Categoría: CULTURA

Resistiendo la nueva cultura desafiante


Mises WireWanjiru Njoya

La prensa suele describir las guerras culturales como ataques lanzados por conservadores que se resisten al cambio cultural. The Guardian, por ejemplo, describe las guerras culturales como «temas de cuña» que son «conjurados» por los conservadores en un vano intento de dictar opiniones a los votantes, pero que sólo acaban «volviendo a los votantes jóvenes hacia la izquierda en los países occidentales». En 2004, una conferencia interdisciplinar celebrada en Virginia se reunió para debatir el tema «Contrarrestar la política del Kulturkampf mediante la crítica y la pedagogía de la justicia», un tema que refleja la idea de que las personas que se oponen a la política progresista simplemente intentan convertirlo todo en una guerra cultural por alguna razón inexplicable.

Los liberales suelen decir que no tienen ni idea de por qué los conservadores quieren librar guerras culturales. Dicen estar desconcertados. A 2021 informe sobre las guerras culturales en el Reino Unido afirmaba que muy poca gente está interesada en «la supuesta guerra cultural del Reino Unido» y que es una guerra que sólo se libra «en los medios de comunicación y en las redes sociales, no en la vida real».

En «Kulturkampf!», Murray Rothbard, escribiendo en 1992, no se deja intimidar por tales afirmaciones de que la guerra cultural es mucho ruido y pocas nueces. Rothbard sostiene que «la guerra cultural tiene que librarse con uñas y dientes, centímetro a centímetro, metro a metro. Tenemos que recuperar la cultura, y de eso trata la nueva kulturkampf».

Rothbard subraya un punto importante: que la guerra cultural no es un intento de los conservadores de defender la vieja cultura, cuya derrota se observa ceremonialmente con medidas como la retirada de estatuas, el cambio de nombre de edificios y calles, e incluso el cambio de nombre de las ciudades. En Canadá se buscan nuevos nombres para provincias enteras con el fin de despojar al país de su herencia colonial.

Las guerras culturales de las que ahora se quejan los liberales no son guerras para resistir la marcha del tiempo, ni siquiera son guerras defensivas para evitar que se destruya la cultura occidental; son un intento de los conservadores de contraatacar a la nueva cultura. La referencia de Rothbard a recuperar la cultura significa una rebelión contra aquellos que ya han logrado destruir la vieja cultura y que ahora esperan que todos se sumen a la nueva cultura que ellos han introducido. Rothbard explica:

Después de haber cabalgado y capturado nuestra cultura, después de veintitantos años (¡por lo menos!) de su conquista cultural de América procediendo casi sin oposición, después de completar su exitosa «larga marcha a través de nuestras instituciones» gramsciana (nota: muy venerado estalinista italiano de los 1920), los liberales estaban casi listos para sentarse y tratarnos como su provincia conquistada. Cuando, de repente, algunos de nosotros, provincianos asediados, empezamos a contraatacar.

Los que sostienen que «ambos bandos» deberían buscar formas de poner fin a las guerras culturales y encontrar un objetivo común no se han dado cuenta de que la revolución ha terminado. Ya estaba prácticamente acabada cuando Rothbard escribió sobre la lucha en 1992. Si bien es cierto en un sentido abstracto que «el catalizador de una guerra cultural es la presión ejercida por un grupo sobre otro para que adopte su forma de pensar y actuar» —o, como el New York Times describe es importante señalar que no se trata de una guerra entre dos bandos que intentan dominar culturalmente sus valores. Se trata más bien de una rebelión de personas cuya cultura ha sido borrada y que pretenden reafirmar su derecho a vivir de acuerdo con sus propios valores.

Las guerras culturales están por todas partes en Occidente y se extienden a cualquier lugar donde se encuentre la cultura occidental, incluida Sudáfrica. En 2020, cuando los canadienses cancelaron a uno de sus propios padres fundadores, Sir John A. Macdonald, Bruce Pardy observó que «la revolución ya se ha completado» y que quienes se oponen a la revolución cultural en realidad están atacando la nueva cultura, no defendiendo la antigua:

Quienes desean preservar el nombre y el legado de Macdonald pueden creer que pueden defender la tradición y los valores canadienses, pero puede que lleguen demasiado tarde. Roma no puede protegerse de los visigodos una vez que los visigodos gobiernan el lugar. Los no woke ya no protegen la vieja cultura, sino que atacan la nueva. En la escuela de leyes, yo soy el bárbaro, no al revés. Después de todo, fui una de las tres únicas personas que votaron en contra de la moción de Macdonald.

Poner fin a la guerra cultural no significaría volver a un terreno común basado en valores constitucionales, como suponen muchos que apoyan a «ambos bandos». Significaría aceptar el actual statu quo impuesto por quienes odian todo lo relacionado con la cultura occidental. Cuando los liberales se refieren ahora a «nuestros valores compartidos», no piensan en la Constitución ni en las libertades civiles. Nuestros supuestos valores compartidos son ahora los valores de diversidad, equidad e inclusión (DEI). Aquellos que no cumplen con esta nueva y valiente cultura DEI son considerados, como escribe Pardy, los bárbaros.

Rothbard también destaca el papel que ha desempeñado el Estado en la derrota de la vieja cultura y en la imposición de esta valiente nueva cultura. Las guerras culturales nunca han sido simplemente una contienda entre la vieja y la nueva cultura, sino más bien la destrucción por los estatistas de la vieja cultura. Los estatistas que creen tener una cultura mejor, una cultura ideal, han tratado de imponer su visión a todos los demás. Como dice Rothbard: «Los liberales han utilizado masivamente el gobierno para apoderarse de nuestra cultura». Esta toma de control no consistió en una evolución y un cambio cultural orgánicos, como intentan persuadirnos los «descolonizadores», ni en «incluir» a los marginados, como insisten los comisarios de la DEI, sino que consistió en ejercer el poder estatal para capturar y destruir la cultura occidental.

Rothbard da varios ejemplos para fundamentar su argumento, de los que merece la pena destacar sus comentarios sobre la victimología: «El gobierno ha sido utilizado para crear un conjunto falso de ‘derechos’ para cada grupo víctima designado bajo el sol, para ser utilizado para dominar y explotar al resto de nosotros para el beneficio especial de estos grupos mimados.» La victimología está alimentada por el aparato de derechos civiles. En los últimos meses, el marco de los derechos civiles se ha utilizado para conferir derechos a nuevos grupos de víctimas, incluido el derecho de los atletas transgénero a competir en deportes femeninos y el derecho de los judíos a estar protegidos por la Ley de Vigilancia del Antisemitismo. No existe un límite lógico al creciente alcance de la victimología.

Así que Rothbard tiene razón al instarnos a no conformarnos con este nuevo statu quo, sino a rebelarnos contra la valiente nueva cultura: «¡Sí, sí, podridos liberales hipócritas, es una guerra cultural! Y ya era hora».

