción. «porque por mi intermedio se obtuvo la comida». Los otros no estuvieron de acuerdo: el sacerdote porque, arguyó, él representaba un cuerpo jerárquico formalmente organizado, y que merecía, por lo tanto, prerrogativas; el yogui, porque comía sólo una vez cada 3 días y debía por lo tanto recibir más.

Por fin convinieron en irse a dormir, y que, por la mañana aquel que relatara el mejor sueño sería el primero en servirse. Por la mañana el sacerdote dijo:
—Yo, vi en sueños al fundador de mi religión, quien hizo una señal de bendición, destacándome como beneficio de modo especial.
Sus compañeros quedaron impresionados, mas el yogui dijo:
—En mis sueños alcancé el nirvana y fui completamente absorbido por la nada.
Miraron al Mullah:
—En mis sueños vi a Khidr, el maestro Sufi, que sólo aparece ante los más santificados. Me encomendó:Nasrudín, ¡cómete el halwa ahora mismo! Y, por supuesto, debí obedecerle.

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Nasrudin nuevo!

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EDGAR ALLAN POE, «EL SISTEMA DEL DOCTOR ALQUITRÁN Y EL PROFESOR PLUMA». RELATO

 

¿Que tal fué con «El Angel de lo extraño», bien?, pues dentro de los «Relatos Humorísticos» de Poe tenemos esta otra pequeña obra maestra cuyo título ya te pone sobre aviso de la que se viene encima.

En este caso se trata de un manicomio donde al parecer se está probando una novedosa terapia y….

Bueno, mejor no digo nada mas, mejor leer.

Delirante, GENIALMENTE DELIRANTE:

 

El sistema del doctor Alquitrán y el Profesor Pluma
Edgard Allan Poe

 

Durante el otoño de 18…, mientras visitaba las provincias del Mediodía de Francia, mi ruta me condujo a las proximidades de cierta casa de salud, hospital particular de locos, del cual había oído hablar en París a notables médicos amigos míos. Como yo no había visitado jamás un estable­cimiento de esta índole, me pareció propicia la ocasión, y para no desper­diciarla propuse a mi compañero de viaje -un gentleman con el cual había entablado amistad casualmente días antes- apartarnos un poco de nuestra ruta, desviarnos alrededor de una hora y visitar el sanatorio. Pero él se negó desde el primer momento, alegando tener mucha prisa y obje­tando después el horror que le había inspirado siempre ver a un alienado. Me rogó, sin embargo, que no sacrificase a un deseo de ser cortés con él la satisfacción de mi curiosidad y me dijo que continuaría cabalgando hacia adelante y despacio, de manera que yo pudiese alcanzarlo en el mismo día o, a lo sumo, al siguiente. Cuando se despedía de mí me vino a la mente que tropezaría quizá con alguna dificultad para penetrar en ese estable­cimiento, y participé a mi camarada mis temores. Me respondió que, en efecto, a no ser que conociese personalmente al señor Maillard, el direc­tor, o que me proveyese de alguna carta de presentación, podría surgir al­guna dificultad, porque los reglamentos de esas casas particulares de locos eran mucho más severos que los de los hospicios públicos. Por su parte, añadió, algunos años antes había conocido a Maillard y podía, al menos, hacerme el servicio de acompañarme hasta la puerta y presentarme; pero la repugnancia que sentía por todas las manifestaciones de la demencia no le permitía entrar en el establecimiento.

 

Se lo agradecí; y separándonos de la carretera, nos internamos en un camino de atajo, bordeado de césped, que, al cabo de media hora, se per­día casi en un bosque espeso, que bordeaba la falda de una montaña. Habíamos andado unas dos leguas a través de este bosque húmedo y som­brío, cuando divisamos la casa de salud. Era un fantástico castillo, muy ruinoso, y que, a juzgar por su aspecto de vetustez y deterioro, apenas de­bía de estar habitado. Su aspecto me produjo verdadero terror, y, dete­niendo mi caballo, casi sentía deseos de tomar las bridas de nuevo. Sin embargo, pronto me avergoncé de mi debilidad y continué el camino. Cuando nos dirigimos a la puerta central noté que estaba entreabierta y vi un rostro de hombre que miraba de reojo. Un momento después, este hombre se adelantaba, se acercaba a mi compañero, llamándolo por su nombre, le estrechaba cordialmente la mano y le rogaba que bajara del caballo. Era el mismo señor Maillard, un verdadero gentleman a la antigua usanza: hermoso rostro, noble continente, modales exquisitos, dignidad y autoridad, a propósito para producir una buena impresión.

 

Mi amigo me presentó y expresó mi deseo de visitar el establecimien­to; Maillard le prometió que tendría conmigo todas las atenciones posi­bles. Mi compañero se despidió y desde entonces no lo he vuelto a ver.

 

Cuando se hubo marchado, el director me introdujo en un locutorio extremadamente pulcro, donde se veían, entre otros indicios de gusto refinado, -muchos libros, dibujos, jarrones con flores e instrumentos de música. Un vivo fuego ardía alegremente en la chimenea. Al piano, can­tando un aria de Bellini, estaba sentada una mujer joven y muy bella, que a mi llegada interrumpió su canto y me recibió con una graciosa cortesía. Hablaba en voz baja y había en todos sus modales algo de atormentado. Creí ver huellas de dolor en todo su rostro, cuya palidez excesiva no deja­ba de tener cierto encanto a mis ojos, al menos. Estaba vestida de riguroso luto, y despertó en mi corazón un sentimiento mezclado de respeto, de in­terés y de admiración.

 

Había oído decir en París que la casa de salud del señor Maillard es­taba organizada conforme a lo que generalmente se llama sistema de benig­nidad; que se evitaba el empleo de todo castigo; que no se recurría a la reclusión sino muy de tarde en tarde; que los enfermos, vigilados secreta­mente, gozaban en apariencia de una gran libertad, y que podían casi siempre circular por la casa y por los jardines vestidos como las personas que están en sus cabales.

 

Todos estos detalles estaban presentes en mi ánimo; por eso cuidé muy bien de lo que podía hablar ante la señora joven; porque nada me certificaba que estuviese en el pleno dominio de su razón; en efecto, había en sus ojos cierto brillo inquieto que me inducía casi a creer que no estaba plenamente cuerda. Restringí, pues, mis observaciones a temas generales o a los que creía que no podían desagradar a una loca, ni siquiera excitar­la. Respondió a todo lo que le dije de una manera perfectamente sensata, y sus observaciones personales estaban robustecidas por el más sólido buen sentido. Pero un detenido estudio de la fisiología de la locura me ha­bía enseñado a no fiarme de semejantes pruebas de salud mental, y conti­nué, durante toda la entrevista, practicando la prudencia que había empleado al principio.

 

En ese momento, un criado muy elegante trajo una bandeja cargada de frutas, de vinos y de refrescos, de los cuales me hicieron participar; al poco tiempo, la dama abandonó la sala. Después que hubo salido, dirigí a mi huésped una mirada interrogante.

 

-No -dijo-. ¡Oh, no! Es una persona de mi familia… mi sobrina… una mujer perfectamente correcta…

 

-Le pido mil perdones por la sospecha -repliqué-; pero sabrá usted disculparme. La excelente administración de su sanatorio es muy conocida en París, y yo creí que sería posible, después de todo…; ¿com­prende usted?…

 

-Sí, sí, no me diga más; yo soy más bien quien debo darle las gracias por la muy loable prudencia que ha demostrado. Encontramos rara vez tanta cautela en los jóvenes y más de una vez hemos presenciado deplo­rables incidentes por la ligereza de nuestros visitantes. Durante la aplica­ción de mi sistema, y cuando mis enfermos tenían el privilegio de pasear por todos los sitios a su capricho, caían algunas veces en crisis peligrosas a causa de las personas irreflexivas, invitadas a visitar nuestro estable­cimiento. Me he visto, pues, forzado a imponer un riguroso sistema de ex­clusión, y en lo sucesivo nadie ha podido tener acceso a nuestra casa si yo no podía contar con su discreción.

