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El mundo en que vivimos.

Hoy, cerca de cumplir el primer cuarto de siglo del tercer milenio, el ser humano ha descubierto decepcionado que el progreso no lo está llevando a donde creía; más bien percibe entre las brumas del porvenir un profundo y oscuro abismo sin fondo.

Por G. H.Guarch

Habitamos un mundo que creemos sólido y eterno, sin querer pensar que en realidad nuestro mundo no es más que una mera e inestable corteza sobre un llameante abismo del que apenas nos separan unos miles de metros. Somos en realidad frágiles seres vivos en evolución permanente, repletos de dudas sobre su procedencia y su destino. Todo a nuestro alrededor es un gran misterio; el planeta que nos alberga, al que llamamos Tierra, procede del caos que conformó el universo, fruto del choque fortuito de fragmentos de gigantescos trozos de materia estelar. Somos —por el momento— los únicos observadores de un suceso ocurrido hace cerca de quince mil millones de años y al que llamamos Big-Bang, donde supuestamente cuando aún no existía el tiempo ni el espacio, una ínfima partícula explosionó en un momento dado para conformar un universo gigantesco que parece no tener límites, algo incomprensible, pero que nos tranquiliza, al aceptar que nada puede ser eterno.

De ahí —lo veremos más adelante— surgió la necesidad aristotélica de la primera causa, que luego los sabios cristianos, san Agustín, santo Tomas, san Anselmo…, hicieron suya para intentar demostrar la existencia de Dios. Como santo Tomás lo afirma en su Suma Teológica: “Luego existe un ser inteligente que dirige todas las causas naturales a su fin, y a éste llamamos Dios”. Mucho más tarde, Darwin demostró que la tesis de un creador no era precisa.

La cuestión es que el ser humano ha evolucionado tras milenios de pugna, de una durísima lucha contra los elementos, cazando para no ser cazado, comiendo para no ser comido, intentando sobrevivir un día más, protegiendo a los suyos, viendo cómo el mundo era un lugar hostil donde apenas había un instante de sosiego, un momento de descanso entre las interminables y angustiosas carreras huyendo de sus enemigos o persiguiendo a sus presas para obtener el suficiente alimento para su tribu.

¿O no? ¿O tal vez desde que el ser humano tuvo conciencia de sí mismo, justo cuando dejó de ser un animal que había conseguido erguirse, supo ya entonces que todo sería inútil? Al caer la noche, aquel universo de infinitos e incomprensibles puntos luminosos que giraba sobre él tuvo que amedrentarle al hacerle comprender su pequeñez y su efímero paso por la vida.

 El mundo ha cambiado mucho en los últimos cien años; de hecho ha cambiado más en ese plazo de tiempo que en los últimos mil años. Durante el siglo XX se podía percibir cómo cambiaba por días. Hoy, cerca de cumplir el primer cuarto de siglo del tercer milenio, el ser humano ha descubierto decepcionado que el progreso no lo está llevando a donde creía; más bien percibe entre las brumas del porvenir un profundo y oscuro abismo sin fondo. ¿Entonces, el progreso adónde nos conduce? ¿Cuál es la pretensión de los seres humanos? ¿Una efímera seguridad? ¿La búsqueda de la felicidad? Eso ya lo escribieron los padres fundadores de los Estados Unidos, sabiendo que no era más que una utopía inalcanzable y que el ser humano no alcanzará jamás la felicidad en este mundo. Tendrá que aguardar al otro.

