Categoría: LITERATURA

MIS AMADAS SOMBRAS.

Todo empezó uno de esos días, en los que se le agradece al mismo padre de los cielos de haber nacido. Un día esplendoroso, con un sol radiante y con los pajarillos cantando como los serafines.
Pero siempre, cuando uno piensa que éste es su día, en sólo cuestión de segundos se da cuenta de lo contrario y la rueda del destino efectúa un giro de trescientos sesenta grados.
Mi mujer, me había dado como recado el de ir en busca de víveres al súper; que estaba a tan sólo unos pasos del vecindario. Que por cierto, era muy tranquilo y lleno de vecinos solidarios, que ponían la mejilla antes de entrar en algún pleito. Sin dudas, un barrio de beatos.
Cuando iba camino al súper, ajeno ante todo, como un chiquillo cuando se dirige a un kiosco con unos centavos para comprar algunos dulces. Sucedió lo incomprensible, en cuestión de segundos el cielo se cubrió de negro como si la noche se hubiese adelantado.
Los cielos se deformaban con la oscuridad, terribles sombras se encargaban de cubrirlo todo, como si fueran madres tapando a sus hijos con frazadas, en esas noches gélidas de invierno.
Pero junto con estas sombras, venían unas criaturas muy pequeñas, con unos ojos amarillos que centellaban en sus contornos. Esto, erizó cada tejido cutáneo de mi cuerpo y me impulsó a correr, sin ningún rumbo, sólo yendo hacia adelante como una topadora sin control.
Me alejé lo bastante de las sombras, pero no lo suficiente y en esos momentos que la adrenalina corría por mi alma escuché una voz, que jamás hubiese querido escuchar, una voz que al parecer me conocía como a la palma de su mano o al menos, si tenía mano.
-David…
Los susurros no eran aterradores, sino más bien, eran como los de un ángel. Pero yo, no era estulto y jamás hubiese dejado que me atrapasen esas sombras que irradiaban oscuridad hacia todas las direcciones.
-David…
La voz esotérica seguía musitando.
En aquellos momentos tan terroríficos, mientras corría, pasaban muchas preguntas por mi mente. -¿Por qué me conoce? ¿Qué es lo que ocurre? ¿De dónde han surgido estos mantos de oscuridad? ¿Por qué a mí?- En fin, sin lugar a dudas no comprendía esta situación. Pero de lo que sí estaba seguro era, que esta oscuridad no traía paz y amor. Sino que traía, odio y destrucción.
Logrando mirar en un breve espacio del tiempo hacia mis espaldas (mientras corría), pude avistar como estas sombras mortíferas, arrasaban con todo como si lo devorarán con un hambre voraz. Las sombras, estaban cubriendo todo a mis espaldas, casas, personas, autos, todo, no tenían compasión alguna por nada, ni nadie.
Mi corazón y mis pulmones me estaban ordenando que descansase, pero yo sabía que esto era casi como un suicidio. Pero, como soy humano, y los humanos somos tan impredecibles, decidí hacer lo más estúpido de toda mi vacua vida. Me adentré en un callejón sin salida, mientras las sombras con los mantos oscuros y las bestias con sus ojos amarillos fieles en su lugar, me seguían desenfrenadamente como si estuviesen en época de caza.
-David… no te resistas… es inútil…
La oscuridad, seguía con su labor susurrándome, como si esa voz estuviera a sólo un palmo de mis oídos.
Acorralado contra una pared, sólo aguardaba a morir con dignidad como lo habían hecho todas las personas de la manzana. Pero lo que ocurrió en aquellos momentos me dejó perplejo. Porque estas sombras que traían el mismo averno a la tierra, me susurraron otra vez, sólo que en esta ocasión fueron tres y me dijeron algo aliviador para mi alma.
-David… ¿Te sientes bien?
La voz era suave, pero penetrante para el sentido auditivo.
-David… ¿Quieres jugar?
Una invitación amena, pero poco convincente ya que provenía de las sombras aberrantes.
-David… ¿Quieres ayuda?
Algo que precisaba en aquel espacio del tiempo pero que era inaceptable para mi lucidez, sin dudas porque la ayuda provenía de quién sabe qué regente infernal.
En aquellos momentos pensé en contestarles pero no lo hice. Hice algo, que se basaba en la ingenuidad completa. Ingenuidad aún peor, que la de haberme metido en aquel callejón sin salida.
Corrí contra los mantos sombríos, como nadando en un río contra la corriente. Mantos, que estaban custodiados por las criaturas oscuras y pequeñas, con los ojos amarillos en forma de óvalos.
Audazmente logré abrirme paso, por la barrera de demonios que por cierto, sólo demostraban ser amedrentadores, ya que su falta de fuerzas era muy considerable. Cuando empujé a éstas pequeñas alimañas me sentí como esos héroes de Hollywood, que enfrentan a cualquier peligro y siempre salen victoriosos.
Una vez que atravesé los mantos me pude aunar con la avenida principal, que aún hacía notar un considerable gentío. Pero si hubo algo que me dejó atónito en aquellos momentos fue, lo que me decía la gente.
-¿Por qué corres?
Decía un hombre delgado, gesticulando duda.
-¿Estás loco?
Me juzgaba con anticipación una anciana con semejanza a un simio fugado de un zoológico.
-¡Imbécil!
Una mujer de rizos dorados, pero lengua viperina y palabras de poca educación, no se ausentaba en la fiesta denigrante que efectuaban hacia mi persona.

Cuando escuché esto, no me detuve a contestarles, ya que las sombras aún me perseguían. Sin dudas, estas personas querían morir o no querían darse cuenta de la gravedad de la situación.
Yo, seguí con mi trabajo de escapista pero cuando quise darme cuenta, los susurros habían desaparecido, como las sombras y las criaturas provenientes del mismísimo inframundo.
Realmente, nunca supe lo que ocurrió aquel día y quizá jamás lo sabré. Pero, de lo que sí estoy seguro es que todo lo que había vivido fue real y, que todo aquello me había llenado de júbilo. Tanto, que me encantaría volver a repetirlo, no es que esté loco, sino que esas sombras que traían el mismo infierno, fueron los únicos seres en el mundo que me hicieron las tres preguntas más divinas de toda mi insulsa vida.
“¿Te sientes bien?”-siempre, tuve focos depresivos en mi austera vida y jamás, ningún ser cercano me hizo esta pregunta.
“¿Quieres jugar?”-de niño, nunca tuve la oportunidad de conocer una buena y digna infancia. Nunca nadie me había invitado a jugar, ya que en ningún momento tuve la oportunidad de hacerlo, por el peso de tener una madre prostituta y un padre alcohólico, los cuales me pegaban todos los santos día de mi niñez.
“¿Quieres ayuda?”-jamás alguien, me había preguntado si necesitaba ayuda, lo único que hacía mi hermosa familia todos lo milagrosos días era decirme:-papá, has esto… querido, compra esto… papá, termina esto… yerno, esto está sucio límpialo…
Los días pasaron, y nunca más volví a presenciar los mantos sombríos a los que jamás olvidaré. Mantos de sombras, que me hicieron crecer como persona.
Muchos vecinos, piensan que soy un desquiciado, por lo que sucedió aquella vez. Pero yo, realmente pienso que soy un afortunado del destino.
El mismo día que me dirigía hacia el súper por un recado de mi mujer, me iba arrojar contra un auto, sin dudas, con la intención de líbrame de la penosa vida que llevaba. Gracias a esas sombras, que sólo lograron ver mis divinos ojos color azul, me recuperé de mi depresión y ahora, estoy más firme que nunca, rebalsado en júbilo y a la vez inundado en carácter.
Ahora nadie me ordena nada, todos me invitan a jugar y todos están constantes en mi sentir humano.
Mis sombras interiores ya son cosa del pasado y murieron con mi antiguo ser. Ahora, lo único que llevo en mi alma, es la hermosa luz radiante de mi superación emocional.