 

-¿Durante la aplicación de su primer sistema? -le dije, repitiendo sus propias palabras-. ¿Debo entender con eso que el sistema de benigni­dad, de que tanto se me habló, ha cesado de ser aplicado aquí?

 

– Hace ahora unas semanas -replicó- que hemos decidido aban­donarlo para siempre.

 

– En verdad, me asombra usted.

 

-Hemos juzgado absolutamente necesario -dijo, exhalando un suspiro- volver a los viejos errores. El sistema de lenidad era un espan­toso peligro en todos los momentos y sus ventajas se han avaluado con plusvalía exagerada. Creo, señor mío, que si alguna vez se ha hecho una prueba leal y sincera, ha sido en esta misma casa. Hemos hecho todo lo que razonablemente podía sugerir la humanidad. Siento que usted no nos haya hecho una visita en época anterior. Habría podido juzgar por sí mis­mo. Pero supongo que está usted al corriente del tratamiento de benignidad en todos sus detalles.

 

-Nada absolutamente. Lo que yo sé, lo sé de tercera o cuarta mano.

 

-Definiré, pues, el sistema en términos generales; un sistema en que el enfermo era tratado con cariño, un sistema de dejar hacer. No contra­riábamos ninguno de los caprichos que se incrustaban en el cerebro del enfermo. Por el contrario, no sólo nos prestábamos a ellos, sino que los alentábamos, y así hemos podido operar un gran número de curaciones radicales. No hay razonamiento que impresione tanto la razón debilitada de un demente como la reducción al absurdo. Hemos tenido hombres, por ejemplo, que se creían pollos. El tratamiento consistía en este caso en re­conocer y en aceptar el caso como un hecho evidente; en acusar al enfer­mo de estupidez, porque no reconocía el suyo como un caso positivo, y, desde luego, en negarle durante una semana toda otra alimentación que la que corresponde propiamente a un pollo. Gracias a este método basta­ba un poco de mijo para aperar milagros.

 

-Pero esta especie de aquiescencia a la monomanía por parte de us­tedes, ¿era todo lo que constituía el método?

 

-No. Teníamos gran fe también en las diversiones de índole senci­lla, tales como la música, el baile, los ejercicios gimnásticos en general, los naipes, cierta clase de libros, etcétera. Dábamos indicios de tratar a cada individuo por una afección física corriente y no se pronunciaba jamás la palabra locura. Un detalle de gran importancia era dar a cada loco el en­cargo de vigilar las conversaciones de todos los demás. Poner su confianza en la inteligencia o en la discreción de un loco, es ganarlo en cuerpo y alma. Por esta causa no podíamos prescindir de una tropa de vigilantes que nos salía muy costosa.

 

-¿Y no tenía castigos de ninguna clase?

 

-Ninguno.

 

-¿Y no encerraba jamás a sus enfermos?…

 

– Muy rara vez. De cuando en cuando, la enfermedad de algún in­dividuo se exaltaba hasta una crisis, o se convertía súbitamente en furor; entonces lo transportábamos a una celda secreta, por miedo de que el de­sorden de su cabeza contagiase a los demás, y lo reteníamos allí hasta el momento en que pudiésemos enviarlo a casa de sus parientes o sus ami­gos, porque no queríamos tener nada que ver con un loco furioso. Por lo general, era trasladado a los hospicios públicos.

 

-¿Y ahora ha cambiado todo eso y cree haber acertado?…

 

-Decididamente, sí. El sistema tenía sus inconvenientes y aun sus peligros. Actualmente, está condenado, ¡a Dios gracias!… en todas las ca­sas de salud de Francia.

 

– Estoy muy sorprendido -dije- de todo lo que me cuenta usted…

 

-Pero llegará el día en que aprenda a juzgar por sí mismo todo lo que acontece en el mundo, sin fiarse en la charla de otro. No crea nada de lo que oiga decir y no crea sino la mitad de lo que vea. Ahora bien; con respecto a nuestras casas de salud, es evidente que algún ignaro se ha bur­lado de usted. Después de comer, cuando usted haya descansado de las fa­tigas del viaje, tendré sumo gusto en pasearlo a través de la casa y hacerle apreciar un sistema que, en mi opinión y en la de todas las personas que han podido apreciar sus resultados, es incomparablemente el mejor y más eficaz de todos los concebidos hasta el día.

 

-¿Es su propio sistema? -pregunté-. ¿Un sistema de su inven­ción?…

 

-Estoy orgulloso -replicó- de confesar que es mío, al menos has­ta cierto punto.

 

Conversé así con el señor Maillard durante una hora o dos, durante las cuales me mostró los jardines y los terrenos del establecimiento.

 

– No puedo -me dijo- dejarlo ver a mis enfermos inmediatamen­te. Para un espíritu sensitivo hay algo siempre más o menos repugnante en esta clase de exhibición y no quiero quitarle el apetito para la comida.

 

Porque comeremos juntos. Puedo ofrecerle ternera a la Sainte-Menéhould; coliflores con salsa aterciopelada; después de eso un vaso de Clos de Vou­geót; sus nervios quedarán bien vigorizados…

 

A las seis se anunció la comida y mi anfitrión me introdujo en un am­plio comedor, donde se había congregado una numerosa bandada, veinti­cinco o treinta personas en conjunto. Eran, en apariencia, personas pertenecientes a la buena sociedad, seguramente de esmerada educación, aunque sus trajes, a lo que me pareció, fuesen de una ostentación extra­vagante y participasen algo del fastuoso refinamiento de la antigua corte de Francia[1].

 

Observé también que las dos terceras partes de los convidados eran mujeres, y que algunas de ellas no estaban vestidas conforme a la moda que un parisién de hoy considera como el buen gusto del día. Muchas se­ñoras que no tenían menos de setenta años, estaban adornadas con pro­fusión de cadenas, dijes, sortijas, brazaletes y pendientes, todo un surtido de bisutería, y mostraban sus senos y sus brazos ofensivamente desnudos. Noté igualmente que muy pocos de estos trajes estaban bien cortados o, al menos, muy pocos se adaptaban a las personas que los llevaban. Miran­do alrededor, descubrí a la interesante jovencita a quien el señor Maillard me había presentado en la sala de visitas; pero mi sorpresa fue enorme al verla emperifollada con una enorme falda de volados, con zapatos de ta­cón alto y un gorrito de encaje de Bruselas, demasiado grande para ella, tanto que daba a su figura una ridícula apariencia de pequeñez. La prime­ra vez que la había visto, iba vestida de luto riguroso, que le sentaba a ma­ravilla. En suma, había un aire de extravagancia en toda la indumentaria de esta sociedad, que me trajo a la mente mi idea primitiva del sistema de benignidad y me hizo pensar que el señor Maillard había querido engañar­me hasta el final de la comida por miedo a que experimentase sensaciones desagradables durante el ágape, dándome cuenta de que me sentaba a la mesa con unos lunáticos. Pero me acordé de que me habían hablado en París de los provincianos del Mediodía como de personas singularmente excéntricas y obsesionadas por una multitud de ideas rancias; y, además, hablando con algunos de los convidados, pronto sentí disiparse por com­pleto mis aprensiones…

 

El comedor, aunque ofreciese algunas comodidades y tuviese buenas dimensiones, no ostentaba toda la elegancia deseable. Así el pavimento casi no estaba alfombrado; es cierto que esto ocurre con frecuencia en Francia. Las ventanas no tenían visillos; las contraventanas, cuando esta­ban cerradas, se hallaban sólidamente sujetas por barras de hierro, fijas en diagonal, a la manera usual de las cerraduras de los comercios. Observé que la sala formaba, por sí sola, una de las alas del castillo y que las ven­tanas ocupaban así tres lados del paralelogramo, pues la puerta estaba co­locada en el cuarto lado. No había menos de diez ventanas en total.