Los ingeniosos cuentos del Mulláh Nasrudin.- «El Maestro Espiritual».

Un anciano sabio había llegado a la aldea desde más allá de Ashsharq, un lejano territorio de Oriente. Sus exposiciones filosóficas eran tan abstrusas, y sin embargo tan fascinantes, que los parroquianos de la casa de té llegaron a pensar que quizá podría llegar a revelarles los misterios de la vida.

El Mullah Nasrudín lo escuchó durante un rato.

—Sabrá usted, acotó Nasrudin, que he tenido experiencias parecidas a las que usted vivió durante sus viajes. Yo también he sido un maestro errante.

—Cuénteme algo de eso, si es imprescindible,precisó el anciano, algo molesto por la interrupción.

—Oh, sí, debo hacerlo, afirmó el Mullah, por ejemplo, en un viaje que hice por el Kurdistán era bienvenido por dondequiera que fuese. Me hospedaba y trasladaba de un monasterio a otro, donde los derviches escuchaban atentamente mis palabras. Me suministraban alojamiento gratuitamente en las posadas y comidas en las casas de té. En todas partes la gente al verme quedaba impresionada.

El anciano monje comenzaba a impacientarse ante tanta propaganda personal:
—¿Nadie se opuso en ningún momento a algo de lo que usted decía?, preguntó agresivamente.
—Sí, afirmó un inefable Nasrudín, una vez en un pueblo fui golpeado, introducido al cepo y finalmente expulsado del lugar.
—¿Cuál fue el motivo?
—Bueno, verá usted, ocurrió que en esa ciudad la gente comprendía turco, el idioma con el que yo impartía mis enseñanzas.
—¿Y qué sucedía con aquella gente que lo recibía tan bien?
Ah, pues esos eran kurdos; tienen su propio idioma. Estaba a salvo mientras estuviera entre ellos.

RELATOS: El cruce del rio

Había una vez dos monjes Zen que caminaban por el bosque de regreso al monasterio.

Cuando llegaron al río, una mujer lloraba en cuclillas cerca de la orilla. Era joven y atractiva.

–¿Qué te sucede? – le preguntó el más anciano.

Mi madre se muere.

–Ella está sola en su casa, del otro lado del río y yo no puedo cruzar. Lo intenté – siguió la joven–, pero la corriente me arrastra y no podré llegar nunca al otro lado sin ayuda… Pensé que no la volvería a ver con vida. Pero ahora… ahora que aparecisteis vosotros, alguno de los dos podrá ayudarme a cruzar…

–Ojalá pudiéramos –se lamentó el más joven–. Pero la única manera de ayudarte sería cargarte a través del río y nuestros votos de castidad nos impiden todo contacto con el sexo opuesto. Está prohibido… lo siento.

–Yo también lo siento –dijo la mujer y siguió llorando.

El monje más viejo se arrodilló, bajó la cabeza y dijo:

–Sube.

La mujer no podía creerlo, pero con rapidez tomó su atadito con ropa y montó a horcadas sobre el monje.

Con bastante dificultad el monje cruzó el río, seguido por el otro más joven.

Al llegar al otro lado, la mujer descendió y se acercó en actitud de besar las manos del anciano monje.

–Está bien, está bien –dijo el viejo retirando las manos–, sigue tu camino.

La mujer se inclinó en gratitud y humildad, tomó sus ropas y corrió por el camino al pueblo. Los monjes, sin decir palabra, retomaron la marcha al monasterio….. Faltaban aún diez horas de caminata.

Poco antes de llegar, el joven le dijo al anciano:

–Maestro, vos sabéis mejor que yo de nuestro voto de abstinencia. No obstante, cargaste sobre tus hombros a aquella mujer todo el ancho del río.

–Yo la llevé a través del río, es cierto, ¿pero qué pasa contigo que la cargas todavía sobre tu cabeza?

Los ingeniosos cuentos del Mulláh Nasrudin.- La joven impúdica

Durante mucho tiempo, Nasrudín había tenido la intención de pedir la mano de cierta joven. Pero antes de que hubiera ahorrado el dinero de la dote, su amigo le dijo que iba a casarse con la bella muchacha. El Mullah se quedó trastornado y, pensando un momento, dijo:
—Te felicito, ella es verdaderamente el mejor premio. Casualmente, hoy hablaba con otro hombre, que admitía, que estaba deslumbrado por sus encantos.
—¿Estás diciendo que ha aparecido sin velo en público?, preguntó su amigo.
—Simplemente repito lo que he oído, no he hecho preguntas, contestó Nasrudín.

Muy angustiado, el otro hombre salió corriendo a la casa de su futuro suegro y rompió el compromiso.

Unos meses después, cuando finalmente Nasrudín había conseguido el dinero de la dote, se comprometió con la muchacha. Cuando su amigo oyó la noticia, se enfadó mucho.
—¡Qué va! ¡Si no me hubieras dado a entender que era impúdica, me habría casado con ella!
—Estás confundido, dijo Nasrudín. Jamás insinué que fuera impúdica.
—Dijiste que habías hablado con otro hombre que estaba deslumbrado por su belleza.
—¿No mencioné que el otro hombre era su padre?,preguntó Nasrudín.

RELATO: Los sueños de Albert Moreland.The Dreams of Albert Moreland, Fritz Leiber (1910-1992)

AUTOR: Fritz Leiber

En mi mente, el otoño de 1939 no va unido al inicio de la guerra, sino al período en que Albert Moreland tuvo el sueño. Ambos acontecimientos no están desligados en mi cerebro. De hecho, a veces temo que exista alguna conexión entre ellos, si bien de tal índole que ninguna persona en su sano juicio podría considerarla seriamente.

Albert Moreland era, y quizá lo siga siendo en la actualidad, un profesional del ajedrez. El hecho guarda una importante relación con el sueño o sueños. La mayor parte de sus reducidos ingresos los obtuvo jugando en un local recreativo del bajo Manhattan, donde aceptaba enfrentarse a cualquiera que lo deseara: al que se entusiasma con la perspectiva de poder vencer a un experto, al solitario que acude al ajedrez como a una droga, y al fracasado que anhela comprar media hora de dignidad intelectual por un cuarto de dólar.

Tras conocer a Moreland me dejé caer a menudo por el local y a veces lo vi jugar hasta tres y cuatro partidas al mismo tiempo, sin que al parecer le molestara el entrechocar de las bolas de billar o los intermitentes estampidos de la galería de tiro al blanco. Si ganaba obtenía quince centavos y el local se quedaba el resto, mientras que si perdía, ni uno ni otro obtenían un céntimo.