AUTOR: Damián Fryderup

ESA MUJER.

Hace calor de día, sin embargo de noche refresca bastante, ya que estamos cerca de la primavera.

 

Un día como cualquier otro, levantarme al amanecer, ir al colegio, traer buenas notas a casa, hacer tarea, ver a «amigas», sin ninguna emoción… Mi vida es totalmente aburrida y sin pasión, ¿qué más puede hacer una chica como yo? Con mis 15 años recién cumplidos y ya la sexualidad dejo de atraerme. Suplemento mi falta de motivación leyendo novelas de terror e investigando todo lo que tenga que ver con lo paranormal.

 

Y eso es lo que estaba haciendo, buscando cosas paranormales que jamás me pasarán… O eso es lo que en ese momento uno se imagina, pero… El que busca encuentra, ¿no es así?…

Estaba sumergida de en mis pensamientos , mis deseos, hasta que sentí la llamada de mi hermano mayor, no me quedo otra opción, tenía que ir a ver lo que quería.
Y allí estaba él, parado junto a su novia, mi cuñada, esa chica que yo casi ni soporto… Y no dudo en demostrarlo.
Cuando decidí dejar de mirarla amenazadoramente, pude observar que mi hermano, en su brazo, sostenía mi abrigo.
-¿Qué necesitas?- dije, intentando de alargar lo inevitable, tendría que acompañarlo, quién sabe a donde, solo tengo que obedecer, ese es mi deber.
-Ten. Abrígate, hace frío afuera. Vamos a la casa de la abuela Inés. Vino el tío Fernando de visita y es mejor que lo visitemos.- lo que dijo tan fríamente que necesite ese abrigo mientras el hablaba. No entendía porque quería ir, a mi hermano no le agrada mi tío, por el simple hecho de que él es homosexual, y mi hermano un homofóbico. A mi me agrada, pero no me animaba pedir permiso para ir a visitarlo, simplemente me alegre del hecho de ir a saludar a mi querido tío. Lo único que no me agradaba es que tenía que ir con mi cuñada, por suerte, esto ayudo a que lograra ocultar mi felicidad bajo una capa de desprecio.

Me puse mi chaqueta y salimos. Caminamos hacia su casa, quedaba cerca. Su casa es bastante bonita para creer que solo viven dos ancianas allí, mi abuela Inés y mi tía Estela. La última había sufrido esquizofrenia desde siempre, algo leve que solo la familia sabía. Casi ni se notaba, bueno, yo nunca lo note.

 

Entramos, con la mayor confianza, y pasamos hacia el interior sin siquiera golpear las manos, y los encontramos en la sala de recepción, como si nos hubieran estado esperando, me produjo un escalofrió que subió por mi espalda, aunque el ambiente debió estar a unos confortables 20º C.

 

Saludamos y luego nos sentamos en los sillones a conversar, era una charla muy animada.

Se estaba haciendo tarde. Eran las 22:00 hs exactamente, cuando golpearon la puerta. A nadie pareció alarmarle, solamente a mi tía que sonrió de una manera un tanto extraña, esa sonrisa se gano otro escalofríos por mi espalda. Sentí frío y era bastante, me puse el abrigo y todos me quedaron viendo pero pronto le borraron importancia.
 

Golpearon la puerta otra vez. Yo estaba realmente intrigada, me preguntaba porque nadie iba a abrir la puerta. Al tercer golpe, mi tía se paro y se dirigió hacia el centro de mi intriga. En ese momento todos suspiraron y susurraron algo que, sorda por saber quien era, no logre escuchar. Y en eso paso una mujer, parecía ser de unos 35 o 36 años, era esbelta y buen moza, su cabello era largo y negro, sus ojos muy profundos y celestes demasiado claro, tan claro que dañaba la vista de los demás, su boca rosada era bastante gruesa, y su nariz era lo que yo denominaba «la nariz perfecta», se saludaron amistosamente, nada me sorprendió de ella hasta que se paro junto a mi y observe como su pelo estaba húmedo en linea recta a un costado, como si se hubiera mojado en un punto con una pistola de agua, era lo único que me llamaba la atención. En cuanto me miro, volví a sentir frío, y el silencio de los demás no ayudaba. Mi labios apenas pudieron pronunciar un tímido saludo… Solamente un «Hola…». Mi saludo produjo otro suspiro… Y luego miraron el piso, excepto mi tía quien se levanto para ofrecerle un vaso de agua a la mujer, a la cual yo quede mirando, petrificada, sin nada más que decir.

 

Ella para calmar la situación simplemente me miro y sonrió, acaricio mi ondulada cabellera y me devolvió el saludo, simplemente atine a sonreír.

Mi hermano murmuro algo, y se levanto diciendo que teníamos que irnos, saludamos de nuevo a todos y salimos, ya afuera y con un silencio más insoportable que la oscuridad y el frío de esa noche de primavera. Él tenía una expresión pensativa en su rostro, no dejo que ninguna de las dos lo tocásemos ni nos arrimáramos. Hasta que en una esquina se detuvo y me miro, con ojos compasivos como doliéndose, al borde de las lágrimas. Y con mucho esfuerzo pronuncio una sola frase, pocas palabras que a mi me llenaron de miedo…
«Tenemos que hablar con el papá sobre lo que paso hoy.»- Y calló… El resto del camino se hizo en silencio.
 

La llegada a casa me fue eterna. No entendía nada, y preguntarle a mi hermano era en vano. Cuando llegué, él entro después. Pero no dejó entrar a su novia, mi padre llegaría en dos horas y yo tenía que hacer algo…
Realmente no sabía a que se había referido mi hermano sobre «lo que paso hoy». Esas palabras no tenían ningún fundamento sólido. ¡Nada en que basarse!. ¡NADA!.
 

Esas horas no hice más que escuchar música sobre mi cama, era viernes. Podía quedarme hasta tarde esperando a papá.
 

La espera se me hizo eterna y dolorosa, más que nada porque pude sentir como mi hermano lloraba en su habitación. Él era todo, solo lo tenía a él y a mi papá. Mi familia, mi todo. Y él lloraba, pero… ¡¿POR QUÉ?!…

 

Al final, senti ese sonido de llaves, me parecio oír el canto de los ángeles. Y se abrió la puerta. Corrí a su encuentro, mi padre no entendía nada. Estaba igual que yo. Luego, con paso lento, sufrido y deprimente, apareció mi hermano, con lágrimas en sus ojos, y solo pronuncio una frase, dos palabras, simplemente eso fue suficiente para que mi papá se desplomara también… Sus palabras fueron «Ella también»…
 

Se fueron a hablar solos, yo no escuche nada. No quería entender nada. A las 2:00 de la mañana sonó el teléfono, generalmente no lo atiendo, pero yo estaba cerca. Era mi tía Estela, quería que fuera a su casa, urgente.

No dude, solo tomé mi abrigo y me fui. Me sorprendió ver las calles tan llenas, era tarde y era viernes, pero no estaba llena de adolecentes lujuriosos y viciosos, sino de toda clase de gente, ancianos, mujeres, prostitutas. Algunos realmente tenía un aspecto horrible, parecían muertos.

 
Se veía una madre con su hijo recien nacido, eso me alegro un poco. Cuando me acerqué, noté al niño todo ensangrentado, como recién sacado del vientre, pequeño y poco formado… Me dio nauseas. Pero, lo que vi después fue peor, iba pasando en medio de toda esa gente y delante mio venia un chico, bastante lindo, cuando pase a su lado note como tenía la cabeza destruida, parecia esos animales que están al lado de la ruta atropellados.

Me horroricé, no aguantaba más, corrí entre la multitud hasta llegar a casa de mi tía. Entré con la misma confianza de antes, y allí estaba ella, sentada en el sillón, tomando un té junto a la señora que ví horas antes. Ni siquiera salude, sólo me descargué en sus brazos y lloré.