 

La mesa estaba espléndidamente servida; cubierta de vajilla de plata y cargada de toda clase de exquisiteces. Era una profusión absolutamente barroca. Había bastantes manjares para regodear a los Anakim. Jamás ha­bía contemplado en mi vida tanta monstruosa ostentación, tan extrava­gante derroche de todas las cosas buenas que la vida ofrece; pero había poco gusto en el arreglo del servicio; y mis ojos, acostumbrados a luces te­nues, sentíanse heridos vivamente por el prodigioso brillo de una multi­tud de bujías, en candelabros de plata que se habían puesto sobre la mesa y diseminado en toda la sala, dondequiera que se había podido encontrar un sitio. El servicio lo hacían muchos domésticos diligentísimos, y, en una gran mesa, al fondo de la sala, estaban sentadas siete u ocho personas con violines, flautas, trombones y un tambor. Esos personajes, en determina­dos intervalos de tiempo, durante la comida, me fatigaron mucho con una infinita variedad de ruidos, que tenían la pretensión de ser música, y que, al parecer, causaban un vivo placer a los circunstantes; bien entendido, con excepción mía.

 

En fin, yo no podía dejar de pensar que había cierta extravagancia en lo que veía; pero, después de todo, el mundo está compuesto de toda clase de gente, que tiene maneras de pensar muy diversas y una porción de usos completamente convencionales. Y, además, ya había viajado lo bastante para ser un perfecto adepto del nil admirari; por consiguiente, tomé tran­quilamente asiento al lado de mi anfitrión, y, dotado de excelente apetito, hice los honores a esa buena comida.

 

La conversación era animada y general. Pronto vi que esa sociedad estaba compuesta, casi por completo, de gente bien educada, y mi hués­ped por sí solo era un tesoro de anécdotas alegres. Parecía que se disponía a hablar de su posición de director de una casa de salud, y con gran sor­presa mía, la misma locura sirvió de tema de conversación favorita a todos los convidados.

 

-Tuvimos aquí en una ocasión un gracioso -dijo un señor grueso sentado a mi derecha- que se creía tetera y, dicho sea de paso, ¿no es no­table que este capricho particular entre tan frecuentemente en el cerebro de los locos? No hay en Francia un manicomio que no pueda suministrar una tetera humana. Nuestro señor era una tetera de fabricación inglesa y tenía cuidado de limpiarse él mismo todas las mañanas con una gamuza y blanco de España…

 

-Y, además -dijo un hombre alto que estaba precisamente enfren­te-, hemos tenido, no hace mucho tiempo, un individuo a quien se le había metido en la cabeza que era un asno, lo cual, metafóricamente ha­blando, era perfectamente cierto. Era un enfermo muy fatigoso y teníamos que tener mucho cuidado para que no se propasara. Durante muchísimo tiempo no quiso comer más que cardos; pero lo curamos pronto de esa idea, insistiendo en que no comiera otra cosa. Se entretenía sin cesar en cocear así… así…

 

-¡Señor de Kock! Le agradecería mucho que se contuviese -inte­rrumpió entonces una señora anciana sentada al lado del orador-. Guar­de, si le parece, las coces para usted. ¡Me ha estropeado mi vestido de brocado! ¿Es necesario aclarar una observación de un modo tan material? Nuestro amigo, que está aquí, lo comprenderá igualmente sin esta demos­tración física. Palabra, que es usted casi tan asno como ese pobre loco que creía serlo. Su agilidad en cocear es completamente natural, tan cierto como yo soy quien soy…

 

-¡Mil perdones, señorita! -respondió el señor de Kock, interpela­do de esa manera-. ¡Mil perdones! Yo no tenía intención de ofenderla. Señorita Laplace; el señor de Kock solicita el honor de brindar una copa de vino con usted.

 

Entonces, el señor de Kock se inclinó, le besó ceremoniosamente la mano y bebió el vino que le ofreció la señorita Laplace.

 

– Permítame usted, amigo mío -dijo el señor Maillard, dirigiéndose a mí-, permítame ofrecerle un pedazo de esta ternera a la Sainte-Mené­hould; la encontrará delicadísima…

 

Tres robustos criados habían conseguido depositar, sin riesgo, sobre la mesa, un enorme plato, que más bien parecía un barco, contenien­do lo que yo suponía ser el monstrum horrendum, informe, ingens, cui lumen ademptum.

 

Un examen más atento me confirmó, no obstante, que sólo era una ternera asada, entera, apoyada en sus rodillas, con una manzana entre los dientes, según la moda usada en Inglaterra para servir una liebre.

 

-No, muchas gracias -repliqué-; para decir verdad, no tengo una gran debilidad por la ternera a la Sainte… ¿cómo dice usted?, porque, ge­neralmente, no me sienta bien. Le suplico que haga cambiar este plato y que me permita probar algo de conejo.

 

Había sobre la mesa algunos platos laterales, que contenían lo que me parecía ser conejo casero, a la francesa; un bocado delicioso que me per­mito recomendaros.

 

-¡Pedro! -gritó mi anfitrión-. Cambie el plato del señor y sírvale un pedazo de ese conejo al gato.

 

-¿De ese… qué? -interrogué.

 

-De ese conejo al gato.

 

-¡Ah, pues lo agradezco mucho!… Pensándolo bien, renuncio a co­merlo y prefiero servirme un poco de jamón.

 

En realidad (pensaba yo) no sabe uno lo que come en la mesa de estas personas de provincia. No quiero saborear conejo al gato por la misma ra­zón que no querría probar gato al conejo.

 

Y luego -dijo un personaje de figura cadavérica, colocado al ex­tremo de la mesa, reanudando el hilo de la conversación donde se había interrumpido-, entre otras extravagancias, hemos tenido en cierta épo­ca a un enfermo que se obstinaba en creerse un queso y que se paseaba con un cuchillo en la mano, invitando a sus amigos a cortar, para sabo­rearlo, un pedazo de su muslo.

 

-Era, sin duda, un loco perdido -interrumpió otra persona-; pero no se podía comparar con un individuo que todos hemos conocido, con excepción de este caballero extranjero. Me refiero al hombre que se figuraba ser una botella de champaña y que hablaba siempre con un pau… pau… y un pschi… i… i…, de esta manera…

 

Entonces el orador, muy torpemente, a mi juicio, metió su pulgar de­recho bajo su carrillo izquierdo, y lo retiró bruscamente con un ruido se­mejante al estallido de un corcho que salta, y luego, por un hábil movimiento de la lengua sobre los dientes, produjo un silbido agudo, que duró algunos minutos, para imitar el borboteo del champaña. Esta mímica no fue grata al señor Maillard, por lo que pude observar; no obstante, no dijo nada. Entonces la conversación fue reanudada por un hombre menu­do, muy flaco, con una gran peluca.

 

-Había también -dijo- un imbécil que se creía una rana, animal al cual se asemejaba extraordinariamente, dicho sea de paso. Quisiera que usted lo hubiese visto, señor (se dirigía a mí); le habría causado alegría ver el aire de naturalidad que daba a su papel. Señor, si ese hombre no era una rana, puedo decir que era una gran desgracia que no lo fuese. Su croar era, aproximadamente, así: ¡O… o… o… güe… o… ooo… güe…! … Solía dar verdaderamente la nota más limpia del mundo; i un sí bemol!, y cuando ponía los codos sobre la mesa de esta manera, después de haber bebido una o dos copas de vino, y distendía su boca así, y giraba sus ojos de esta manera, y luego los hacía pestañear con excesiva rapidez, así, ¿ve usted?…, señor, le juro de la manera más seria y positiva que usted habría caído en éxtasis ante la genialidad de ese hombre.