Me di cuenta de que era mucho mejor jugador de lo que se requería para aquel trabajo. Había ganado algunas partidas casuales a famosos internacionales. Un par de clubs de Manhattan le habían propuesto prepararlo para los grandes torneos, pero su falta de ambición lo mantuvo en el anonimato. A mí me parecía que consideraba al ajedrez demasiado banal para dedicarle seriamente su atención, aunque por otra parte estaba dispuesto a desperdiciar su vida en aquel local, a la espera de que ocurriera algo realmente importante, si es que llegaba a ocurrir alguna vez. Cierta vez había aumentado sus ingresos hasta cinco dólares, al enfrentarse al equipo de un club y ganarles a todos.

Lo conocí en la vieja casa de piedra arenisca donde ambos teníamos una habitación en el mismo piso. En aquel lugar me habló por primera vez del sueño. Acabábamos de jugar una partida y yo contemplaba ocioso las piezas esparcidas fuera del tablero y amontonadas en un pliegue de la manta de su cama. En el exterior soplaba un quejumbroso viento, que se mezclaba con el ruido del tráfico y con el zumbido de un defectuoso letrero de neón. Yo había perdido, pero estaba contento de que Moreland jamás me dejara ganar, como a veces hacía con los jugadores del local a fin de animarlos.

Para mis adentros me sentía realmente afortunado por haber podido jugar con Moreland, sin saber entonces que yo era probablemente el mejor amigo que tenía.

Yo acababa de decir algo. obviamente concerniente al ajedrez.

—¿Cree que ha sido una partida complicada? —inquirió, mirándome con intención burlona, sus oscuros ojos semejando ventanas redondas abiertas bajo pesados párpados—. Bueno, tal vez lo haya sido. Aunque juego una partida mil veces más complicada en mis sueños cada noche. Lo curioso es que la partida continúa noche tras noche. La misma partida. Realmente nunca duermo. Sólo sueño con la partida.

Entonces me contó, medio en broma medio en serio, lo que habría de protagonizar muchas de nuestras conversaciones.

Las imágenes de su sueño, tal como las describió, eran enormemente simples, sin la usual incongruencia que suele acompañarlas. Se trataba de un tablero tan grande que a veces tenía que caminar para mover sus piezas. Habla muchas más casillas que en el tablero de ajedrez, y aparecían coloreadas con diferentes tonalidades. El valor de las piezas variaba según el color de la casilla donde estuvieran. Por encima y bordeando el tablero no habla sino negrura, pero una negrura que sugería el infinito sin estrellas, como si la escena, tal como él la expresaba, estuviera ubicada en el punto culminante del universo.

Cuando despertaba no recordaba con precisión el conjunto de las reglas del juego, aunque sí algunos puntos aislados, incluyendo el interesante factor —que distinguía a este juego del ajedrez— de que las piezas de un adversario no eran iguales que las del otro. Estaba convencido, no sólo de que comprendía el juego a la perfección mientras soñaba, sino también de que era capaz de jugar con la peculiar destreza de los maestros del ajedrez. Era, dijo. como si su mente nocturna poseyera más dimensiones de pensamiento que su mente diurna, siendo capaz de realizar intuitivamente complejas series de movimientos que de ordinario habrían exigido un razonamiento muchísimo más lento.

—El sentimiento de incrementar el poder mental es ordinariamente un engaño onírico, ¿no es cieno? —añadió, lanzándome una aguda mirada—. Así pues, supongo que puedo decir que se trata de un sueño ordinario.

No supe cómo tomar esta última observación, de modo que aventuré una pregunta:

—¿Cómo eran las piezas?

Resultó que eran similares a las del ajedrez, si bien considerablemente estilizadas sin dejar de sugerir las formas originales —arquitectónicas, animales u ornamentales— que las habían inspirado. Aunque la similitud acababa aquí. Las formas inspiradoras, en la medida en que podía intuirlas, eran grotescas en extremo. Había torres terraplenadas sutilmente torcidas con respecto a la perpendicular, polígonos extrañamente asimétricos, que le hacían pensar en templos y tumbas, formas zoovegetales que desafiaban cualquier clasificación, y cuyos moldeados miembros y órganos externos sugerían una variada gama de funciones ignotas.

Las piezas más poderosas parecían estar moldeadas según el tenor de las formas vivas, pues portaban estilizadas armas y otros implementos, y vestían lo que parecían ser coronas y tiaras —un poco como el rey, la dama y el alfil del ajedrez—, en tanto que el esculpido señalaba voluminosos mantos y caperuzas. Pero no eran antropomórficos en ningún otro aspecto. Moreland buscó en vano analogías terrestres, mencionando los ídolos hindúes, los reptiles prehistóricos, la escultura futurista, calamares que portasen dagas en los tentáculos, inmensas hormigas, mantis religiosas y otros insectos con órganos fantásticamente adaptados.

—Creo que tendría que buscar planeta por planeta en el universo entero, antes de poder encontrar los modelos originales —dijo con el ceño fruncido—. Recuerde que nada hay vago ni confuso en lo que a las piezas se refiere. En mis sueños son tan tangibles como esta torre. —Tomó la pieza, la encerró en su mano durante un momento y luego la tendió sobre su palma—. Sólo en lo que sugieren subyace la vaguedad.

Era extraño, pero sus palabras parecieron abrir algún ojo onírico en mi propia mente, tanto que casi podía ver los objetos por él descritos. Le pregunté si sentía miedo durante su sueño. Replicó que las piezas, por unidades y en conjunto, le producían repugnancia: las basadas en formas de vida muy desarrolladas mucho más que las meramente arquitectónicas. Sentía aversión a tocarlas y moverlas. Había una pieza en particular que le producía una intensa y morbosa fascinación.

La identificaba como el Arquero, pues el arma que portaba daba la sensación de poder herir a distancia; pero como el resto, era más bien infrahumana. La describía como representando una clase intermedia y pervertida de forma vital, que hubiera ido más allá del poder intelectual humano, sin perder —antes bien incrementando— la crueldad en bruto y la malignidad. Era una de las piezas de su adversario que se encontraba reproducida en su bando.

El miedo y la abominación que le inspiraban eran a veces tan grandes que interferían en su comprensión estratégica del juego, y era tanto el terror que sentía que más de una vez había puesto en tela de juicio todo su juego, con tal de capturar aquella pieza, sacándola del tablero.

—Sólo Dios sabe cómo mi mente ha podido crear una entidad tan espantosa —acabó, sonriendo rápida y tímidamente—. Quinientos años atrás, y habría jurado que era el mismo diablo quien la había puesto ahí.

—A propósito del diablo —dije, sintiendo inmediatamente que mi petulancia era ridícula—, ¿contra quién juega usted en su sueño?