Al calmarme le pedí explicaciones, ella me dijo solamente dos cosas… Una pregunta, y luego una respuesta que no estoy segura de que si en ese momento me serviría…
-¿Ves a esa señora? – dijo ella con toda la seriedad. Yo no entendía su pregunta, pero respodí lo mejor que pude.
-Si tía, esta sentada allí tomando el te, con abrigo y bien vestida.- Dije ansiosa por una respuesta que saciara mi falta de información. Pero solo obtuve un… «Entonces eres como yo».

Me hundí en un vacio, un pozo sin fin… No oí nada más, no comprendía, y tampoco quize hacerlo.

Luego una idea se cruzo fugaz por mi mente, un poco descabellada… ¡¿Solo un poco?!. ¡TOTALMENTE DESCABELLADA!

La llegada de mi papá me saco de mis pensamientos, y empeze a gritar como loca.
-¡VEO GENTE MUERTA, PAPÁ!. ¿Lo entiendes?. ¡Soy especial!. Veo espiritus como si todavía estuvieran vivos, caminando con nosotros, pero iguales al momento de morir, ¡¿No es grandioso?!.- Pero, mi papá no compartío mi alegría conmigo. En cambio me subió al auto mientras yo gritaba «¡MIRA ESE DE AHÍ!», «¡PARÁ, PARÁ!» y otras cosas que ponían nervioso a papá, pero en ese momento estaba totalmente excitada con todo lo que pasaba como para percatarme de ello.

Llegó el momento de bajar del auto y que personas vestidas de blanco me conducían por un pasillo lleno de estas personas (o… ¿espíritus?), que me miraban. Luego, todo fue negro…

Al despertar me encontre rodeada de personas, realmente desagradable, no estaba segura de cual existía y cual no… Entendí que nunca más saldría de allí.

Fue en ese momento… En ese preciso instante… En el que me dí cuenta que huebiera preferido no ver nunca a aquella extraña mujer que un día entro por la puerta de mi tía…

AUTORA: Abby ! ♥


EL SEPULTURERO.

Traía en la sangre el carácter corrupto. Su padre había sido un as del fraude y por ello había muerto. Limpió un pequeño banco rural mediante artimañas contables, y huyó con su mujer a San Antonio cuando le pareció que estaban por atraparlo. Poco hábil para eludir la acción de la justicia, fue sorprendido una tarde a las afueras de su casa por ejidatarios descontentos. Lo desnudaron, lo colgaron por los tobillos de una rama y, tras propinarle un sinfín de latigazos, aderezaron sus heridas con jugo de limón. Los campesinos recibieron santo y seña sobre el paradero de sus ahorros robados, pero ello no los disuadió de consumar el linchamiento. Untaron brea en el cuerpo sangrante y le prendieron fuego. Se dispersaron al ver las patrullas que se acercaban, y que habían sido llamadas por Rayo, la esposa del desafortunado. La persecución produjo un solo capturado; los otros, con sabuesos pisándoles los talones, lograron cruzar el río y esconderse aquí y allá. Los paramédicos bajaron el cadáver del linchado y lo declararon muerto. Rayo trató de impedir que Galán viera los despojos de su padre, pero el niño contempló la masa calcinada, humeante, una imagen que se grabó en su memoria para siempre. También presenció el funeral. Le fascinó la gran caja donde yacía su padre, y admiró la pericia con que el enterrador, un viejo correoso infestado de arrugas, dispuso el ataúd en el fondo de un hoyo y lo cubrió de tierra a paletadas.

Rayo volvió a México, a la ciudad fronteriza donde había conocido a su fallecido amor. Galán extrañó San Antonio hasta que se propuso vengar a su padre, quien les había dado una vida que, aparentemente, no recuperarían con facilidad. La barbarie de los campesinos no permanecería impune. Si la policía no había hecho nada porque el delito se había cometido en el extranjero, sería preciso pagar con la misma moneda. Galán contaba quince años cuando dejó la escuela y se sumó a una partida de cosechadores de sorgo. Los extensos campos fueron su hogar durante dos meses, en cuyo transcurso trabó amistad con la mayor parte de sus colegas. Su fin era recabar información que lo llevara a los asesinos de su padre. Poco a poco se enteró del paradero de casi todos, y la adrenalina lo sometió al darse cuenta de que algunos de aquellos canallas se codeaban con él. Como su debut en el mundo adolescente lo había aproximado a barrios donde imperaba el narcotráfico, al punto consiguió una AK-47 y dos granadas de mano. Destinó una noche para masacrar a los campesinos; a la luz del plenilunio cazó a doce miserables que rogaron por su vida antes de caer barridos por la metralla, y encendió fuego a la cosecha para que las llamas envolvieran a los que corrían y calcinaran los cadáveres regados a sus pies. Huyó en una camioneta robada, que hundió discretamente en el río Bravo junto con el arma homicida.

Rayo se enteró de la desgracia y pensó que su hijo había muerto. Inquirió con las autoridades, quienes la dejaron examinar restos inidentificables. Se resignó a no ver por última vez la cara de su hijo y volvió a casa, donde dio un respingo al hallar al supuesto desaparecido en la cocina, descamisado y bebiendo cerveza. La expresión de Galán le dio a entender por qué había logrado salvarse. Tragó saliva y se retiró a su cuarto, donde rezó fervorosamente por que los campesinos no vinieran a quitarle ahora a su hijo. Pero nada pasó, salvo el tiempo. Galán alcanzó dieciocho años de edad y cobró una reputación temible en barrios decadentes. Se entregó al tráfico de drogas y empezó a conducir una pick up cargada de armamento para abastecer a cierto cártel; entonces, una madrugada fue interceptado por la policía y no logró preparar a tiempo sus armas. En la cárcel lo visitó un abogado al servicio de ciertos barones de la droga, quienes le mandaban decir que le convenía callar respecto de las actividades que le habían costado la libertad. Galán comprendió y soportó diversas torturas. Por fin, hartos de conformarse con el cuento de que las armas eran de propiedad particular y que habían sido adquiridas para la defensa doméstica, el reo fue soltado. Galán regresó a casa y halló muerta a su madre, abierta en canal dentro de la bañera. Los narcos no habían querido correr riesgos. El huérfano entendió que tenía la opción de vengarse de aquellos sádicos, pero la seguridad de que no serían víctimas tan fáciles como los campesinos lo hizo olvidar el asunto. No tenía dinero para sepultar a la muerta, así que la cremó en el horno de la casa, pulverizó las cenizas y las arrojó al viento una noche lluviosa.

Sobre su casa pesaba una hipoteca, cuyas mensualidades no se pagaban desde hacía tiempo. La visita de un funcionario bancario bastó para que Galán decidiera mudarse. Vagó un día por las calles antes de entrar en una cantina donde se solicitaba un mesero. Se entrevistó con el dueño y pasó por alto su historial delictivo; el empleador se quedó con la imagen de un joven deseoso de superarse y lo contrató. Galán sirvió bebidas el tiempo suficiente para conocer a Lori y meterse en problemas con el dueño. Una noche, tras barrer el sitio, Galán se acercó de puntillas a la caja y trató de vaciarla, pero lo sorprendió una alarma hipersensible que el mañoso dueño había instalado para esas eventualidades. El ladrón frustrado eludió un escopetazo brindado por su empleador e inició una trifulca con él; llovieron los puñetazos para ambos bandos, pero la tenacidad del contrincante joven derrotó a la furia del viejo. Galán estrelló dos sillas en la cabeza del oponente y salió por una ventana, de forma tan espectacular que los policías que se habían congregado afuera quedaron boquiabiertos. Persiguieron un rato al prófugo, y al fin, cansados de no dar con él y habida cuenta de que no había robado ni un peso, lo olvidaron.