 

-No lo dudo -respondí.

 

-Había también (dijo otro personaje) un tal Petit Gaillard que se creía una pizca de tabaco y que estaba desconsolado de no poder tomarse a sí mismo entre su índice y su pulgar.

 

-Hemos tenido también a Julio Deshouliéres, que era verdadera­mente un genio singular y que se volvió loco sugestionado por la idea de que era una calabaza. Perseguía sin cesar al cocinero para hacer que lo pu­siera en un pastel, cosa a la cual el cocinero se negaba con indignación. i Por mi parte, no afirmaré que un pastel a la Deshouliéres no fuese un manjar exquisito, en verdad!…

 

-Usted me asombra -dije.

 

Y miré al señor Maillard con ademán interrogativo.

 

-¡Ah, ah! -dijo éste-. ¡Eh, eh! ¡Ih, ih! ¡Oh, oh, oh! ¡Uh, uh, uh!… Excelente, en verdad. No debe asombrarse, amigo mío; este señor es un extravagante, un gran bromista; no hay que tomar al pie de la letra lo que dice…

 

   ¡Oh!… -dijo otra persona de la reunión-. Pero también hemos conocido a Bouffon-Legrand, otro personaje muy extraordinario en su gé­nero. Se le trastornó el cerebro por una pasión amorosa y se imaginó que era poseedor de dos cabezas. Afirmaba que una de ellas era la de Cicerón; en cuanto a la otra, se la imaginaba compuesta, siendo la de Demóstenes desde la frente hasta la boca y la de Lord Brougham desde la boca hasta el remate de la barbilla. No sería imposible que estuviese engañado; pero lo habría convencido de que tenía razón, porque era un hombre de gran elocuencia. Tenía verdadera pasión por la oratoria y no podía contenerse en manifestarlo. Por ejemplo, tenía la costumbre de saltar así sobre la mesa y luego…

 

En ese momento, un amigo del orador, sentado a su lado, le puso la mano en el hombro y le cuchicheó algunas palabras al oído; al oír esto, el otro cesó inmediatamente de hablar y se dejó caer sobre la silla.

 

– Y luego -dijo el amigo, el que había hablado en voz baja- hubo también un tal Boulard, la girándula. Lo llamo la girándula porque estuvo atacado de la manía singular acaso, pero no absolutamente insensata, de creerse transformado en veleta. Hubieran muerto de risa al verlo girar. Pi­rueteaba sobre sus talones de esta manera: vea usted…

 

Entonces, el amigo a quien él había interrumpido un momento antes, le prestó exactamente, a su vez, el mismo servicio.

 

-Pero -exclamó una anciana con voz chillona- su señor Boulard era un loco y un loco muy estúpido además. Porque, permítame pregun­tarle: ¿quién ha oído hablar jamás de una veleta humana? La cosa es ab­surda en sí misma. Madame Joyeuse era una persona más sensata, como usted sabe. También tenía su manía, pero una manía inspirada por el sen­tido común, y que causaba gran satisfacción a todos los que tenían el ho­nor de conocerla. Había descubierto, tras madura reflexión, que había sido transformada, por un singular accidente, en gallo; pero en su calidad de gallo, se comportaba normalmente. Batía las alas así, así, con un esfuerzo prodigioso, y su canto era deliciosísimo… ¡Coo… o… co… coo… o…! ¡Coo… o… co… coo… oo…!

 

-Madame Joyeuse, le ruego que procure contenerse -interrumpió nuestro anfitrión con cólera-. Si no quiere conducirse correctamente como una dama debe hacerlo, puede abandonar la mesa inmediatamente. ¡Elija usted!…

 

La dama (a quien yo quedé asombrado de oír nombrar Madame Jo­yeuse, después de la descripción de Madame Joyeuse que ella acababa de hacer) se ruborizó hasta las pestañas y pareció profundamente humillada por la reprimenda. Bajó la cabeza y no respondió ni una sílaba. Pero una dama más joven reanudó el tema de conversación. Era la hermosa mu­chacha de la sala de visitas.

 

-¡Oh! -exclamó-. i Madame Joyeuse era una loca! Pero había mucho sentido común en la fantasía de Eugenia Salsafette. Era una her­mosísima joven, de aire modesto y contrito, que juzgaba muy indecente la costumbre vulgar de vestirse y que quería vestirse siempre poniéndose fuera de sus ropas, no dentro. Es cosa muy fácil de hacer, después de todo. No tenéis más que hacer así… y luego así… y después… y finalmente…

 

-¡Dios mío! ¡Señorita Salsafette! -exclamaron una docena de vo­ces a coro-. ¿Qué hace usted? ¡Conténgase!… ¡Basta! ¡Ya vemos cómo puede hacerse! ¡Basta!…

 

Y varias personas saltaban ya de las sillas para impedir a la señorita Salsafette ponerse al igual de la Venus de Médicis, cuando el resultado apetecible fue súbita y eficazmente logrado por consecuencia de los gritos o de los aullidos que provenían de algún departamento principal del cas­tillo. Mis nervios se sintieron muy impresionados, si he de decir la verdad, por esos aullidos; pero los otros convidados me causaron lástima. Nunca he visto en mi vida reunión de personas sensatas tan absolutamente em­pavorecidas. Se tornaron todos pálidos como cadáveres, saltaban sobre la silla, se estremecían y castañeteaban de tenor y parecían esperar con oídos ansiosos la repetición del mismo ruido. Se repitió, en efecto, con tono más alto y como aproximándose; y luego una tercera vez, muy fuerte, muy fuerte, y, por fin, una cuarta vez, con energía que iba en descenso. Ante ese aparente apaciguamiento de la tempestad, toda la reunión recobró in­mediatamente su alegría y su animación y las anécdotas pintorescas comenzaron de nuevo. Me aventuré entonces a indagar cuál era la causa de ese ruido.

 

-Una bagatela -dijo el señor Maillard-. Estamos ya fatigados de ello y nos preocupamos muy poco. Los locos, a intervalos regulares, se po­nen a aullar a coro, excitándose el uno al otro, y llegando a veces a formar como una jauría de perros por la noche. Ocurre también de cuando en cuando que ese concierto de aullidos va seguido de un esfuerzo simultá­neo de todos para evadirse; en ese caso, hay quien siente algún temor, na­turalmente.

 

-¿Y cuántos tienen ahora encerrados?

 

-Por ahora, diez entre todos.

 

-Supongo que mujeres, principalmente…

 

-¡Oh, no! Todos hombres y robustos mozos; se lo puedo afirmar. – La verdad es que yo había oído decir siempre que la mayoría de los locos pertenecía al sexo amable.

 

-En general, sí; pero no siempre. Hace algún tiempo teníamos aquí unos veintisiete enfermos y de este número no había menos de dieciocho mu­jeres; pero desde hace poco, las cosas han cambiado mucho, como usted ve.

 

– Sí… han cambiado mucho… como usted ve -interrumpió el señor que había destrozado la tibia de Mademoiselle Laplace.

 

– Sí, han cambiado mucho, como usted ve -clamó al unísono la so­ciedad.

 

-¡Cállense ustedes, cállense!… ¡Contengan la lengua!… -gritó mi anfitrión, en un acceso de cólera.

 

Al oír esto, toda la reunión guardó durante un minuto un silencio de muerte. Hubo una dama que obedeció al pie de la letra al señor Maillard, es decir que, sacando la lengua, una lengua excesivamente larga, la agarró con las dos manos y la tuvo así con mucha resignación hasta el fin del banquete.