—Lo ignoro —contestó, frunciendo el ceño nuevamente—. Las piezas contrarias se mueven por sí mismas. Hago un movimiento, y luego, tras esperar durante lo que parece un eón, igual de nervioso que ante un movimiento ajedrecístico, una de las piezas contrarias comienza a sacudirse un poco y seguidamente a cabecear atrás y adelante. Gradualmente, el movimiento aumenta en extensión, hasta que la pieza pierde el equilibrio y pasa a dar tumbos a través del tablero, hasta alcanzar por último la casilla apropiada. Después, progresivamente, tal como comenzó, cesa el movimiento. No sé qué decirle, pero siempre me obliga a pensar en alguna inmensa, invisible y anciana criatura: astuta, egoísta y cruel. ¿Recuerda al viejo temblón del local recreativo? ¿El que siempre desliza las piezas sobre el tablero sin levantarlas, aferradas constantemente entre sus dedos? Es algo así.

Asentí Su descripción lo hacía muy vívido. Por vez primera comencé a pensar cuán desagradable tenía que ser un sueño semejante.

—¿Y prosigue noche tras noche? —pregunté.

—¡Noche tras noche! —afirmó con súbita firmeza—. Y siempre la misma partida. Lleva ahora más de un mes, y mis fuerzas comienzan a entablar abierta batalla con las de mi enemigo. Está minando mi energía mental. Quisiera que cesase. Tanto, que odio la hora de irme a dormir. —Hizo una pausa y prosiguió al cabo de un momento, sonriendo a la defensiva—. Parece raro y difícil de admitir que un sueño sea capaz de agotarlo tanto a uno. Pero si usted ha sufrido pesadillas alguna vez, entenderá de qué manera pueden nublar sus ideas todo el día. Aun así, no sé si soy lo bastante claro al tratar de exponerle la clase de sentimiento que me atenaza durante el sueño, mientras mi cerebro trata de aprehender el conjunto de la partida, planeando series de movimientos, una tras otra, calculando mil complejas posibilidades.

»Hay repugnancia, sí, y miedo. Ya se lo he dicho antes. Pero el sentimiento que domina es el de responsabilidad. No debo ni puedo perder la partida. Lo que depende de ello es algo más que mi propio bienestar. Hay implícita alguna especie de apuesta, aunque no estoy seguro de cuál pueda ser.

»Cuando somos niños, ¿no nos sentimos tremendamente inquietos por la razón que fuere, con la total ausencia de proporción que caracteriza la infancia? ¿No sentimos que todo, literalmente todo, depende de nuestra forma de conducir cualquier trivial acción, cualquier obligación secundaria, en la justa medida? Pues bien, cuando estoy soñando, tengo la sensación de que está en juego una apuesta tan inmensa como el destino de la humanidad. Un movimiento equivocado puede arrastrar al universo a una noche interminable. A menudo, en el sueño, estoy plenamente convencido de ello.

Su voz se extinguió, y se quedó contemplando las piezas del ajedrez. Hice algunas observaciones y empecé a contarle algo sobre una pesadilla que había tenido hacía poco, pero sonó a poco importante. Le di algunos consejos relacionados con sus costumbres, a propósito del tiempo que dedicaba al descanso, y aunque tampoco sonaron a muy importantes, los aceptó de buena gana. Ya me iba de vuelta a mi habitación, cuando dijo:

—¿No le parece divertido pensar que me pondré a reanudar la partida tan pronto caiga mi cabeza sobre esta almohada? —sonrió con inocencia y añadió—: Quizá termine antes de lo que espero. Ultimamente tengo la sensación de que mi adversario está tramando un ataque por sorpresa, aunque pretende hacerme creer que está a la defensiva.

Sonrió de nuevo y cerró la puerta.

Mientras aguardaba el sueño, con la vista perdida en esas confusas tinieblas que se encuentran más en los propios ojos que fuera de ellos, comencé a preguntarme si Moreland no necesitaría, más que ningún otro ajedrecista, un buen tratamiento psiquiátrico. Ciertamente, una persona sin familia, amigos ni ocupación fija es propensa a caer en aberraciones mentales. No obstante, daba la impresión de estar bastante sano. Quizás el sueño fuera una compensación ante el fracaso, por no poder usar plenamente la potencia de su prodigiosa mente ni siquiera como jugador de ajedrez. De hecho, se trataba de una visión grandiosa y satisfactoria, más allá de lo terrestre y con implicaciones de una habilidad mental inaudita.

Ante mí flotaron aquellos versos de los Rubaiyat que hablan del jugador de ajedrez cósmico que en todas direcciones mueve, da jaque y come piezas, y una tras otra las va depositando en la Fosa Común.

Recapacité entonces sobre la atmósfera emocional de sus sueños, los sentimientos de terror y responsabilidad infinita, las tremendas dudas y las cataclísmicas consecuencias —sentimiento que yo identificaba a tenor de mis propios sueños—, y los comparé con el insano y lúgubre estado del mundo (pues estábamos en octubre y la sensación de una catástrofe absoluta no se había enfriado aún), y pensé también en el millón de Morelands que deambulaban sin rumbo fijo, repentinamente golpeados al tomar conciencia del desesperado estado de cosas, de las inapreciables oportunidades perdidas para siempre en el pasado, y también de su propia indefinida —aunque segura— complicidad en el desastre.

Comencé a ver el sueño de Moreland como el símbolo de una última amarra, forcejeo excesivamente postergado contra las fuerzas implacables del destino. Y mis propios pensamientos nocturnos se pusieron a girar en torno a la fantasía de que unos seres cósmicos, ni dioses ni hombres, habían creado la vida humana mucho tiempo atrás por afán de experimentación, broma o ejercicio artístico, habiendo decidido ahora basar el futuro de su creación en el resultado de una partida de habilidad, jugada contra una de sus criaturas.

De pronto advertí que me encontraba completamente despierto y que la oscuridad no me proporcionaba el menor descanso. Encendí la luz y decidí impulsivamente ir a ver si Moreland se encontraba todavía levantado.

El vestíbulo estaba tan sombrío y fúnebre como en la mayoría de las casas de huéspedes a las tantas de la noche, e hice lo posible por minimizar los inevitables y secos pasos. Sin oír nada, me mantuve unos segundos inmóvil frente a su puerta. No llamé, sino que, apelando a nuestra familiaridad, empujé suavemente la hoja de madera, separándola apenas de su marco, a fin de no perturbar su descanso si se encontraba acostado. En aquel momento oí su voz, y fue tan certera mi impresión de que la voz provenía de muy lejos que inmediatamente retrocedí hasta el rellano de la escalera y llamé:

—Moreland, ¿está usted ahí abajo?

Sólo entonces reparé en lo que había dicho. Quizás era la propia peculiaridad de las palabras lo que las había obligado a registrarse en mi mente como una mera serie de sonidos.

—Mi aracnoide come a su escudero blindado. Mi posición amenaza —habían sido las palabras. De pronto se me ocurrió que en su forma general, se trataba de expresiones que tan frecuentemente se dan en el ajedrez, por ejemplo: Mi torre captura a su alfil. Jaque. Pero en el ajedrez no hay piezas tales como aracnoide o escudero blindado; y no sólo en el ajedrez, tampoco en ningún juego conocido por mí.