Hoy en día, en el año 2022 de nuestra era, en algunas gigantescas metrópolis de la Republica Popular de China, como Pekín o Shanghai, sus habitantes y los que las visitan, todos lo que se encuentren en ellas por cualquier motivo, son permanente vigilados por los superordenadores del Partido Comunista Chino. Sus rostros, sus expresiones faciales, sus movimientos corporales, son escaneados miles de veces por minuto por las innumerables cámaras existentes por doquier en esas ciudades, y automáticamente, desde que cualquier persona sale por la puerta del avión, del tren o del barco que allí los ha conducido hasta que vuelva a subir para marcharse, se abrirá automáticamente un dossier digital para cada uno de ellos en donde se recogerá quién es ese individuo, de dónde procede y adónde va, sus gustos, sus aficiones, también las sexuales, su ideología, sus antecedentes, su situación financiera, sus pensamientos más íntimos, sus manías, sus enfermedades, la medicación que toma cada día, con quién se relaciona, por qué ha viajado hasta allí: todo, absolutamente todo, ya que sus cuentas de internet habrán sido copiadas por los superordenadores gubernamentales, y todas las búsquedas que haya realizado a lo largo de su vida en internet definirán su perfil personal con una seguridad y una certeza que ni el propio individuo conocerá acerca de si mismo. Lo mismo sucederá en todas y cada una de las centenares ciudades de China, en sus pueblos, sus aldeas; todos, incluidos los miembros del politburó, los ministros, el propio secretario general del Partido Comunista, nadie escapará a ello.

 No va a tardar en aparecer un escáner para diseccionar los mismos sueños que hasta ahora han sido la última frontera en apariencia inviolable de la libertad personal. En efecto, el universo onírico ha sido hasta ahora una parte fundamental de la privacidad más íntima de los seres humanos. Cuando soñamos, caminamos por un mundo en el que podemos encontrar nuestro paraíso o nuestro infierno, pero sólo nosotros podemos acceder a él a pesar de todo lo que Freud escribió acerca de la interpretación del subconsciente. Ese mundo supuestamente propio, que siempre ha sido un refugio íntimo e inaccesible ,a partir de muy pronto tampoco nos pertenecerá. Dejará de estar oculto, la inteligencia artificial contará a todos quiénes somos en realidad, con un nivel de detalle imposible de imaginar, abriendo una tras otra las innumerables capas de cebolla de nuestro subconsciente. Será como mostrar nuestros pecados, nuestros vicios, nuestras manías, a la vista de todos. Eso, no hay la menor duda, se convertirá en una increíble tortura, un infierno insoportable para muchos del que sólo podrán escapar quitándose la vida. En efecto, la violación de la intimidad más interior, que desnuda nuestra personalidad más oculta, esa que escondemos en alguna de las estancias más privadas y remotas de nuestros archivos personales, a las que sólo podemos acceder nosotros mismos haciendo un enorme esfuerzo en ocasiones, significará una catástrofe personal, porque conllevará la destrucción de la última defensa de nuestra identidad, y en tal caso muchos elegirán la desaparición definitiva. Sucederá.

La vida antes de la modernidad digital era muy diferente, más dura y difícil, más física, también más humana, de otra manera, más cercana, podríamos decir que hasta más intima; en ella los sentimientos estaban a flor de piel, las tragedias personales, como la desaparición de un ser querido, se convertían en una catarsis colectiva. Muy pocos recordarán ya aquellas elegantes y tenebrosas carrozas acristaladas, negras y doradas que se usaban en Europa para conducir a los fallecidos desde el que había sido su hogar hasta su última morada. Los caballos enjaezados ad hoc, portaban sobre sus cabezas tenebrosos penachos de plumas negras que con sus ondulaciones y reflejos transmitían un mensaje de macabro duelo a la comunidad. Pero ese mundo ya ha quedado atrás, se está difuminando con rapidez, desapareciendo de nuestra memoria colectiva. Por lógica, los que lo conocimos estamos destinados a desaparecer muy pronto. Esos recuerdos desaparecerán para siempre con nosotros, y pronto será como si aquel universo no hubiera existido nunca.