 

– Y esta señora -dije al señor Maillard, inclinándome hacia él y ha­blándole en voz baja-, esta excelente dama que hablaba hace un mo­mento y que nos lanzaba su ¡cocoricó! y ¡kikirikí!, ¿es absolutamente inofensiva, totalmente inofensiva, eh?

 

-¡Inofensiva! -exclamó con sorpresa no fingida-. ¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir?

 

-¿No está más que ligeramente atacada? -dije yo señalándole la frente-. Supongo que no está peligrosamente afectada, ¿eh?

 

-¡Dios mío! ¿Qué se imagina usted? Esta dama, mi particular y an­tigua amiga, Madame Joyeuse, tiene el cerebro tan sano como yo. Padece de algunas excentricidades, sin duda alguna; pero ya sabe usted que todas las ancianas, todas las señoras muy ancianas, son más o menos ex­céntricas…

 

-Sin duda alguna -dije-, sin duda. ¿Y el resto de esas señoras y  señores?…

 

-Todos son mis amigos y mis guardianes -interrumpió el señor Maillard, irguiéndose con altivez-, mis excelentes amigos y mis ayudantes.

 

-¿Cómo? ¿Todos ellos? -pregunté-. ¿Y las mujeres, también, sin excepción?…

 

– Indudablemente -dijo-. No podríamos hacer nada sin las muje­res: son las mejores enfermeras del mundo para los locos; tienen una ma­nera suya especial, ¿sabe usted? Sus ojos producen efectos maravillosos, algo como la fascinación de la serpiente, ¿sabe usted?…

 

– Seguramente -dije yo-, seguramente. Se conducen de un modo algo extravagante, ¿no es eso? Tienen algo de original. ¿No le parece a usted?

 

– ¡Extravagante! ¡Original! ¡Cómo! ¿Opina usted así?… A decir ver­dad, en el Mediodía no somos hipócritas; hacemos todo lo que nos agrada; gozamos de la vida; y todas esas costumbres, ya comprende usted…

 

– Perfectamente -dije-, perfectamente…

 

– Y luego ese Clos de Vougeót es algo capitoso, ¿comprende usted?; un poco fuerte, ¿no es eso?

 

-Seguramente -dije yo-, seguramente. Entre paréntesis, señor, ¿no le he oído yo decir que el sistema adoptado por usted, en sustitución del famoso sistema de benignidad, era de una severidad rigurosa?…

 

-De ningún modo. La reclusión es absolutamente rigurosa; pero el tratamiento -el tratamiento médico, quiero decir- es agradable para los enfermos.

 

– ¿Y el nuevo sistema es de su invención?

 

-Nada de eso, absolutamente. Algunos aspectos de mi sistema de­ben ser atribuidos al profesor Alquitrán y del cual ha oído usted forzosa­mente hablar; y hay en mi plan modificaciones que me es grato reconocer como pertenecientes de derecho al célebre Pluma, a quien ha tenido us­ted el honor, si no me engaño, de conocer íntimamente.

 

– Me siento avergonzado de confesar -repliqué- que hasta ahora jamás había oído pronunciar los nombres de esos señores.

 

-¡Cielo santo! -exclamó mi anfitrión, retirando bruscamente la si­lla y levantando las manos en alto-. i Es posible que yo le haya entendido mal!… ¿No habrá querido usted decir, verdad, que no ha oído hablar ja­más del erudito doctor Alquitrán ni del famoso profesor Pluma?…

 

-Me veo forzado a reconocer mi ignorancia -respondí-; pero la verdad ante todo. Créame que me siento humillado de no conocer las obras de esos dos hombres, sin duda alguna, extraordinarios. Voy a ocu­parme de buscar sus escritos y los leeré con estudiosa diligencia. Señor Maillard, usted me ha hecho, lo confieso, avergonzarme de mí mismo…

 

Y era la pura verdad.

 

-No hablemos más de eso, mi joven y excelente amigo -dijo con bondad, estrechándome la mano-; tomemos cordialmente juntos un vaso de Sauterne.

 

Bebimos ambos. La reunión siguió el ejemplo sin vacilaciones. Char­laban, bromeaban, reían, realizaban mil extravagancias. Los violines ras­caban, el tambor multiplicaba sus rataplanes, los trombones mugían como toros de Phalaris; y toda la cuadrilla, exaltándose a medida que los vinos la dominaban imperiosamente, se convirtió al fin en una especie de pan­demónium in petto. Sin embargo, el señor Maillard y yo, con algunas bo­tellas de Sauterne y de Clos de Vougeót repartidas entre nosotros dos, continuábamos el diálogo a chillidos. Una palabra pronunciada en el dia­pasón ordinario no habría tenido más probabilidades de ser oída que la voz de un pez en el fondo del Niágara.

 

-Señor -le grité al oído-, me hablaba usted, antes de la comida, del peligro que implica el antiguo sistema de lenidad. ¡A qué se refiere usted?

 

– Sí -respondió-, había algunas veces un gran peligro. No es po­sible darse cuenta de los caprichos de los locos; y, a mi juicio, y asimismo según la opinión del doctor Alquitrán y del profesor Pluma, no es pruden­te jamás dejarlos pasearse libremente y sin vigilantes. Un loco puede ser pacífico, como suele decirse, por algún tiempo, pero al fin es siempre capaz de turbulencias. Además, su astucia es proverbial y verdaderamente muy grande. Si tiene un plan sabe ocultarlo con maravillosa hipocresía; y la habilidad con que remeda la lucidez ofrece al estudio del filósofo uno de los más singulares problemas psíquicos. Cuando un loco parece completa­mente razonable, es ocasión, créamelo, de ponerle la camisa de fuerza.

 

-Pero ese peligro, querido amigo, ¿ese peligro de que usted habla?… Según su propia experiencia, desde que esta casa está bajo su control, ¿ha tenido usted una razón material y positiva para considerar peligrosa la li­bertad en un caso de locura?…

 

     ¿Aquí? ¿Por mi propia experiencia?… Ciertamente, no puedo res­ponder ¡sí!… Por ejemplo, no hace mucho tiempo, una circunstancia singu­lar se ha presentado en esta misma casa. El sistema de benignidad, como usted sabe, estaba entonces en uso y los enfermos se hallaban en libertad. Se conducían notablemente bien, a tal punto que toda persona de buen sentido hubiera podido deducir de esa cordura la prueba de que se fragua­ba entre estos amigos algún plan diabólico. Y, en efecto, una buena ma­ñana, los guardianes aparecieron atados de pies y manos y arrojados a las celdas, donde fueron vigilados por los mismos locos que habían usurpado las funciones de guardianes.

 

-¡Oh! ¿Qué me dice usted? No he oído hablar jamás, en mi vida, de absurdo semejante…

 

– Es un hecho. Todo eso ocurrió, gracias a un necio, a un estúpido, a un loco a quien se le había metido en la cabeza que era el inventor del mejor sistema de gobierno de que se hubiera oído hablar jamás, gobierno de locos, bien entendido. Deseaba dar una prueba de su invento y así per­suadió a los otros enfermos de unirse a él en una conspiración para derri­bar al poder reinante.

 

– ¿Y lo consiguió realmente?…

 

-Completamente. Los vigilantes y los vigilados tuvieron que trocar sus respectivos papeles, con la diferencia muy importante, sin embargo, de que los locos habían quedado libres mientras que los guardianes fueron inmediatamente encerrados en calabozos y tratados (me duele confesar­lo) de una manera muy poco gentil.

 

-Pero presumo que ha debido llevarse a cabo muy pronto una con­trarrevolución. Esta situación no podía durar mucho tiempo. Los campe­sinos de las cercanías y los visitantes que venían a ver el establecimiento habrán dado, sin duda, la voz de alarma.