Retrocedí automáticamente hasta la habitación, aunque dudaba todavía que estuviera allí. La voz había sonado desde muy lejos, desde el exterior del edificio, a lo sumo desde alguna zona remota del mismo. Sin embargo, allí estaba Moreland tumbado en su cama, la cara hacia arriba, revelada por la luz de un distante anuncio eléctrico que se encendía y apagaba a intervalos regulares. El ruido del tráfico, que desde el vestíbulo había sido casi inaudible, convertía la semioscuridad en algo intranquilo e irritantemente vivo. El defectuoso rótulo de neón todavía zumbaba como lo hiciera a la caída de la noche.

Me deslicé hasta él y lo contemplé. Su rostro, más pálido de lo normal a causa de alguna cualidad de la luz intermitente, tenía la expresión de una penosa e intensa concentración: la frente fruncida en trazos verticales, los músculos alrededor de los ojos contraídos, los labios formando una apretada línea. Me pregunté si debía despertarlo. Me encontraba completamente saturado de la presencia de la murmurante ciudad impersonal que nos rodeaba —bloques y más bloques de existencia reservada, rutinaria y distanciada—, y el contraste hizo que su durmiente rostro pareciera en extremo sensitivo, individual y desprotegido, como algún suave aunque intencionadamente tenso organismo que ha perdido su caparazón protector.

Mientras aguardaba sin decidirme, sus labios se entreabrieron un poco sin perder nada de su tirantez. Aquellos labios hablaron, y por segunda vez la impresión de distancia fue tan apremiante que, a pesar mío, miré por encima de mi hombro más allá de la polvorienta y levemente iluminada ventana. En aquel momento comencé a temblar:

—Mi espiraloide se retuerce hasta la decimotercera casilla del dominio del soberano verde —fueron sus palabras, aunque yo sólo prestaba oídos a las cualidades de su voz.

Alguna especie inconcebible de distanciamiento le había despojado de toda riqueza, vocalidad y sobretonalidad, de manera que lo que yo oía no parecía sino hueco, metálico y clara e hirientemente quejumbroso, como las voces que a veces se oyen al aire libre, desde lo alto de un elevado tejado o allí donde se ha establecido una mala conexión telefónica. Me sentí víctima de una espantosa decepción, y no obstante sabía que la ventriloquia concierne a la ausencia de movimiento en los labios y a una hábil sugestión, más que a cualquier real y convincente cambio en la cualidad de la voz misma.

Contra mi voluntad surgieron en mi mente visiones de un espacio infinito y tinieblas sin fin. Me sentía como si estuviera siendo arrebatado de este mundo, de modo que Manhattan parecía alejarse a mis pies como una negra y asimétrica punta de lanza delimitada por lóbregas aguas, y luego mi velocidad aumentó hasta que la Tierra, el sol, las estrellas y las galaxias se perdieron y me encontré más allá del universo. A tal punto me afectó la cualidad de la voz de Moreland.

No soy capaz de decir cuánto tiempo permanecí allí esperando que hablara de nuevo, con los ruidos de Manhattan fluyendo a mi alrededor aunque sin afectarme, y el anuncio eléctrico encendiéndose y apagándose imperturbablemente, semejante al latido de un reloj. Sólo podía pensar en la partida que se estaba jugando y preguntarme si el adversario de Moreland había hecho su movimiento de respuesta, y si las cosas iban a favor o en contra de Moreland. Su rostro nada podía decirme; la intensidad de su concentración no había cambiado.

Durante aquellos momentos, posiblemente minutos, permanecí allí inmóvil, creyendo implícitamente en la realidad de la partida. Como si yo mismo fuera el que de algún modo me encontrara soñando, no podía cuestionar la racionalidad de mi fe, ni romper el hechizo que me tenía sujeto. Cuando por último sus labios se separaron un poco y de nuevo experimenté aquella impresión de imposible, espectral ventriloquia —las palabras fueron esta vez: Mi criatura cornúpeta salta sobre la torre retorcida, amenazando al arquero—, mi miedo rompió las ataduras que como fuera me controlaban y salí de estampida hacia la puerta.

Entonces sucedió lo que, de forma indirecta, fue la parte más extraña de todo el episodio. En el tiempo que me llevó recorrer la longitud del pasillo que me conducía hasta mi habitación, la mayor parte de mi miedo y la mayor parte del sentimiento de absoluta extrañeza y posesión de ultratumba que me dominaran mientras contemplaba el rostro de Moreland se extinguieron tan prestamente que casi olvidé cuán intensas habían llegado a ser tales sensaciones. Ignoro por qué ocurrió tal cosa.

Tal vez porque el insalubre reino del sueño de Moreland era grotescamente desemejante de cuanto existe en el mundo real. Fuera cual fuese la causa, en el momento de abrir la puerta de mi cuarto ya estaba yo pensando que tales pesadillas no podían corresponder a un hombre sano y que quizá debiera Moreland consultar a un psiquiatra. Aunque si era sólo un sueño. Me sentí completamente agotado y estúpido. A los pocos minutos ya estaba dormido. Sin embargo, algunos fantasmas de las emociones originales se habían indudablemente rezagado, pues a la mañana siguiente desperté con el temor de que algo le había ocurrido a Moreland.

Tras vestirme precipitadamente, llamé a su puerta; la habitación, empero, se encontraba vacía, y la cama todavía deshecha. Pregunté a la patrona y me respondió que había partido a las ocho y cuarto, como era habitual en él. Aquel dato no bastó para satisfacer mi vaga ansiedad. Pero dado que mi búsqueda de trabajo se orientaba ese día en la dirección del local recreativo, eso me daba una excusa para dejarme caer por allí. Moreland estaba colocando las piezas sobre el tablero frente a un tipo de rasgos eslavos, al tiempo que jugaba dos partidas rápidas con otros dos individuos. Tranquilizado, me marché sin molestarlo.

Aquella tarde tuvimos una larga charla sobre los sueños en general y, para mi sorpresa, lo encontré muy preparado sobre la materia y científicamente cauto en sus pareceres. De hecho, para mi disgusto, fui yo quien introdujo toda suerte de dudosos lugares comunes, como la clarividencia, la telepatía mental, la posibilidad de extrañas conexiones, y otras distorsiones del tiempo y el espacio durante el estado onírico. Alguna extraña resistencia a admitir que me había introducido en su habitación la pasada noche me llevó a no decirle cuanto había visto y oído, aunque él me contó libremente que había adquirido otra perspectiva sobre el sueño.

Parecía adoptar una actitud más filosófica ahora que había confrontado sus experiencias con alguien. Juntos especulamos las posibles fuentes diurnas de su sueño. Hasta después de las doce no nos dimos las buenas noches. Me alejé con el ánimo algo caído, vagamente insatisfecho. Creo que el miedo que había experimentado la noche anterior y luego casi olvidado debió de haber estado royéndome interiormente.