 

Galán se refugió en casa de Lori. Ella estaba encantada con él. Siempre había adorado a los mexicanos, pero nunca había conocido a uno que la tratara como cualquier compatriota enajenado por el sexo. Galán no tenía más límite que el cansancio. Abusaba de Lori de todas las formas posibles, entre las que destacaba el juego de los insectos enfrascados, y luego, rendido por la fatiga, se echaba junto a la mujer y le pedía que le contara cosas. Ella, cuajada de moretones y piquetes de arañas, narraba detalladamente su vida en Nueva York, a merced de sus primos, quienes la violaban una vez al día. Cuando aquellos miserables acabaron encarcelados por haberse sumado a una comunidad de pedófilos recalcitrantes, ella tuvo que procurarse el sustento como pudo. Era tan bella que al punto descubrió su fortuna como prostituta; se convertía en leyenda en el centro de Manhattan cuando un cliente texano, gordo, con bigote de aguacero y acciones en la industria del petróleo, la invitó a vivir con él en su terruño. Lori lo dejó todo y siguió a Don —el texano— a una linda mansión, donde había una esposa esperando a su marido. Sobrevino un lío y las influencias de aquella mujer produjeron que la recién llegada pasara un rato en prisión. Luego quedó libre y sin dinero; volvió a la prostitución y se dejó llevar por un chihuahuense que se hartó de ella en Ciudad Juárez. Como Lori no quisiera sumarse a las muertas regadas por la ciudad, se marchó pidiendo aventón y acabó de mesera en una cantina, donde se enamoró de Galán y se prometió seguirlo para siempre.

Aquellas historias dormían a Galán. Roncaba hasta que los rayos del sol le daban en la cara. Entonces se levantaba, hacía suya a Lori y bebía cerveza para espabilarse. Al día siguiente de la refriega que sostuvo en la cantina, le dijo a Lori que ambos tendrían que hallar otra fuente de trabajo. Ella se dispuso a obedecer, de modo que Galán caviló un instante y resolvió usarla de ama de casa por un rato. Algunos contactos le permitieron entrar en una ferretería, donde despachó sin ánimo a gente que empezó a quejarse con el dueño del establecimiento. Finalmente, como siempre sucedía, Galán se metió con la caja registradora bajo la lente de una cámara de seguridad. Su jefe le dio a escoger: o retirarse previa disculpa o soportar los tratamientos policíacos. El delincuente prefirió la primera opción, se largó sin tardanza y visitó a un viejo amigo que tal vez lo ayudara a recuperarse. El amigo lo condujo ante un funcionario de la aduana, quien tomó en serio la recomendación para pagar un favor recibido hacía tiempo. Galán fue contratado, se le destinó un escritorio y se le explicaron sus funciones, que debería cumplir vestido con un uniforme color caqui. El flamante empleado se sintió orgulloso de haber conseguido un trabajo en tan poco tiempo, y al punto caviló sobre cómo triplicar el rastrero sueldo que le habían designado. Lori felicitó a su hombre, le dijo que su uniforme la excitaba y se le entregó para celebrar el acontecimiento. Galán la ató a la cama, la sodomizó y, por último, le puso en la espalda una cucharada de chocolate, junto con dos cucarachas que encerró bajo un frasco. Observó los movimientos de aquellos insectos y se excitó oyendo los gemidos de Lori, cuyo terror hacia las alimañas databa de la niñez. La idea de que algún bicho le perforara la piel y acabara en sus entrañas le destrozaba los nervios. Pero a Galán le gustaba hacerla sufrir, y se complacía en ahondar sus miedos en beneficio de su propia tranquilidad.

Pasó lo de siempre. Gente que rehusaba declarar ciertas cosas se coludió con Galán para que nadie levantara la voz. El funcionario corrupto recibía a los sinvergüenzas y, sin decir palabra, abría un cajón del escritorio, donde caían sobres repletos de dólares y alhajas auténticas. Falluca y drogas entraron en México gracias a Galán. La administración empezó por sospechar de él, y finalmente echó a andar una estratagema que rindió los frutos esperados. Un policía vestido de civil encaró a Galán y lo movió a realizar su habitual corruptela. En cuanto una placa salió a relucir, el delincuente se abrió paso a codazos y llegó hasta la salida, donde media docena de agentes lo sometió a punta de pistola y de cachiporrazos. Galán recobró el sentido en la cárcel; fue enjuiciado con rapidez y sentenciado a disfrutar la sombra durante casi dos décadas.

Lori equiparó la suerte de su amante con el fin del mundo. Se sintió desamparada, y a punto estuvo de perder la razón cuando supo que esperaba un hijo. Como al visitar a Galán lo hallaba con cara de pocos amigos, calló lo del embarazo, pero tras cuatro meses el propio recluso hizo preguntas. Se puso violento al suponer que Lori se había entregado a otro, pero la intervención de dos guardias y los juramentos de la mujer lo convencieron de que pronto sería padre de familia. Lori sólo quería saber cómo subsistiría sin la ayuda de su hombre.

—¿Acaso estás tullida o algo así? —bramó Galán—. ¿No eres capaz de conseguir trabajo?
Aquel tono de voz era severo y burlón a partes iguales. Lori lloró por su causa, y con tal de evitar otros comentarios aseguró que se las arreglaría para salir adelante por cuenta propia.
—Más te vale —dijo él—. Cuando salga de aquí, querré ver a mi hijo esperándome a las puertas de este agujero. ¡Si te atreves a irte con otro, te buscaré hasta encontrarte…!

Una cachiporra acalló sus alaridos. La visita había terminado. Lori se fue sin saber qué haría. En su casucha ojeó un periódico; los anuncios clasificados demandaban personal femenino instruido, no chicas crecidas al amparo de la depravación y la falta de reglas. Sólo un anuncio resultó prometedor. Lori llamó e hizo una cita para el día siguiente. Hablaría con la dueña de un pequeño salón de belleza, donde se necesitaba a una criada. Para eso no hacía falta ni saber leer.

Galán intentó acostumbrarse a su vida de reo. No era aquélla la primera vez que residía en una prisión, pero jamás le habían tocado instalaciones tan truculentas. Pensar que pasaría años en condiciones infrahumanas lo enloquecía paulatinamente. Compartía la celda con un chicano rarísimo, que le hablaba sin cesar a una estampa percudida donde figuraba un presunto santo. Galán lo toleró algunos meses, hasta que se hartó de escuchar a diario las mismas retahílas salpicadas de fragmentos de oraciones y otras incoherencias. Aguardó que el chicano se durmiera y le robó la estampa, que rompió en pedazos cuyo destino fue el retrete. A la mañana siguiente, el chicano sufrió un colapso nervioso y atentó contra Galán, quien se defendió a puñetazos. Dos guardias los separaron. El chicano, inconsolable, acabó en la enfermería, con el rostro amoratado y las cejas rotas. Le daban puntadas cuando vio de refilón un escalpelo. Nadie lo vio tomarlo y fue tarde para impedir que se lo clavara en el corazón. Galán fue culpado del incidente, pero su sentencia no fue incrementada. El asunto se consideró una típica reyerta entre internos y se olvidó a la larga.

Sin embargo, el brutal reo volvería a compartir la celda, ahora con un liberiano renegrido llamado Craig. Era tranquilo. Prefería no meterse con nadie con tal que le redujeran la sentencia por buen comportamiento. Galán lo encontró más soportable que el chicano y entabló con él una estrecha camaradería. Con el tiempo, las pláticas entre ambos fueron particularmente instructivas para Galán. Se enteró de que Craig había pasado años en Haití, de donde había salido por piernas para evitar que lo convirtieran en zombie, preludio a toda una vida de esclavitud en una plantación. El arte arcano que permitía criar muertos vivientes fue sólo una de las cosas que Craig aprendió en aquel país; llegó a dominar otros ensalmos sumamente efectivos. Cuando Galán le propuso que invirtiera sus conocimientos mágicos en sacarlos del muladar donde languidecían, Craig respondió que nunca había podido dañar ni a una mosca.

—Soy hombre de paz —dijo—, y te repito que debo portarme bien para estar menos años aquí.
—Yo no tengo tanta paciencia, Craig. Necesito tu ayuda. ¿Qué se necesita para convertir a alguien en zombie?