 El mundo hacia el que nos dirigimos no va a ser más feliz, ni más justo, ni más amistoso para los seres humanos. Desde la aparición del mundo digital se están sustituyendo frenéticamente los sentimientos por algoritmos, las cálidas relaciones humanas por frías imágenes en las pantallas de nuestros omnipresentes móviles, lo paradójico es que la información puede viajar miles de kilómetros desde un artilugio electrónico digital y regresa una milésima de segundo más tarde al de nuestro compañero que está sentado al lado comunicándose por el medio que ha aprendido. Utilizar el móvil le resulta más fácil que intercambiar palabras. Eso supondrá también la perdida de las expresiones faciales, tan importante en el lenguaje oral, la anulación de la gesticulación de brazos y manos, el subrayado de las frases, la acentuación de las palabras. Un verdadero desastre para la comunicación humana. La intuición también se está perdiendo, la realidad física está siendo sustituida por hologramas, la intimidad por la información personal adquirida ilegalmente y subastada por grandes compañías de Silicon Valley que pretenden monopolizar la información a cualquier coste, a la que podrá acceder cualquiera una vez realizado el pago correspondiente, la verdad por la ficción políticamente bien pensante, la cultura por un melting uniforme en el que no se admitirá el disenso, la ideología por el tribalismo, las creencias por el agnosticismo, el nihilismo o el radicalismo dependiendo de incontrolables factores externos. Ya nadie estará nunca más solo, y eso que podría parecer una bendición, será por el contrario como una maldición bíblica, los ojos del gran hermano eterno no dejaran de observarnos permanentemente, por siempre jamás. Si desaparece la intimidad desaparece el YO. Los contornos entre unos y otros se van uniformizando, hasta que al final se anulan.

¿Dónde estará la verdad? La verdad suele ser incómoda. No estamos preparados para ella. Provocaría una enorme vergüenza tener que explicar a los otros quienes somos en realidad, y por eso el ser humano engaña, miente, oculta, intenta trasladar una falsa imagen de sí mismo. Utiliza la vestimenta, el look, el maquillaje, el corte de pelo, los tintes, los complementos, para decir a los demás: “Este soy yo”. Y es mentira, solo pura ficción, una absoluta y total falsedad. Así, por costumbre, por convicción o por sistema, el ser humano engaña a su pareja, a sus amigos, a sus socios, incluso a su médico, al psiquiatra, al psicólogo, hasta a su peluquero de confianza. El Homo Sapiens, tendría que haber sido denominado Homo Mendax, el hombre mentiroso, – y también por supuesto su compañera de fatigas, Femina Mendax – ya que es el único primate superior que ha hecho del engaño su forma de vida. No es menos cierto que si de pronto alguien dijera siempre la verdad de inmediato se quedaría sin familia, sin amigos, sin conocidos, se quedaría solo. El ser humano sabe que la verdad mata el amor y aniquila la amistad, mientras que la mentira es un dulce refugio y una indispensable estrategia vital. Algo de uso consuetudinario, la expresión más usual al encontrar a otro suele ser: “¡Qué bien te veo! ¡Estás increíble! ¡Tienes que contarme tu secreto! ¡Qué haces para conseguir ese aspecto!”. Después de todo, ¿qué puede decir uno ante los estragos del tiempo? ¿La verdad? ¡Qué absurdo! El ser humano que en ese preciso instante tenemos delante no volvería a saludarnos jamás.

El ser humano, cien por cien natural

Lo natural está de moda. Vamos al supermercado y nos encontramos con que las patatas, los zumos, los huevos, la leche de coco y hasta las barritas energéticas son cien por cien naturales -quién lo hubiera sospechado de las patatas- y en algunos casos incluso “bio”. Aún recuerdo cuando allá por los setenta y principios de los ochenta, a caballo de los movimientos neohippies, cuatro gatos reclamaban para sí mismos y los demás la vuelta al naturalismo. Hoy, incluso las centrales nucleares diseñan sus campañas publicitarias presentándose como respetuosas con el medioambiente, climaneutrales y, por lo tanto, las mejores aliadas de la naturaleza. La naturaleza es al mismo tiempo pura y sagrada, disponible y un recurso. ¿No se trata de una seria contradicción? De manera enrevesada, reaparece aquí la dialéctica entre la dominación y la liberación. El tipo de concepto de naturaleza que uno elige no solo es decisivo para cuestiones éticas o políticas, sino que también revela la cuestión de la misma naturaleza del ser humano.