A la tarde siguiente el tema volvió a abrirse paso. Pensando que Moreland tenía que estar cansado de tanta charla sobre sueños, lo fui atrayendo hasta una partida de ajedrez. Pero en mitad de la partida apartó una pieza que estaba a punto de mover y dijo:

—¿Sabe?, ese maldito sueño me está resultando ya verdaderamente fastidioso. Resultaba que su soñado adversario había lanzado finalmente su ataque tan largamente planeado, y que el sueño en sí se había transformado en una especie de pesadilla. Es muy parecido a lo que ocurre en una partida de ajedrez —explicó—. Uno prosigue confiando en que la posición propia es correcta y que lleva la partida de la manera más lógica y consecuente. Cada movimiento del adversario resulta ser aquel que uno ha previsto. Llega un momento en que te sientes casi omnisciente. De repente, el otro ejecuta un movimiento de ataque totalmente inesperado. Por un momento, piensas que se trata de un disparate absurdo que el otro comete. Pero entonces te detienes, observas el juego más concienzudamente, y adviertes que hay algo que se te ha pasado por alto y que el ataque del contrario es realmente peligroso. Entonces te pones a sudar.

»Naturalmente, siempre he experimentado miedo, ansiedad y hasta un sentido de alta responsabilidad durante el sueño. Pero mis piezas eran como un muro que me protegía. Ahora sólo puedo ver resquebrajaduras en ese muro; cualquiera entre un centenar de puntos débiles puede ser previsiblemente roto. Y yo me pregunto si podré responder adecuadamente y con aptitud de conjunto, cuando cualquiera de sus piezas comience a atacar y a darme jaque, y lleve a cabo toda la serie de movimientos posibles que puede desarrollar. La noche pasada creí ver un movimiento de estas consecuencias, y el terror que se apoderó de mí fue tan intenso que todo pareció girar, y creí perderme y hundirme en un abismo de millones de millas de vacío.

»Todavía en el momento de despertar me puse a reconsiderar en qué podía haberme equivocado, y advertí que mi posición, aunque en peligro, se mantenía aún segura. Fue algo tan vívido que casi traje conmigo, a mi conciencia de vigilia, aquel razonamiento; sin embargo, algunos de los eslabones de la cadena mental del sueño se desgajaron, como si mi conciencia diurna no fuera lo bastante grande para albergar la onírica.

También me contó que su fijación con «el arquero» se estaba convirtiendo en una creciente preocupación. Le llenaba de una clase especial de terror, diferente en cualidad pero quizá de tono superior al que en él engendraba el sueño considerado como un todo: un terror morboso y demente, caracterizado por la intensidad de la repugnancia, la exasperación histérica, y una gama múltiple y variada de temerarios impulsos suicidas.

—No puedo desembarazarme de la sensación de que ese ser bestial tiene que ser, de alguna manera poco clara y subterránea, la clave de mi derrota —dijo.

Me pareció que estaba muy cansado, aunque su rostro poseía las cualidades precisas para no manifestar ninguna clase de fatiga, y me sentí preocupado por su bienestar físico y nervioso. Le sugerí que consultara a un médico (evité decir psiquiatra) y le señalé que los somníferos tal vez le fueran de alguna ayuda.

—Sin embargo en un sueño más profundo serían más vívidas y reales las imágenes —Sonrió sarcásticamente—. No, creo que prefiero jugar la partida bajo las presentes condiciones.

Me alegré de que considerara todavía el sueño como un fenómeno psicológico interesante y eventual (si podía verlo como alguna otra cosa era algo que no me detuve a analizar). Incluso admitiendo ante mí la excepcional intensidad de sus emociones, seguía manteniendo una especie de aire festivo. Cierta vez comparó su sueño con los delirios paranoicos de persecución, y me preguntó si lo considerarían bastante bueno como para admitirlo en un manicomio.

—Así podría olvidarme del local recreativo y dedicar todo mi tiempo a mi sueño ajedrecístico —dijo, riendo vivamente al ver que yo empezaba a preguntarme si la observación la habría hecho medio en serio.

No obstante, alguna parte de mí mismo no estaba convencida de la actitud de Moreland, y cuando, más tarde, me encontré rodeado de oscuridad, mi imaginación acometió el perverso impulso de dibujar el universo como un inmenso coliseo en el que cada criatura se encuentra condenada a mantener una mortal partida de habilidad contra demoníacas mentalidades que, a pesar de poder adoptar la posición del gato que juega con el ratón, están siempre seguras de su maestría final, o al menos casi seguras, de modo que sería un verdadero milagro que perdieran.

Me sorprendí comparándolas con ciertos jugadores de ajedrez que, enfrentados por casualidad a un oponente de habilidad imbatible, se dedican a desarrollar desagradables amaneramientos personales a fin de ponerlo nervioso, exasperarlo y destrozar la lucidez de su planteamiento. Tal humor coloreó la propia nebulosa de mis sueños, persistiendo durante el siguiente día. Mientras caminaba por las calles me sentí invadido por una ansiedad omnipresente, experimentando tirantez y nerviosa miseria en cada rostro que se cruzaba conmigo.

Por una vez me pareció que era capaz de mirar por debajo de la máscara con que cada persona se cubre, y que se muestra tan característicamente pronunciada en una congestionada ciudad, y ver también lo que yace en lugar tan soterrado: la sensitividad ególatra, la irritación a punto de estallar, los anhelos frustrados, los fracasos… y, por encima de todo, la ansiedad, demasiado mal definida y sin un objeto preciso para ser llamada miedo pero que infecta cada pensamiento, cada acto, convirtiendo las cosas triviales en monstruosidades horribles. Me pareció entonces que los factores sociales, económicos y psicológicos, incluso la guerra y la muerte, devenían insuficientes para dar cuenta de tal ansiedad, y que en definitiva no era otra cosa que consecuencia de algo dudoso y horrible, que formaba parte de la propia constitución del universo.

Aquella tarde estuve en el local. Sentí que algo había cambiado, pues la abstracción de Moreland no era el calculador fastidio que tan familiar me resultaba, y su angustia era evidente. Uno de sus tres oponentes, después de removerse con inquietud, llamó su atención sobre un movimiento y Moreland sacudió la cabeza como si hubiera estado dormitando. Rápidamente realizó un movimiento de réplica y no tardó en perder la dama y la partida entera, merced a un descuido igualmente elemental. El encargado del local, un hombre grande y forzudo, se acercó y se colocó detrás de Moreland, su mofletudo rostro impasible, observando y estudiando la posición de las piezas de la última partida, que Moreland acababa también de perder.

—¿Quién ha ganado? —preguntó el encargado.