El negro pecó de ingenuidad. Detalló el procedimiento sin sospechar que su compañero pretendía usarlo como conejillo de indias. Galán, por carta o en persona, encargó a Lori que consiguiera diversos ingredientes a cuál más estrambótico. La chica, cerca de dar a luz y agobiada por la carga de trabajo, gastaba lo poco que ganaba en los mejunjes que le solicitaban, y los introducía en prisión tras sobornar a un par de guardias. Fueron formidables los juegos de manos con que Galán adulteró la bebida de Craig, quien no se quejó para evitarse sinsabores. Ingirió varias dosis de una rara sustancia antes de perder el juicio. Si había distintas categorías de zombies, él se inscribió en la de los violentos. Una mañana, mientras los internos erraban por el patio, se dedicó a babear, lanzar alaridos y atacar a quien le quedara a la mano. Arrancó una oreja y una nariz, y estaba por aferrar a un enano de ojos saltones cuando lo abatieron a tiros. Cubierto de orificios sanguinolentos, se aquietó al fin; los paramédicos evitaron formalidades y lo sepultaron enseguida, en un terreno miserable ubicado a las afueras de la prisión. Galán quedó maravillado y se dispuso a trastornar a los guardias para que nadie le impidiera escapar.

Mientras él planeaba cómo disolver su pócima en la comida de los guardias, Lori pujaba para expulsar a un niño. Se hallaba en el trabajo cuando le sobrevinieron los dolores del parto. Las clientas del salón se enternecieron y movieron influencias para que la parturienta diera a luz en una clínica. La ayuda fue efectiva y la madre alumbró en condiciones saludables. Tuvo un niño rubicundo, muy pesado para un recién nacido. Lori lo cargó y, bañada en lágrimas, se juró que sería una madre ejemplar, lo que entrañaba anteponer las virtudes a las pasiones. En cuanto terminó de convalecer, visitó a Galán y le presumió a su hijo. El delincuente lo encontró hermoso y pidió que le permitieran cargarlo. El permiso fue denegado, y de las discusiones subsiguientes obtuvo un surtido de patadas. Lori estrechó al niño contra su pecho y se fue, sollozando.

Galán supo cómo salirse con la suya. Empeñado en regenerarlo, el director de la prisión arregló que lo metieran en un curso de repostería. Al principio, el reo se negó a aprender, pero cuando lo dejaron solo para preparar la masa concibió un tremendo plan. Elaboró el inmenso pastel con que los internos obsequiarían al director el día de su cumpleaños. Entre reclusos, guardias, enfermeros y personal administrativo, el patio se llenó. El director probó el pastel y le pareció bueno, aunque un poco amargo, y se remangó antes de partir tantos pedazos como fuera posible. Galán se limitó a observar, y al rato quedó maravillado y horrorizado, atestiguando los cambios que se operaban en quienes degustaban su obra. Reinó la confusión a causa de las bestias. Se atacaron unos a otros, la sangre comenzó a esparcirse por el suelo. Galán eludió a un enajenado que ansiaba sacarle los ojos y alcanzó una torre de vigilancia, donde un solo guardia se había perdido un trozo de pastel. Galán se le echó encima, le arrebató el rifle y un manojo de llaves y desanduvo sus pasos, dejando al desafortunado a merced de un par de brutos antropófagos.

Galán repartió balazos en su camino a la puerta principal, que abrió no tanto gracias a las llaves como a la suerte. Cerró tras sí y se echó a correr bajo el cielo crepuscular, mientas allá atrás evolucionaba una matanza demencial entre seres semihumanos, que acabaron despedazándose antes de que el problema llamara la atención. En casa, descamisado y bebiendo cerveza, Galán se puso a ver un noticiero, y entonces notó las consecuencias de su fatídico plan. Se sintió aliviado porque nadie lo acusaría, y aun supuso que lo considerarían muerto, acaso devorado por los demás, de modo que sin duda no sería buscado. Tal fue el relajamiento que le sobrevino, que se durmió inadvertidamente. Abrió los ojos al escuchar que tocaban a la puerta; como era improbable que Lori hubiera olvidado las llaves, debía de tratarse de un visitante no deseado. Galán se armó con un cuchillo y se acercó a abrir. Abrió la boca para gritar, pero ni un solo ruido salió de su garganta. Vio a Craig en el umbral, cubierto de gusanos de pies a cabeza y con los ojos inyectados en sangre. Despertó sobresaltado y dejó escapar un grito. Seguía echado en el sofá, y ahora escuchó que alguien abría la puerta. Pálido y tembloroso, intentó correr hacia cualquier parte, pero el horror lo dejó inmóvil. Se calmó al ver a Lori.

Galán tuvo que contarle lo que había pasado y Lori le juró que por nada del mundo lo denunciaría. Acordaron vivir en paz de entonces en adelante. Él trabajaría en algo que no despertara su avaricia y ella se dedicaría a cuidar al niño. El día en que Lori renunció al salón de belleza, Galán fue contratado para reemplazar al antiguo sepulturero del pueblo, quien había contraído una infección al disponer de varios cadáveres traídos de la prisión. Galán no se ocuparía de enterrar cadáveres mordisqueados y malolientes. Con el paso del tiempo se limitó a enterrar ancianos, drogadictos infartados y niños muertos al nacer. Era una labor poco redituable, pero que demandaba una dedicación que la volvía noble. Galán comenzó a sentirse una especie de ciudadano modelo, designado para hacer un trabajo benéfico para la sociedad. Aprendió a resistir la tentación de cometer tropelías y se encariñó con el cementerio, a grado tal que combinó sus funciones de enterrador con las de jardinero y grabador de lápidas. Le fascinaba descansar en una de éstas al atardecer, al amor de un cigarrillo y el frescor del viento. Luego, cuando la noche se cernía, encendía un quinqué y hacía una ronda entre las tumbas. Cuadro tenebroso. Se detenía de cuando en cuando para recoger gusanos y encerrarlos en un frasco.
Es que Galán retomó la costumbre de aprovecharse de Lori. Su rechazo al delito no había incluido olvidar el sufrimiento que siempre le había gustado infligir a su mujer. En cuanto Oriol, su hijo, se quedaba dormido, retorcía un brazo de Lori para sujetarla a la cama, y luego de poseerla la colmaba de gusanos y tierra del cementerio. Las bestezuelas hacían su labor típica, pretendiendo devorar aquella piel hasta dejar los huesos al descubierto. Amordazada, Lori sólo podía gemir rabiosamente, tratando de conmover a Galán. Era inútil. Él decidía cuándo suspender su manía, a fin de impedir que algún gusano penetrara donde no debía. La persistente costumbre de Galán hizo que Lori pensara en abandonarlo; se negaba a que Oriol aprendiera prácticas viciosas, preludio a una vida consumida entre crímenes y visitas a prisión, como había sido la de su padre. Mientras afinaba detalles de su plan de evasión, notó que Galán cambiaba, aunque no para bien. Era evidente que perdía la razón a marchas forzadas. Se habituó a verlo pálido, temblando, con la boca entornada y la respiración arrítmica. Tenía miedo.