Parece ser que a la hora de definir naturaleza nos ocurra lo mismo que le ocurría a San Agustín con el concepto del tiempo: sabía lo que era, siempre y cuando no le preguntaran al respecto; porque cuando trataba de explicarlo, nunca lo conseguía. Hablar de la naturaleza en la vida cotidiana es tan usual como extrañamente misteriosa cuando pensamos detenidamente en ella. La naturaleza es ambigua y un viejo concepto. En primer lugar, significa transformación, crecimiento, adaptación, desarrollo. Podríamos seguir dándole atributos y ampliando el concepto hasta convertirlo en algo tan abstracto que lo incluya todo o la nada en absoluto. Nuestra mente necesita un “algo” opuesto o al lado -o fuera- de la naturaleza para poder definirla con precisión: frecuentemente hemos recurrido a la razón, la cultura, la costumbre, Dios o incluso la tecnología. Llevamos siglos en busca de una fórmula mágica, una teoría general de la naturaleza, que nos permita mantener intacto el abismo conceptual históricamente generado en occidente entre naturaleza y cultura, o civilización si lo prefieren.

REPASANDO LA HISTORIA

El término «naturaleza» proviene del latín natura, que coincide en su significado lógico con la palabra griega physis. Bajo este concepto se coloca todo aquello que no ha sido hecho por el hombre, la techné, es decir, el arte y la artesanía, que no se consideraban algo natural. En la antigüedad, el término “naturaleza” significaba la totalidad de las cosas que se originaron sin intervención humana y existen independientemente del ser humano. Caracterizando todo el ser y el devenir, el principio orgánico está integrado en la physis / natura. Así, en Platón, el organismo se concibe como una imagen del mundo viviente. En Aristóteles, la naturaleza es el devenir de la materia, la causa de su forma y su propósito. En el caso de los estoicos, la physis se reduce a lo externo, que se distingue precisamente de la naturaleza (racional) superior del hombre: el orden moral como instancia enfrente del orden natural. En la Edad Media cristiana (occidental), la naturaleza aparece como la creación de Dios, independientemente actuante, como el verde viviente. La naturaleza humana se define desde su semejanza a Dios creador. Dios es la naturaleza creativa (natura naturans) que creó las entidades mundanas (natura naturata).

EN JEAN-JACQUES ROUSSEAU, LAS IDEAS DE LA ILUSTRACIÓN SE MEZCLAN CON LA ALABANZA DE LA NATURALEZA, Y NACE LA IDEA DE QUE EL HOMBRE SE HA ALEJADO DEMASIADO DE LA NATURALEZA

El humanismo y el Renacimiento permiten la aparición de la idea de la intervención y la viabilidad de generar naturaleza: ya sea como médico o mago, arquitecto, mecánico o alquimista, la materia se redescubre como algo esencialmente disponible para el ser humano. La comprensión moderna de la naturaleza, que surgió en el período moderno temprano, se puede identificar con dos nombres: René Descartes y Francis Bacon. «Someter a la tierra» – de acuerdo con la palabra bíblica (ver Génesis 28), Bacon equipara el conocimiento natural con su dominación. La naturaleza se convierte en  cuestionable mediante la medición y el experimento, al tiempo que se vuelve autónoma mediante la formulación de las leyes generales de la naturaleza. Déscartes hace una separación entre lo que él llama res extensa y la esfera mental. Esta separación dualista entre la mente y la naturaleza todavía es muy poderosa hoy en día. Mediante el desarrollo tecnológico y los hallazgos científicos, el ser humano ha llegado al antiguo lugar creado y está modelando demiúrgicamente la machina mundi, que se piensa que es una estructura altamente compleja pero controlable.

En Jean-Jacques Rousseau, las ideas de la Ilustración se mezclan con la alabanza de la naturaleza, y nace la idea de que el hombre se ha alejado demasiado de la naturaleza. Los románticos contribuyen como mejor saben a mitificar lo natural como lo primigenio y bueno, mientras que Alexander von Humboldt reúne la naturaleza física y moral del hombre. Más tarde, al valor estético de la naturaleza se le une un valor ético, tal como la religión lo había hecho anteriormente con la naturaleza como producto de la creación.