Moreland señaló a su adversario. El encargado gruñó entre dientes y se alejó. Nadie más se sentó a jugar. Se acercaba la hora de cerrar. No estaba seguro de si Moreland había advertido mi presencia, pero después de un rato se levantó y me hizo una señal de asentimiento, y luego recogió su sombrero y su abrigo. Caminamos juntos el largo trecho que nos separaba de nuestra casa. Apenas soltó palabra, y mi sensación de morbosa penetración en el mundo que me rodeaba persistió, obligándome a guardar silencio. Su manera de andar era la de siempre, largas zancadas sin doblar las rodillas, las manos en los bolsillos, el sombrero calado, el ceño fruncido, mirando el suelo tres metros más allá.

Cuando llegamos a casa, tomó asiento sin quitarse el abrigo y dijo:

—Evidentemente, ha sido el sueño lo que me ha hecho perder algunas partidas. Cuando desperté esta mañana era terriblemente vívido, y recordaba casi con exactitud la posición concreta y el conjunto de las reglas. Me puse a hacer un diagrama.

Señaló un pedazo de papel de envolver que había sobre la mesa. Precipitadas líneas cruzadas, incompletas, representaban lo que parecía ser la esquina de un modelo infinitamente mayor. Podían verse cerca de quinientas casillas. Sobre algunas de ellas había marcas y nombres que indicaban piezas, y una variedad de flechas mostraban su capacidad de movimiento.

—Me costó mucho trabajo —dijo angustiadamente—. Luego comencé a olvidar. Aunque el modelo todavía se encuentra muy cercano a mi recuerdo. Como un enigma matemático que no se llega a comprender del todo. Algunos segmentos del tablero se mantienen vívidos en mi mente todo el día, tanto que creo que con un mayor esfuerzo sería capaz de recomponer el resto. Sin embargo, no puedo.

»Voy a perder, ya lo sabe usted —prosiguió con un cambio en la voz—. Se trata de esa pieza que llamo el arquero. La pasada noche no pude concentrarme en el tablero; era como si neutralizara mis ojos. Lo más terrible es que se trata de la pieza fundamental del ataque de mi adversario. Sufro por capturarla. Pero no puedo; también es un cebo, la carnada de la trampa estratégica que mi adversario me tiende. Si le capturase arriesgaría la partida entera. De modo que tengo que verla acercarse más y más, posee un desagradable tipo de movimiento a saltos, en dos direcciones, sabiendo que mi única oportunidad consiste en permanecer incólume hasta que mi adversario sobrepase los límites y yo pueda contraatacar. Pero no seré capaz de aguardar. Pronto, esta noche quizá, mis nervios estallarán y me veré obligado a capturarla.

Yo permanecía estudiando el diagrama con gran interés, y sólo oí a medias lo que dijo luego: una descripción del aspecto global del arquero. Le oí decir algo acerca de una cabeza pentalobulada, la cabeza casi oculta por una caperuza, apéndices, cada uno con cuatro junturas, sobresaliendo por debajo del manto, un arma de ocho puntas con ruedas y palancas alrededor, y pequeños receptáculos en forma de bolsa, como destinados al veneno, la postura sugiriendo que prepara el arma para afinar la puntería, todo intrincadamente tallado en alguna lustrosa piedra roja moteada de tonos violeta, una expresión de bestial y sobrenatural malevolencia.

Justo en aquel momento mi atención se fijó repentinamente en el diagrama y experimenté un terrible escalofrío de excitación, pues acababa de reconocer dos nombres familiares, nunca mencionados por Moreland durante la vigilia. El aracnoide y el soberano verde. Sin detenerme a recapacitar, le conté que había estado escuchando sus palabras mientras dormía tres noches atrás, y le dije que las peculiares frases que enunciara encajaban perfectamente con las notas del diagrama. Mi informe brotó con melodramático apresuramiento. Mi descubrimiento de las notas, no excepcionalmente asombroso en sí mismo, me produjo probablemente tal impresión porque hasta entonces había olvidado extrañamente (quizá reprimido) el intenso pavor que experimentara al contemplar a Moreland durmiendo.

Antes de terminar, sin embargo, advertí la creciente ansiedad de su expresión, y me di cuenta de que lo que le estaba diciendo no era precisamente lo más adecuado para su estado presente. De manera que comencé a atenuar la importancia de los inquietantes elementos que había contenido su voz —sobre todo la intensa sensación de lejanía—, así como el miedo que engendraran en mí. Aun así, resultaba obvio que había sufrido un gran golpe. Por unos instantes pareció al borde de un ataque nervioso, levantándose y caminando de un lado a otro con agitación, realizando grotescos movimientos, pronunciando absurdas palabras, aproximándose más y más al diabólico convencimiento de la realidad de su sueño —que parecía haberse intensificado a causa de mis palabras—, estallando por último en una exangüe petición de ayuda.

Tal petición tuvo un efecto inmediato en mí, haciéndome olvidar los salvajes pensamientos que me agobiaban y situando todos los objetos de este mundo a un nivel humano. Todos mis instintos corrieron en ayuda de Moreland, y de nuevo vi el conjunto de la historia como un caso exclusivamente propio de la psiquiatría. Nuestros papeles habían cambiado. Yo había dejado de ser su auditorio enterado a medias para convertirme en el amigo a quien se pide consejo. Aquello, más que ninguna otra cosa, me produjo un sentimiento de seguridad, e hizo que mis anteriores especulaciones pareciesen infantiles o propias de un loco. Me sentí satisfecho de mí mismo por haber contenido el alud de su imaginación, e hice todo cuanto pude por seguir lográndolo.

Al cabo de un rato, mis repetidas medidas tranquilizadoras comenzaron a surtir efecto. Se fue calmando, y nuestra charla devino razonable una vez más, aunque más adelante en la conversación recurriría a mí acerca de algún punto particular que le preocupaba. Descubrí por vez primera la importancia que había tomado para él el sueño. En el curso de sus solitarias meditaciones, me dijo, a veces había llegado al convencimiento de que su mente abandonaba su cuerpo, mientras éste soñaba y viajaba a través de inconmensurables distancias hasta algún reino más allá del cosmos, donde se jugaba la partida.

Se encontraba poseído por la impresión, afirmó, de acercarse demasiado peligrosamente a los íntimos secretos del universo y descubrir que, al cabo, no eran sino perversos y maléficos. A menudo le sobrecogía el temor de que el camino que mediaba entre su mente y el reino de la partida fuera «ampliado» hasta tal punto que él mismo resultara absorbido corporalmente del mundo, según sus propias palabras.

Creía firmemente que perder la partida supondría una amenaza para el mundo entero, y lo creía ahora de una manera más contundente de cuanto con anterioridad me confiara. Había establecido una espantosa relación entre el desarrollo de la partida y el de la guerra, y estaba comenzando a creer que las últimas consecuencias de esta última —aunque no necesariamente la victoria de uno u otro bando— dependían del resultado de la partida.