No era para menos. Las visiones de Galán se habían incrementado. Ya no estaba solo en el cementerio. Craig reapareció, pero ya no en una pesadilla. Enfrentó a Galán y quiso decirle algo, aunque de su boca sólo brotó una ristra de sonidos inarticulados, combinada con salivazos y gusanos masticados. Galán corrió lanzando gritos, tropezó con una lápida y se golpeó la cabeza al caer. Se recuperó del desmayo y se vio en medio de tinieblas. No sabía dónde estaba el quinqué, así que anduvo braceando hacia donde dejaba sus herramientas de trabajo. En el transcurso de su vagabundeo, sintió que lo tocaban y empujaban, y oyó otros galimatías, pronunciados por más de una persona. Cuando al fin encendió el quinqué, lo paseó a su alrededor y la mortecina luz puso ante sus ojos las figuras putrefactas y agusanadas de sus antiguos compañeros de la prisión. Incapaz de hablar, dio un paso al frente y cayó sin sentido. Despertó y notó que era de día. Estaba solo, pero no pudo dudar que la víspera había tenido una experiencia real, no un sueño. Durante días fingió que todo estaba bien; siguió mancillando a Lori y cavando tumbas, tratando de convencerse de que sus nefandas visiones se extinguirían tan repentinamente como habían aparecido. Finalmente, tras una noche donde los espectros lo asediaron con singular tesón, se dedicó a exhumar las tumbas de los antiguos habitantes de la cárcel, para cerciorarse de que alguna vez los habían inhumado. El problema fue que un cortejo, listo para dar el último adiós a un prominente personaje local, pilló al demente en sus actos profanadores. Las autoridades se presentaron y no pudieron calmar al hombre por las buenas; dando mandobles con la pala, Galán trató de repeler el avance de los policías, a quienes veía bañados en gusanos. Fue necesaria una bala para apaciguar al loco. Su cuerpo, cuya cabeza lucía ahora un agujero de notable diámetro, fue enterrado en un rincón, sin lápida.

Lori se enteró de lo sucedido y resopló. No pasaría más noches espantosas. Comenzó una vida tranquila, trabajando como cocinera en una casa y cuidando que Oriol creciera como un niño normal. Lo alentaba a estudiar, relacionarse con niños más o menos tranquilos, asistir a misa domingo a domingo y evitar el cementerio. El muchacho creció en paz, descolló en los estudios y, cuando terminó la preparatoria, decidió convertirse en ingeniero. Le parecía una noble profesión. Su madre esperó que estudiara la carrera en la universidad local, pero él había diseñado otros planes: viajaría a la capital para asegurarse mejores oportunidades de trabajo. La separación fue desgarradora para Lori; se calmó apenas al escuchar la promesa de que sería visitada tan frecuentemente como fuera posible. Oriol hizo el viaje con un amigo; ambos rentaron un departamento diminuto y empezaron a adaptarse a la vida de la megalópolis. Combinaron el estudio con el esparcimiento y consiguieron sendas novias. La de Oriol se llamaba Virginia, y era tan conservadora que desde el principio exigió conocer a quien, con suerte, acabaría siendo su suegra. Oriol no tuvo inconveniente y prometió que en su próximo viaje al norte iría acompañado. Mientras se acercaba ese momento, empezó a recibir cartas desalentadoras. Al parecer, Lori había enfermado por culpa de la soledad; no podía concebirse otra causa, dado que físicamente parecía estar bien. Las cosas que escribía se antojaban salidas de una mente deteriorada. ¿Podía creerse que recibía visitas nocturnas de alguien que ya no podía visitar a nadie? Oriol lloró al concluir que su madre había enloquecido. Habló con Virginia y le dijo que aún no viajarían juntos, pues él quería encargarse a solas de asegurar el bienestar de su madre. Desoyó las protestas de la otra y partió.

No pudo haber imaginado lo que encontraría. Lori siempre había sido discreta respecto del estilo de vida a que Galán la había sometido. Oriol llegó a la vieja casa y la encontró decadente. No había sido adecentada desde hacía meses. Era obvio que la enfermedad se había adueñado por completo de la ocupante. Oriol se encaminó al cuarto de Lori, entró cautelosamente y fijó la vista en la cama. Ahí estaba ella, tendida cuan larga era, con los ojos cerrados y cubierta hasta el mentón por una manta. Oriol trató de despertarla verbalmente, pero no obtuvo respuesta. Tocó una frente helada, y al querer percibir una respiración retrocedió espantado. Empezó a llorar. Se sentó en una silla y contempló la mórbida escena. Entonces le pareció que se había equivocado, que su madre vivía. Sí, debía de querer sacar una mano para estrechar la de su hijo. El movimiento de la manta no dejaba lugar a dudas. Oriol se acercó ansiosamente y descubrió el cuerpo de su madre hasta la cintura. El horror sustituyó a su esperanza.

Del cuello hacia abajo, el esqueleto de Lori había sido totalmente descarnado por miles de gusanos famélicos.

 

AUTOR: Underhersoles

DE LA PUREZA DEL LENGUAJE.

Señores: Un servidor,
Pedro Pérez Paticola,
cual la Academia Española
\»Limpia, Fija y da Esplendor\».
Pero yo lo hago mejor
y no por ganas de hablar,
pues les voy a demostrar
que es preciso meter mano
al idioma castellano,
donde hay mucho que arreglar.

¿Me quieren decir por qué,
en tamaño y en esencia,
hay esa gran diferencia
entre un buque y un buqué?
¿Por el acento? Pues yo,
por esa insignificancia,
no concibo la distancia
de presidio a presidió,
ni de tomas a Tomás,
ni de topo al que topó.

Mas dejemos el acento,
que convierte, como ves,
las ingles en un inglés,
y pasemos a otro cuento.
¿ A ustedes no les asombra
que diciendo rico y rica,
majo y maja, chico y chica,
no digamos hombre y hombra?
Por eso no encuentro mal
si alguno me dice cuala,
como decimos Pascuala,
femenino de Pascual.

¿Por qué llamamos tortero
al que elabora una torta
y al sastre, que trajes corta,
no le llamamos trajero?
¿Por qué las Josefas son
por Pepitas conocidas,
como si fuesen salidas
de las tripas de un melón?

De largo sacan largueza
en lugar de larguedad,
y de corto, cortedad
en lugar de sacar corteza.
De igual manera me quejo
de ver que un libro es un tomo;
será tomo, si lo tomo
y sino lo tomo, un dejo.

Si se le llama mirón
al que está mirando mucho,
cuando mucho ladre un chucho
se le llamará ladrón.

Porque la silaba \»on\»
indica aumento, y extraño
que a un ramo de gran tamaño
no se le llame Ramón.

Y por la misma razón,
si los que estáis escuchando
un gran rato estáis pasando,
estáis pasando un ratón.
Y sobra para quedar
convencido el mas profano,
que el idioma castellano
tiene mucho que arreglar.

Melitón González
Pablo Parellada (1855-1944)
de su obra “Entremeses, sainetes y teatralerías”, publicada en 1921.
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

EL ARTE DE LAS PUTAS por NICOLAS FERNANDEZ DE MORATÍN.

 

Siguiendo con el amigo Moratín, aquí tenemos, nada mas y nada menos que un ejemplo de literatura erótica (y la verdad es que te partes la caja), este poema que estuvo circulando en su época de forma clandestina y que tardó mucho en publicarse.

Cosas de la España del siglo XVIII y la lamentablemente famosa Inquisición.

Se compuso a principios de la década de 1770, no se publicó en vida del autor sino más de un siglo después de su creación, recién en 1898, debido a la férrea censura que impuso laInquisición española, que lo incluyó como libro prohibido en la edición de 1790 del Index Librorum Prohibitorum.1 2 Ello no se convirtió en óbice para que los círculos literarios de la época lo elogiasen y esto demuestra además que, con picardía, uno puede saltarse todo tipo de estupidas censuras.

Se trata, de un anecdotario que relata las peripecias de las trabajadoras de la noche de un pujante Madrid borbónico.

Y repito, TE PARTES LA CAJA.

Nada, nada, en vacaciones navideñas, nada mejor que la literatura, sobre todo si, como me ocurrió a mi este finde, el puñetero monitor del PC me da la tabarra.

Esto es un contubernio musulmano-sociata-nazional-separatista, estoy convencido .

NOTA: Son EXTRACTOS, pero si alguien quiere leer ABSOLUTAMENTE TODO vale con ir a la casa de pu…diiiigoooo, a «ca tio Google» (¿en que andaría yo pensando?) y poner el título. Es facil.

ARTE DE LAS PUTAS

AUTOR: Nicolás Fernández de Moratín (Madrid, 1737-1780).
Prólogo: Pilar Pedraza.
Ed. La Máscara (Malditos heterodoxos!). Valencia, 1999.