 

– Está usted en un error. El jefe de los rebeldes era demasiado astuto para que eso pudiera ocurrir. No admitió en lo sucesivo a ningún visitan­te; con excepción, por una sola vez, de un caballero joven, de fisonomía muy boba y que no podía inspirarle desconfianza alguna. Le permitió visi­tar la casa, como para introducir en ella un poco de variedad y para diver­tirse con él. Inmediatamente que le hubo enseñado todo, lo dejó salir…

 

-¿Y cuánto tiempo ha durado el reinado de los locos?…

 

-¡Oh, mucho tiempo, en verdad! Un mes, seguramente; no sé si más; acaso, pero no puedo precisarlo. Sin embargo, los locos se daban buena vida; puedo jurárselo. Desecharon sus trajes viejos y raídos, y apro­vecharon lindamente el guardarropa de familia y las joyas. Las bodegas del castillo estaban bien provistas de vino y esos demonios de locos son buenos catadores y saben beber bien. Han vivido espléndidamente, se lo aseguro…

 

-¿Y el tratamiento? ¿Cuál era el género de tratamiento que aplicaba el jefe de los rebeldes?…

 

– En cuanto a eso, he de decirle que un loco no es necesariamente necio, como ya se lo he hecho observar, y es mi humilde opinión que su tratamiento era un tratamiento bastante mejor que el que había sido mo­dificado. Era un tratamiento verdaderamente fundamental, sencillo, lim­pio, sin obstáculo alguno, realmente delicioso… era…

 

Aquí las observaciones de mi anfitrión fueron bruscamente interrum­pidas por una nueva serie de gritos, de la misma calidad de los que ya nos habían desconcertado. Sin embargo, esta vez parecían proceder de perso­nas que se iban acercando rápidamente.

 

-¡Cielo santo! -exclamé-. Los locos se han escapado, sin duda.

 

-Me temo que tenga usted razón -respondió el señor Maillard, po­niéndose entonces terriblemente pálido.

 

Apenas concluida su frase cuando se hicieron oír grandes clamores e imprecaciones debajo de las ventanas, e inmediatamente después obser­vamos, con toda claridad, que algunos individuos que estaban fuera se in­geniaban para entrar por maña o por fuerza en la sala. Se golpeaba en la puerta con algo que debía de ser una especie de cencerro o un enorme martillo y las contraventanas eran sacudidas y empujadas con prodigiosa violencia.

 

Siguió una escena de la más terrible confusión, el señor Maillard, con gran asombro mío, se escondió debajo del aparador. Hubiera esperado de él más resolución y energía. Los miembros de la orquesta, que desde un cuarto de hora antes parecían demasiado beodos para ejercer sus funcio­nes artísticas, saltaron sobre sus taburetes y sus instrumentos y, escalando el tablado, atacaron al unísono una marcha, el Yankee-Doodle[2],que ejecu­taron, si no con maestría, al menos con una energía sobrehumana, duran­te todo el tiempo que duró el desorden.

 

Con todo, el señor a quien antes se le había impedido, con gran difi­cultad, saltar sobre la mesa, saltó ahora en medio de vasos y botellas. In­mediatamente que estuvo instalado con toda comodidad, inició un discurso que indudablemente hubiera parecido de primer orden si se le hubiera podido oír. En el mismo instante el hombre cuyas predilecciones estaban por la veleta, se puso a piruetear alrededor de la habitación, con inmensa energía, tanto que tenía el aspecto de una verdadera veleta, de­rribando a todos los que encontraba a su paso. Y luego, oyendo increíbles petardeos y chorreos inauditos de champaña, descubrí que todo eso pro­cedía del individuo que durante la comida había desempeñado tan bien el papel de botella. Al mismo tiempo, el hombre-rana croaba con todas sus fuerzas, como si la salvación de su alma dependiese de cada nota que pro­fería. En medio de todo ello, se elevaba, dominando todos los ruidos, el ininterrumpido rebuzno de un asno. En cuanto a mi antigua amiga, Ma­dame Joyeuse, parecía hallarse atacada de tan horrible perplejidad, que me inspiraba deseos de llorar. Estaba de pie en un rincón, cerca de la es­tufa, y se contentaba con cantar, a voz en cuello, ¡cocoricó, kikirikí!

 

Por fin, llegó la crisis suprema, la catástrofe del drama. Como los gri­tos, los aullidos y los kikirikís eran las únicas formas de resistencia, los únicos obstáculos opuestos a los esfuerzos de los asaltantes, las dos venta­nas fueron forzadas rápidamente y casi simultáneamente. Pero no olvida­ré jamás mis sensaciones de aturdimiento y de horror cuando vi saltar por las ventanas y precipitarse atropelladamente entre nosotros, gesticulando con las manos, con los pies, con las uñas, un verdadero ejército aullador de monstruos, que primeramente tomé por chimpancés, orangutanes o grandes babuinos negros del Cabo de Buena Esperanza.

 

Recibí unos terribles golpes, y entonces me apelotoné debajo de un diván, donde quedé inmóvil. Después de haber permanecido allí un cuar­to de hora aproximadamente, durante el cual escuché todo lo que ocurría en la sala, obtuve, al fin, con el desenlace, una explicación satisfactoria de esa tragedia. El señor Maillard, al contarme la historia del loco que había excitado a sus camaradas a la rebelión, no había hecho sino relatar sus propias fechorías. Ese señor había sido, en efecto, dos o tres años antes, director del establecimiento; luego su cerebro se había perturbado y había pasado al número de los enfermos. Este hecho no era conocido del com­pañero de viaje que me había presentado a él. Los guardianes, en número de diez, habían sido súbitamente atacados, luego bien alquitranados, lue­go cuidadosamente emplumados, luego, por fin, encerrados en los sóta­nos. Habían estado así encerrados más de un mes, y durante todo ese tiempo el señor Maillard no sólo les había concedido generosamente el al­quitrán y las plumas (lo cual constituía su sistema) sino también… algo de pan y agua en abundancia. Diariamente una bomba impelente les enviaba su ración de duchas…

 

Al fin, uno de ellos, habiéndose evadido por una alcantarilla, devol­vió la libertad a todos los demás.

 

El sistema de benignidad, con importantes modificaciones, ha sido res­taurado en el sanatorio de los locos; pero no puedo menos de reconocer, con el señor Maillard, que su tratamiento, el suyo original y peculiar, era, en su género, un tratamiento fundamental. Como él mismo hacía observar con exactitud, era un tratamiento sencillo, limpio, sin dificultad alguna, abso­lutamente ninguna…

 

Sólo he de añadir unas palabras.

 

Aunque he buscado por todas las bibliotecas de Europa las obras del doctor Alquitrán y del profesor Pluma, no he podido, hasta hoy, a pesar de todos mis esfuerzos, conseguir un ejemplar.

 

EDGAR ALLAN POE, «EL ANGEL DE LO SINGULAR». RELATO

 

El gran Edgar, a mi me encanta este escritor y además desde muy joven, desde los 12 o 13 años. Primero por uno de sus relatos que habían pasado a comic en una de aquellas publicaciones de terror que se vendian entonces «Dossier Negro», el relato era «El Gato Negro» y sabiendo que el libro con los relatos estaba por mi casa, lo agarré por banda y me lo tragué casi de tirón.

Pero sin embargo son menos conocidos los llamados «RELATOS HUMORÍSTICOS». Si, son humorísticos, pero con un humor….un tanto especial, peculiar.

Aquí voy a poner uno de esos relatos, a mi me hizo flipar en colores.

Eso si, que mania tienen con las traducciones de los títulos, en este le han dado el nombre que he puesto, sin embargo en mi libro, cambian la última palabra, en mi libro se titula «EL ANGEL DE LO EXTRAÑO» y he visto internet que también se ha traducido como «EL ANGEL DE LO ESTRAMBÓTICO».