EL PAISAJE SUPUESTAMENTE NATURAL EN REALIDAD DEBERÍA LLAMARSE PAISAJE CULTURAL

Hoy en día se pueden identificar dos conceptos de la naturaleza en competencia: el mecanicista y el organicista. El primero, basado en la metáfora de la máquina, se caracteriza, en primer lugar, por la división sujeto-objeto, en segundo lugar, por el mecanicismo, en tercer lugar, por el experimento y, en cuarto lugar, por la relación dominación-esclavitud. En el segundo concepto, el órgano sirve como una alegoría, que contiene la idea de totalidad, organicidad, simpatía y la igualdad de todos los seres vivos. Desde ambas concepciones, sin embargo, nos encontramos con un problema nuevo: la naturaleza virgen, la pura, aquella sobre la cual la sociedad no ha trabajado aún, no existe. Desde que existe el ser humano no ha dejado de cambiar su entorno, afectando a la naturaleza. El paisaje supuestamente natural en realidad debería llamarse paisaje cultural.

EL SER HUMANO ES PARTE DE LA NATURALEZA

Hablamos de la naturaleza y nos olvidamos de nosotros mismos: nosotros mismos somos la naturaleza, parte inseparable de ella. En consecuencia, la naturaleza es algo bastante diferente de lo que sentimos cuando pronunciamos su nombre. Convertir nuestras ideas, nuestras percepciones del medio en que vivimos en principios absolutistas no nos acerca a la realidad. En absoluto.

Y, sin embargo, más allá del etiquetado de productos de consumo procedente del entorno (natural), obviamente naturales, con la marca “bio” o “cien por cien natural”, caemos una y otra vez en la tentación de deificar todo aquello que no somos “nosotros” a costa, siempre, de demonizar todo lo que nosotros hacemos. El caso de la llamada “huella ecológica” es aquí un buen ejemplo. Sus promotores describen la influencia humana en la naturaleza como intrínsecamente mala. Somos vistos como una enfermedad en el planeta. La metáfora de la huella ecológica transmite la idea de que pisoteamos la tierra con nuestras sucias botas. En consecuencia, por ejemplo, somos juzgados moralmente por el alcance de nuestras emisiones de CO2. Un viaje a Los Ángeles supone tres toneladas y media de CO2, el viaje al restaurante X kilos, el filete en el plato sigue sumando y así sucesivamente.

SI NO HUBIÉRAMOS AUMENTADO NUESTRA HUELLA ECOLÓGICA, AÚN VIVIRÍAMOS EN CUEVAS, TENDRÍAMOS UNA ESPERANZA DE VIDA DE APROXIMADAMENTE 35 AÑOS Y MORIRÍAMOS DE HAMBRE

Esta actitud hacia la existencia humana está en profunda contradicción con las ideas nacidas del humanismo y la Ilustración. Si no hubiéramos aumentado nuestra huella ecológica, aún viviríamos en cuevas, tendríamos una esperanza de vida de aproximadamente 35 años y moriríamos de hambre. La metáfora de la huella ecológica busca destruir la aspiración histórica e inspiradora de la humanidad de conseguir progreso, bienestar y libertad enfrentándose -adaptándose- a los caprichos crueles de la naturaleza.

Los promotores de este tipo de ideas son como una autoridad religiosa moderna ansiosa por controlar nuestro comportamiento. Recuerda el Galileo Galilei de Bertold Brecht, donde los pobres deben ser felices sabiendo que Dios lo quiere así y les está poniendo a prueba. En el mismo estilo, los ecoverdistas de hoy quieren que los pobres sean felices sabiendo que la naturaleza requiere de su pobreza o les exige lograr un equilibrio místico indefinible. Pero deben seguir siendo pobres.

A diferencia de los ecoverdistas, creo que deberíamos sacar a los pobres de su miseria y mejorar las vidas de todos: hacer crecer nuestras economías, aumentar nuestra huella ambiental y liberar nuestro potencial creativo y adaptativo. O, como habría dicho Francis Bacon, necesitamos dominar más la naturaleza y obligarle a revelar sus secretos.

POR: Luis I. Gómez en DESDE EL EXILIO