    HERMOSA Venus que el amor presides,
    y sus deleites y contentos mides,
    dando a tus hijos con abiertas manos
    en este mundo bienes soberanos: pues ves lo justo de mi noble intento
    déle a mi canto tu favor aliento,
    para que sepa el orbe con cuál arte las gentes deberán
    solicitarte, cuando entiendan que enseña la voz mía

    tan gran ciencia como es la putería.
    Y tú, Dorisa, que mi amor constante
    te dignaste escuchar, tal vez amante,
    atiende ahora en versos atrevidos
    cómo instruyo a los jóvenes perdidos,

    y escucha las lecciones muy galanas
    que doy a las famosas cortesanas.
    Mas ya advertido mi temor predice
    que al escuchar propuestas semejantes
    tu modesto candor se escandalice;
    pues no, Dorisa bella, no te espantes
    que no es como en el título parece, 
    en la sustancia esta obra abominable.

    […]

    A mi Musa también decir le agrada
    dónde hay la provisión más abundante. 
    La famosa bodega del Chocante 
    y otras muchas, están despatarrando 
    mil mozas con el néctar dulce y blando

    que da el manchego Baco a sus gaznates.
    La gran casa también es bien que trates 
    a quien Jácome Roque dio su nombre, 
    y entrando en ella no saldrás para hambre. 
    Los barrios del Barquillo y Leganitos,

    Lavapiés bajo y altas Maravillas 
    remiten a millares las chiquillas, 
    con achaque de limas y avellanas; 
    salado pasto a lujuriosas ganas. 
    También alrededor de los cuarteles

    rondan los putañeros más noveles 
    las putas mal pagadas de soldados, 
    pues en Madrid hay más de cien burdeles 
    por no haber uno sólo permitido 
    como en otras ciudades, que no pierden

    por eso; y tú, Madrid, nada perdieras, 
    antes menos escándalo así dieras. 
    Pero, ¿de qué me admiro que en serrallos 
    no se gaste el dinero, cuando ha habido 
    sujeto tan sabiondo que decía

    que para nada a la nación servía 
    la Academia Española? Yo a mi cuento 
    vuelvo, y no siento el haberme distraído. 
    Ni le pesará al chusco haber venido 
    debajo de la Real Panadería,

    donde chupando sin cesar cigarros 
    los soldados están de infantería: 
    verá allí a la Morilla, a la Mellada
    y ¡oh Juanita! serás también cantada 
    de mis versos; ¡qué chusca estabas antes

    de haber tantos virotes ablandado, 
    que te encajaron de asquerosas bubas 
    y en un portal baldada te han dejado! 
    A las chicas también que venden uvas 
    por las calles, embiste y logra caza

    de la Cebada en la espaciosa plaza, 
    al tiempo que ya vaya anocheciendo, 
    y allí como dos líos de colchones 
    dará sus grandes tetas la Ramona
    Tú también, Puerta y Puente Toledana,

    franquear soléis el paso a la Gitana
    y ella a los concurrentes su persona. 
    ¿Quién niega de burdel la gran corona 
    a la barranca fiel de Recoletos, 
    las Arcas y la Fuente Castellana?

    En el hoyo vi yo a la Perpiñana
    a vista del camino de Hortaleza 
    plantar nabos con tanta ligereza 
    que una tarde arrancó y plantó hasta ciento. 
    No dejarán tu miembro descontento

    las camaristas chicas del famoso 
    Paseo Verdegay de las Delicias 
    la RosuelaCaturria y Medio Coño 
    (llaman así una moza del trabajo, 
    y en verdad que aunque chico, él es entero),

    te harán venir el golpe a cuatro vientos. 
    Y si de andar te hallares con alientos, 
    el soto de Luzón a la Pelada 
    te ofrece junto a un árbol recostada. 
    No callaré tampoco los nocturnos

    pasatiempos que da también el Prado, 
    vi clérigos y frailes embozados 
    amolar la Vicenta y la Aguedilla 
    y por los granaderos maltratados. 
    Mas sólo con andar toda la Villa

    encontrarás remedio en los portales 
    desarrugando un poco tu resmilla. 
    Supongo que continuo armado sales 
    del condón, tu perenne compañero, 
    y así no ensuciarás los hospitales.

    La calle Angosta que frecuentes quiero, 
    con la Ancha a quien su nombre dio Bernardo, 
    ni en la de Fuencarral has de ser tardo, 
    o en la que al forastero hace notoria 
    de Jacome de Tezzo la memoria.

    Los vecinos que habitan la alta calle 
    que acuerda el lugarcillo de Hortaleza, 
    están hechos a hallar en sus zaguanes 
    cuatro patas a oscuras. Se tropieza 
    y se pasa tragando, callandito,

    envidia y miedo, de ambos un poquito. 
    De Jerónimo el Magno en la Carrera, 
    en la Puerta del Sol todas las noches, 
    y en la calle también de la Montera 
    al son de los chasquidos de los coches

    se enfalda la salada Calesera
    la basquiñuela, que al revés se pone 
    de miedo de emporcarla tantas veces, 
    la Rita, arrugando en mil dobleces 
    la mantilla y las sayas que hace almohadas,

    aquella a la cabeza, éstas al culo, 
    con la una mano y grande disimulo 
    te toma los testículos en peso 
    y al verte absorto, con el rabo tieso, 
    dirige a su bolsillo esotra mano

    y de raíz te arranca si no aprietas 
    con tus manos las suyas, y sus tetas. 
    Y en fin, todo Madrid al ser de noche 
    le da a un hombre de bien mil portaleras, 
    y aunque pobres, no gálicos infieras

    que albergan en sus ingles: más seguras 
    que las de rumbo son: éstas no tienen 
    de Holanda y de Cambray las blandas mudas; 
    con todos sus males a los ojos vienen 
    sin que oculte el engaño la limpieza,

    pues nada disimula su pobreza; 
    mas si ésta le fastidia a tus intentos, 
    oye a mi Musa nuevos documentos.

    […]

    PORQUE, según el género de caza, 
    dispone el cazador las prevenciones; 
    no echa a los fieros lobos los hurones, 
    ni dispara a las tímidas alondras

    con balas de cañón de artillería, 
    que aquello poco y mucho esto sería, 
    y así son menester astucias nuevas, 
    si a la Marcela o chusca Sinforosa 
    de tu amor quieres dar líquidas pruebas,

    o a la Isidra que ostenta vanidosa 
    por su cotilla aquel gran mar de tetas 
    donde la vista en su extensión se pierde 
    y mueve tempestad en las braguetas; 
    o si echar a perder un trigo verde

    quieres con la Torre, santificada 
    con el miembro del clérigo que espera 
    fruto de bendición, encarcelado 
    por esto y por hallarse lo guardado; 
    o si a la Coca o Paca la Cochera

    con tu virilidad atragantarlas 
    la garganta de abajo boca arriba; 
    o bien si de la Cándida muy seria 
    te quieres arrastrar por la barriga. 
    Vosotras, madre e hija, las Hueveras,

    en mi canto también seréis loadas, 
    y no menos vosotras, las Canteras
    la Roma, con morros abultados, 
    y el esponjoso empeine muy peludo 
    almohadón a los miembros ya cansados.