Well, pero el caso es que es una pasada, ¿preparados?, bien, pues allá vá:

EL ÁNGEL DE LO SINGULAR

EDGAR ALLAN POE

Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino y liqu eur. Por la mañana había estado leyendo elL eónidas, de Glover; laEpigoniada, de Wilkie; elPeregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré,por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente un periódico cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la columna de casas de alquiler, la de perros perdidosy las dos de esposas y aprendices desaparecidos, ataqué resuelto el editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar disgustado este infolio de cuatro páginas, feliz obraqueue ni siquiera los poetas critican,cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:

Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un periódico londinense se ocupa del singular fallecimiento de un individuo. Jugaba éste a soplar el dardo, juego que consiste en clavar en un blanco una larga aguja que sobresale de una pelota de lana, todo lo cual se arroja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la aguja en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspirar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió por la garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole la muerte en pocos días.

Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por qué.

-Este artículo –exclamé- es una despreciable mentira, un triste engaño, la hez de las invenciones de un escritorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronista de aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la extravagante credulidad de nuestra época, aplican su ingenio a fabricar imposibilidades probables… accidentes extraños, como ellos lo denominan. Pero una inteligencia reflexiva (como la mía, pensé entre paréntesis apoyándome el índice en la nariz), un entendimiento contemplativo como el que poseo, advierte de inmediato que el maravilloso incremento que han tenido recientemente dichos accidentes extrañoses en sí el más extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna apariencia singular.

-¡Tíos mío, que estúpido es usted, ferdaderamente! –pronunció una de las más notables voces que jamás haya escuchado.

En el primer momento creí que me zumbaban los oídos (como suele suceder cuando se está muy borracho), pero pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se asemejaba al que sale de un barril vacío si se lo golpea con un garrote; y hubiera terminado por creerlo de no haber sido porque el sonido contenía sílabas y palabras. Por lo general, no soy muy nervioso, y los pocos vasos de Laffitte que había sido saboreado sirvieron para darme aún más coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los paseé por la habitación en busca del intruso. No vi a nadie.

-¡Humf! –continuó la voz, mientras seguía yo mirando-. ¡Debe estar más borracho que un cerdo, si no me fe sentado a su lado!

Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de dar alguna descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecían servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo estaba formada por una especie de cantimplora como las que usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos) se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un lenguaje inteligible.

-Digo –repitió- que debe estar más borracho que un cerdo para no ferme sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que esdá impreso en el diario. Es la ferdad… toda la ferdad… cada palabra.

-¿Quién es usted, si puede saberse? –pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto perplejo-. ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Yqué significan sus palabras?
-Cómo he endrado aquí no es asunto suyo –replicó la figura-; en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo que me da la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa quién soy.
-Usted no es más que un vagabundo borracho –dije-. Voy a llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
-¡Ja, ja! –rió el individuo-. ¡Ju, ju, ju! ¡Imbosible que haga eso!
-¿Imposible? –pregunté-. ¿Qué quiere decir?
-Toque la gambanilla –me desafió, esbozando una risita socarrona con su extraña y condenada boca.

Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza; pero entonces el miserable se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del cráneo con el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual acababa de incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no supe que hacer. Entretanto, él seguía con su cháchara.

-¿Ha visto? Es mejor que se guede guieto. Y ahora sabrá guien soy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo soy el Ángel de lo Singular.

-¡Vaya si es singular! –me aventuré a replicar-.
Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía alas.
-¡Alas! –gritó, furibundo-. ¿Y bara qué quiero las alas? ¡Me doma usted por un bollo?

-¡Oh, no, ciertamente! –me apresuré a decir muy alarmado-. ¡No, no tiene usted nada de pollo!-Pueno, entonces quédese sentado y bórtese pien, o le begaré de nuevo con el buño. El bollo tiene alas, y el púho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Singular.
-¿Yqué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber…?
-¡Qué me draigo! –profirió aquella cosa-. ¡Bues… que berfecto maleducado tebe ser usted para breguntar a un ángel qué se drae!

Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, me apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza del intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la demolición del cristal que protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza confesar que, sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los ojos.

-¡Tíos mío! –exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por mi desesperación-. ¡Tíos mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber tanto… usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto… así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!

Y, con estas palabras, el Ángel de lo Singular llenó mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con su fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía:Kirs chen wa ss er.

La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mi oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el genio que presidía sobre loscontre tempsde la humanidad, y que su misión consistía en provocar los accidentes singularesque asombraban continuamente a los escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi completa incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme la boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente, mientras yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de uva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta era desdeñosa para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos, prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo en Gil Blas,beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.

Su partida fue un gran alivio para mí. Lospoquís imosvasos de Laffitte que había bebido me producían una cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos, como acostumbraba siempre después de comer. A la seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó decidido que los directores de la compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado adormecido para mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos; y como mis siestas habituales no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo y me acomodé para descansar.

Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al despertar comprobé con estupefacción quetodaví aeran las seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no tardó en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde para la cita.

-No será nada –me dije-. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me excusaré.
Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?

Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado desparramando a capirotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular había aprovechado la rotura del cristal para alojarse –de manera bastante singular- en el orificio de la llave, de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el movimiento del minutero.

-¡Ah, ya veo! –exclamé-. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los que ocurren a veces.

Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar una bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas de la Omnipresencia de la Deidad, me quedé infortunadamente dormido en menos de veinte segundos, dejando la vela encendida.

Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que con las huecas y detestables resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más terrible venganza por el desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga arenga quitándose su gorro-embudo, insertándomelo en el gaznate e inundándome con un océano de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a tiempo para percibir que una rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, pero no  a tiempo de impedirle que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más tarde las llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período increíblemente corto el entero edificio fue presa del fuego.

Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala. Descendía por ella rápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo su aire y fisonomía había algo que me recordaba al Ángel de lo Singular) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la escala. Un segundo después caí yo desde lo alto, con la ,a la fortuna de quebrarme un brazo.

Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más grave del cabello (totalmente consumido por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual me decidí finalmente a casarme.

Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis promesas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean me había proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos, pero así ocurrió. Levantéme con una reluciente calva y sin peluca, mientras ella, ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un accidente por cierto imprevisible, pero que la serie natural de los sucesos había provocado.

Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los hados me fueron propicios durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida frecuentada por toda laélite de la ciudad, me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando alguna partícula de alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente ciego por un momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía al dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo repentino de este accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquier mortal), se me acercó el Ángel de lo Singular, ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para esperar. Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome que me había caído en él una gota, y –sea lo que fuere aquella gota- me la extrajo y me procuró alivio.

Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé de mis ropas (dado que bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis designios suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en persecución del villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las circunstancias permitían. Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi propiedad, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.

Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para darme cuenta de la terrible situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis pulmones para llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largo tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír, Entretanto el globo ganaba altura rápidamente, mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez. Me disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos al oír una profunda voz en lo alto, que parecía estar canturreando un aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba tranquilamente el humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire implorante.

Durante largo tiempo no dijo nada, aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al otro lado de la boca, condescendió a hablar.
-¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? –preguntó-.
A esta desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una sola palabra:
¡Socorro!
-¡Socorro! –repitió el malvado-. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella… ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo lleve!

Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.

-¡Déngase con fuerza! –gritó-. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra potella… o brefiere bortarse bien y ser más sensato?

Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la primera negativamente, para indicar que por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello logré que se dulcificara un tanto.

-Entonces… ¿cree por fin? –inquirió-. ¿Cree por fin en la bosibilidad de lo extraño?

Asentí nuevamente con la cabeza.

-¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?