    Ni dejarán mis versos en silencio 
    la Antonia de ojos negros, que reciente 
    de mi amorosa herida aún se resiente; 
    ni a la Marina, ni callar yo quiero 
    la Alquiladora que estafó a Talongo,

    ni a ti, la escandalosa Policarpa
    que te hacen más lugar que a un aceitero. 
    No puedo menos de aplaudir, Carrasca
    el acorde vaivén de tu galope; 
    ningún miembro por grande se te atasca,

    ¡Oh Carrasca, blasón de las pobretas, 
    de grandes muslos y pequeñas tetas! 
    Ni serán de mis Musas, no, cantadas 
    la Teresa Mané que ha cuatro días 
    salió de Antón Martín de carenarse,

    la Felipa y majísima Nevera
    LuisaGiralda, y tú, Caracolera
    la Narcisa, célebre gitana, 
    la Carreterota, catalana. 
    También la Vinagrera que de gusto

    tanto tiempo sirvió a su señoría; 
    pero aunque el arte de la putería 
    no tuviera más bien que haberme dado 
    la Alejandra una noche en matrimonio, 
    que luego a la mañana fue anulado,

    eternamente yo lo celebrara. 
    ¡Qué empeine vi, qué pechos y qué cara! 
    Pero dejemos esto, que escribiendo 
    solamente, me estoy humedeciendo, 
    y ¡oh Pepita Guzmán! a ti me vuelvo.

    A cualquier fraile la flaqueza absuelvo 
    de ahorcar por ti los hábitos; disculpa 
    tienen los que por ti se estoquearon, 
    mas no de que los dos no se mataron. 
    Primero el astro que a la luz preside

    faltara al cielo, que mi verso olvide 
    ¡oh Belica! tu gracia y tu belleza; 
    miente la fama que a decir empieza 
    que es tu amor sabrosísimo homicida; 
    no es sino capaz de infundir vida.

    Las putas mienten con decir que matas, 
    Dios guarde al que bien sabe que es mentira. 
    Por desacreditarte y comer ellas 
    tal voz esparcen; mas tus carnes bellas, 
    el alto empeine y su penacho bello

    de negro pelo y tu mimado halago 
    embelesa al que logra merecello. 
    No lo logró el presbítero taimado 
    por más que hizo; rabió de envidia y celos, 
    te acusó de un delito impune en otras

    y por tu gran presencia, a la Galera 
    el baldón le mudó de horrible en fiera, 
    donde, aunque allí mil fueron sentenciados, 
    fueran muchos, mas pocos los forzados. 
    Bien sé yo, aunque eres puta, tus virtudes,

    que bien cabe virtud en una puta; 
    y así no querrás tú que haga injusticia 
    con mi silencio a la Poneta-y-Pona 
    que por treinta dineros a un viejo 
    le entretiene con blanda y dulce risa,

    con genio juguetón, chiste y gracejo, 
    que en esto se parece a mi Dorisa
    Mas ¿dónde, arrebatado, haciendo alarde 
    del batallón de Venus, me transporto? 
    ¿Cuál ingenio será que a tanto baste?

«SABER SIN ESTUDIAR» por NICOLAS FERNANDEZ DE MORATÍN.

 

Aunque esta me la se de memoria desde niño, es muy facil.

D. Nicolas Fernandez de Moratín, uno de los pocos escritores sobresalientes del neoclasicismo español. De esos tuvimos pocos, el siglo de oro fué el anterior, con el barroco, pero desgraciadamente, a la Ilustración se apuntaron pocos, fué también una caida en decadencía.

Y el problema es que esto si que es un mal endémico, ese localismo cazurresco de que «bah, eso es cosa de guiris» y encerrarnos en nosotros mismos, con el consiguiente retraso, es evidente.

El caso es que el poemita tiene su puntito de mala leche, jejejejejejeejejejeje.

SABER SIN ESTUDIAR

Por: Nicolas Fernandez de Moratín.

Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supiesen hablar francés.
«Arte diabólica es» 
dijo, torciendo el mostacho,
«que para hablar en gabacho,
un fidalgo en Portugal
llega a viejo, y lo habla mal;
y aquí lo parla un muchacho.

DISCURSO DE MARIO VARGAS LLOSA EN LA ENTREGA DEL NOBEL DE LITERATURA.

 

Elogio de la lectura y la ficción.

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

 

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

 

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

 
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
 

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
 

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.

La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

 
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

 
De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman «las raíces», mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de «todas las sangres». No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo.

Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del «otro», siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban «el pie ajeno» -lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: «Mario, para lo único que tú sirves es para escribir».

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. «Escribir es una manera de vivir», dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima,La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

 
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.
© FUNDACIÓN NOBEL 2010

ROMANCE DEL REY DON RODRIGUEZ (ALFONSO USSIA)

Dormía el rey don Rodríguez
acostado en la su cama:
La pierna izquierda encogida,
la diestra, más estirada.
(la otra pierna, la de enmedio…
es costumbre no mentalla)


D
ormía plácidamente:
Hay que ver lo que roncaba,
so la lana del embozo
de su manta zamorana.
La reyna doña Sonsoles,
que al su lado estaba echada,
roncaba un aria da capo
que ni la María Callas…


Y
antes de que cante el gallo…
(que lo suele hacer al alba,
porque sepan las gallinas
quién les canta y quién les manda…)
con el rostro demudado,
¡Don Rodríguez despertaba! :


-«¿
Qué es aquesto? (Diz el Rey)
¿Quién mi sueño sobresalta?
¡A mí la guardia moruna
del Ministro Rub-al-Kaaba!»


Y
avanzando entre las sombras
que rodean la su cama…
ve que crece, ve que avanza…
la silueta recortada
de un espectro, de un fantasma…
¡Vive Dios que miedo daba!

 Entre nubes de sulfuro
y otras de canela en rama,
a los pies del rey Rodríguez

el espectro da la cara:


V
a vestido de uniforme,
calzón corto, con polainas…
y, esparcidas por el pecho,
quien en ello se fijara…
no verá que lleve estrellas,
sino bujeros de bala.


LL
eva gafas redonditas
-las que John Lennon llevara-
y así… visto desde lejos,
se da un aire con Azaña.
Noble porte, talle recio,
cabellera ya entrecana…
Y quién es y a qué ha venido,
allí mesmo lo declara:


-«¡
Yo me llamo Juan Rodríguez:
Soy tu abuelo…
noramala.
Y aquí vengo por decirte
cuatro cosas a la cara!
«


-«¿
Tú, mi abuelo idolatrado,
el que Franco me matara?
¿Tú, la víctima primera
de entre todas las de España? «


-» ¡
Ese soy… y menos coba! «

-» ¡
A mis brazos, camarada! «  -«¡Quita allá!… Menos abrazos,
que de mí no sabes nada:
Si supieras, no le harías
lo que estás haciendo a España»


Abuelito fusilado…
¿No será que estás de guasa?
¿No te dieron matarile
los del trapo rojigualda?
Pues que sepas que tu nieto
-que por algo es el que manda-
va a volver a la contienda
otra vez las dos Españas:

¡Y esta vez verás, abuelo…
que es la nuestra la que gana!»

¡Una España progresista,
federal-republicana,
asimétrica y cubista
de la noche a la mañana!


«
El abuelo fusilado
mírale y no dice nada…
Mírale muy fíjamente,
con su cara de fantasma,
una cara que parece
que es de cera, por lo blanca…
Y por ella, mansamente,
una lágrima resbala
(que la cara, según dicen,
es el espejo del alma…)

Ya son setenta los años
que llevo criando malvas
en el cielo del Olvido…
Y no sé lo que me pasa,
pero me llena de rabia
que mi muerte y la de tantos
no sirviera para nada…

A
llí estamos a millares,
los que la guerra matara…
con su poquito de gloria,
con su poquito de infamia.
Padres y tíos… sobrinos
y abuelos de media España.
Allí
todos somos uno:

Ya no hay rojos, ya no hay fachas,
vencedores ni vencidos…

Sólo queda la enseñanza
de saber que el fanatismo
es quien miente y es quien mata.

Otros muertos más recientes
pueden dar de ello palabra…
(y no veo que por ellos
se te mueva pie ni pata)

E
se es todo mi mensaje,
mi mensaje de fantasma:

No nos metas a los muertos
de comparsas en tu causa.

No te cuides de los muertos…

cuídate de los que matan,

los que han hecho de la muerte
su más próspera jugada.

A
hí te quedas, Rey Rodríguez…
Ahí te quedas en tu cama.
Yo me voy al otro barrio
y allá tú con lo que hagas.

(FIN)