Asentí otra vez.

-¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?

Una vez más dije que sí.

-Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal de su entera sumisión al Ángel de lo Singular.

Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término, no disponía de pantalones hasta encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando…

-¡Fáyase al tiablo, entonces! –rugió el Ángel de lo Singular.

Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del comedor.

Al recobrar los sentidos –pues la caída me había aturdido terriblemente- descubrí que eran las cuatro de la mañana. Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada, entre los restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo Singular.

EL PARTO DE UNA LAGARTIJA.

 

Si

Si has tenido niños, (o eres uno), y has sufrido el «síndrome del veterinario», incluyendo algún funeral en la taza del water por un pez de colores, esta historia te hará reír a carcajadas!

Esto fue lo que ocurrió:

Una noche, justo después de cenar, apareció mi hijo para decirme que a una de las dos lagartijas que tenía prisioneras en su habitación le pasaba algo raro.
«Está tumbada y parece enferma» me dijo. «te lo digo en serio, papi. ¿Me puedes ayudar?»

Puse mi mejor cara de sanador de lagartijas, y le seguí hasta su habitación. Efectivamente, una de las dos lagartijas estaba tumbada boca arriba, y parecía muy nerviosa. Supe inmediatamente qué hacer.

«Cariño, ven y mira la lagartija» «¡Dios mío!» exclamó mi mujer. «Está dando a luz.» «Qué?» preguntó mi hijo. «si se llaman Bert y Ernie , mami!»

Yo me quedé igual de estupefacto.

«¡Oye, cómo puede pasar esto? Creí que habíamos acordado que no queríamos que parieran». Le dije a mi mujer, acusadoramente.

«Ya, pero y qué quieres que hiciera, ¿ponerles un cartel en la jaula? me respondió. (Me pareció que lo decía con mucho sarcasmo!)

«No, pero se supone que debías haber comprado dos machos!»

«Exacto, Bert y Ernie !» mi hijo me apoyaba.

Para entonces, el resto de la familia ya estaba allí, a ver qué pasaba. Me encogí de hombros, tratando de sacar el mejor provecho de la situación.

«Chicos, esta va a ser una experiencia fantástica» les dije: «estamos a punto de ser testigos del milagro de la vida»

«Oh, animal!» me chillaron. Escudriñamos al paciente con detenimiento, y después de mucho esfuerzo, vimos cómo algo parecido a una pequeña pata aparecía brevemente, volviendo a desaparecer tras un segundo escaso.

«No parece que estemos mejorando esto mucho,» comenté.

«viene de pié,» susurró mi esposa, horrorizada.

«Haz algo, papi!» urgía mi hijo.

«vale, vale.» Delicadamente, pillé la pata a la siguiente vez que apareció, y tiré de ella con suavidad. Pero volvió a desaparecer. Lo intenté varias veces más, con el mismo resultado.

«Llamo al 112?» sugirió mi hija mayor.

«A lo mejor nos ayudan en el parto.» (Te imaginas la escena, rodeado de mujeres?)

«Vamos a llevar a Ernie al veterinario,» dije seriamente. Nos metimos en le coche, mi hijo llevaba la jaula sobre sus rodillas.

«Respira, Ernie , respira,» decía para animar a la lagartija.

El veterinario se llevó la lagartija a la sala de exploración, y observó detenidamente al animal con una gran lupa.

«Qué piensa doctor, ¿quizá una cesárea?» le sugerí, científicamente.

«esto es muy interesante» murmuró el vete de repente. Señor y Señora Cameron, ¿puedo hablar con ustedes en privado un momento?

tragué saliva, y le indiqué a mi hijo que saliera con un movimiento de cabeza.

«¿Ernie está bien?» preguntó mi mujer.

«Está perfectamente,» nos aseguró el veterinario. «esta lagartija no está de parto..de hecho, eso nunca ocurrirá. Ernie es un macho. Vea, Ernie es un macho joven. Y de vez en cuando, según va llegando a la madurez, como muchas otras especies…pues….vaya….que se masturba. Justo como acaba de hacer, tumbándose de espalda». Se puso colorado, mirando de reojo a mi mujer.

Nos quedamos en silencio, tratando de asimilar aquéllo.

«O sea que Ernie está..está…simplemente….. excitado,» concluyó mi mujer.

«Exacto,» replicó el veterinario, aliviado porque lo habíamos entendido.

De nuevo el silencio. Hasta que mi maliciosa y cruel mujer empezó a sonreír, a reírse por lo bajo, un poco más alto. Y al final a carcajadas. Le caían lágrimas por la cara. «Es que…me viene a la cabeza la imagen de verte tirando de……su…pequeña…..» tuvo que parar a coger más aire para la siguiente carcajada.

«¡Ya vale!,» le advertí. Le dimos las gracias al veterinario y salimos de allí a toda velocidad, metiéndonos en el coche.
Mi hijo estaba muy contento de que todo hubiera ido bien.

«Sé que Ernie te está realmente agradecido por lo que has hecho, papi,» me dijo.

«Oh, no sabes cuánto,» apostilló mi mujer, casi ahogándose de risa.

Dos lagartijas: 140 €.

Una jaula: 50 €.

Veterinario: 30 €.

El recuerdo de tu marido tirando de la picha de una lagartija: No tiene precio!

Moraleja de esta historia: Pon más atención en las clase de biología. Las lagartijas ponen huevos!

    

 

 

 

 

 

 

 

  

 

 

EL ABOGADO Y LA INSTITUCIÓN DE CARIDAD.

 

Una institución catalana de caridad, jamás había recibido ni una sola donación por parte de uno de los abogados más ricos de la colectividad catalana de la localidad.

Un día, el director de la institución decidió ir personalmente a hablar con el abogado, acerca de este asunto.

– Pues, verá…, quería hacerle notar, si me lo permite y con todo el respeto que su persona me merece, que, según nuestros datos, nos consta que usted gana más de tres millones de euros al año y nunca nos ha donado nada, ni un solo céntimo, para nuestras obras de caridad. ¿Querría usted, mediante suscripción, contribuir con cierta cantidad a nuestras obras?

El abogado, que había escuchado muy atento, quedó pensativo por unos instantes y luego respondió:

– ¿Consta en sus datos que mi madre está muy enferma y que sus gastos médicos están muy por encima de su pensión anual de jubilación?

– Ah, no, por supuesto que no -murmuró el director ¿Qué estoy separado y a mi mujer le paso un dineral?

– No.

-¿Y les consta que mi hermano pequeño es ciego y no encuentra trabajo? El director ni abrió la boca.

-¿Dicen algo sus datos -prosiguió el abogado- acerca de que Jordi, el marido de mi hermana, murió hace poco en un terrible accidente y la dejó sin dinero y con cinco hijos pequeños?

– Desde luego que no -respondió humillado el director-. …. discúlpeme,no tenía ni la menor idea de todo eso

– Y en sus registros, ¿figura, por ejemplo, que tengo a mi padre, diabético y enfermo del corazón, en una silla de ruedas desde hace más de diez años?

– Lo siento. No, no sabía nada. Me deja usted perplejo.

– ¿Pero sí supongo que sabrá que dos de mis sobrinos son sordomudos?

-volvió a preguntar el abogado.…..Apenas pudo oírse el «no» del director

– Y, por si eso fuera poco -continuó el abogado- ¿saben ustedes que la empresa de mi hermano mayor, el padre de los sordomudos, ha quebrado con la crisis y está prácticamente arruinado?

– Pues no, la verdad -respondió avergonzado el director, por el papelón hecho-. Lo siento de veras; no tenía ni la menor idea de todo lo que usted me ha dicho.

– Entonces -dice el abogado-, dígame:

-¿por qué cojones tengo que darle dinero a usted, si no se lo doy a ellos?-