A veces había llegado a sentirse tan abrumado, me confesó, que su único alivio consistía en pensar que, ocurriera lo que ocurriese, jamás podría convencer a ningún otro de la realidad de su sueño. Siempre existiría la alternativa de verlo como una manifestación de insanía o de exceso de imaginación. Independientemente de cuán vívido pudiera resultar, jamás sería capaz de aportar pruebas concretas y objetivas.

—Usted me vio dormir, ¿no es cierto? Precisamente sobre ese mismo lecho. Y me oyó hablar en sueños acerca de la partida. Pues bien, eso prueba que no se trata sino de un sueño, ¿no le parece? En justicia, usted no podría creer ninguna otra cosa, ¿me equivoco?

Ignoro por qué aquellas últimas preguntas ambiguas tuvieron tal efecto de reafirmación sobre mí, que tan sólo tres noches atrás me encontraba temblando ante el indescriptible tono de la voz que surgía entre sus sueños. Pero así fue. Parecieron como el sello de un acuerdo entre nosotros, por el que asumíamos que sus sueños eran sólo sueños y nada significaban. Comencé a sentirme más bien alegre y autosatisfecho, al igual que un médico que devuelve la salud a su paciente tras una peligrosa crisis. Me dirigí a Moreland de una forma que ahora advierto no era sino pomposamente compasiva, sin parar mientes en cuán desalentados eran sus obedientes asentimientos.

Dijo poco más tras aquellas últimas preguntas. Hasta lo persuadí para que fuéramos a una casa de comidas de la vecindad para tomar un refrigerio nocturno, como si —¡Dios me perdone!— yo estuviera celebrando mi triunfo sobre su sueño. Cuando nos sentamos ante el no demasiado sucio mostrador, encendiendo sendos cigarrillos y saboreando café caliente, advertí que estaba volviendo a sonreír, lo cual vino a sumarse a mi satisfacción. Qué ciego estaba yo ante el supremo abatimiento y la sumisa desesperanza que se ocultaban bajo aquellas sonrisas. Al dejarlo a la puerta de su habitación, me tomó bruscamente la mano y dijo:

—Quisiera expresarle mi agradecimiento por la forma en que ha procurado desembarazarme de este embrollo. —Yo hice un gesto desaprobador—. No, espere —continuó—, significa mucho para mí. De modo que… muchas gracias.

Me alejé con un sentimiento de satisfacción cercano a la virtud. Estaba despojado de toda aprensión. Tan sólo me sentía propenso a la divagación filosófica en torno a las extrañas y variadas formas que el miedo y la ansiedad pueden asumir en nuestra civilización, tan digna de piedad.

Nada más vestirme a la mañana siguiente, me encontré ante su puerta y la empujé sin esperar siquiera a que Moreland me invitara a entrar. Por una vez, al menos, la luz del sol penetraba a través de la polvorienta ventana. Entonces lo vi, y todas las demás cosas de este mundo dejaron de existir.

Yacía sobre las arrugadas ropas de la cama, medio oculto en un pliegue de la manta. Era algo de unos veinticinco centímetros de altura, tan sólido como podría serlo una estatuilla, e innegablemente real. Pero a la primera ojeada supe que su forma no guardaba ninguna relación con criatura terrestre alguna. Esta circunstancia habría sido tan evidente para quien no entendiera nada de arte como para un experto. También supe que la sustancia roja, moteada de violeta, en la que había sido esculpida o moldeada no encontraba clasificación entre las gemas y minerales de la tierra.

Todos los detalles coincidían. La cabeza pentalobulada medio oculta por la caperuza. Los apéndices, cada uno con cuatro junturas, que sobresalían por debajo del manto. El arma de ocho puntas, con ruedas y palancas alrededor, y los pequeños receptáculos en forma de bolsa, como destinados al veneno. La postura sugiriendo que preparaba el arma para afinar la puntería. La expresión de bestial y sobrenatural malevolencia.

No cabía duda; aquél era el objeto que había obsesionado a Moreland en su sueño. El que lo había fascinado y horrorizado, y lo había puesto al borde del colapso nervioso, tal como empezaba a hacer ahora conmigo. El objeto que había constituido la avanzadilla —y el cebo— del ataque de su oponente y cuya captura —y al parecer no había duda de que se había producido— indicaba probablemente una derrota de imprevisibles consecuencias. El objeto, en fin, que había logrado ser atraído por un camino abierto a través de distancias inimaginables, desde un reino de locura que gobernaba el universo.

No cabía duda, se trataba del arquero.

No demasiado consciente de lo que me impulsaba, a no ser el miedo, o de cuál era mi propósito, huí de su cuarto. En ese mismo instante me di cuenta de que debía encontrar a Moreland. Nadie lo había visto salir de la casa. Me pasé el día buscándolo por todas partes. En el local recreativo. En clubes de ajedrez. En bibliotecas.

Cuando volví era ya de noche. Me obligué a entrar en la habitación de Moreland. La estatuilla había desaparecido. Interrogué a los demás habitantes de la casa pero ninguno sabía nada. No obstante, imaginé que, puesto que «el arquero» era sin duda una pieza de gran valor, que además carecía de connotaciones terroríficas para quienes no conocían su historia, lo más probable era que se hallase ya en manos de algún excéntrico y acaudalado coleccionista. Otros muchos objetos habían desaparecido de modo similar en el pasado.

También podía ser que Moreland hubiese vuelto sigilosamente a recogerla. De lo que no me cabía duda alguna era de que no procedía de la Tierra.

Y si bien existen razones que hacen temer lo contrario, tengo la sensación de que, esté donde esté —en alguna pensión barata o algún manicomio— si no es que la partida se ha perdido ya y ha empezado el castigo, Albert Moreland sigue jugando una increíble partida de terroríficas e imprevisibles consecuencias.

Fritz Leiber (1910-1992)

 ¿Qué es el liberalismo? 🧭🧠

El liberalismo cree en el individuo y en su necesidad fundamental de libertad para buscar el sentido de su vida. exploremos de qué trata este principio

UN INCISO PERSONAL: Como este blog, afortunadamente para mi, lo leen también personas de habla inglesa, y mas concretamente, Estadounidenses, debo recordar que, el concepto «liberalismo», es distinto según se vea en Estados Unidos o en España. Aquí, el liberalismo es, poco mas o menos, lo que en Estados Unidos llaman «Libertarians».

Y de «Extrema Derecha» NADA, eso es otro embuste de la izquierda y la progresia actual, que son totalmente panfletarios, no piensan, no opinan con opinión propia, fijense bien en como discuten, te hablan en lenguaje «panfletario», es decir, solo mentan consignas partidistas y/o dogmáticas, lo que les ordenan que digan siempre, por eso son colectivistas, porque como individuos son un FRACASO.

¿Desde cuando la extrema derecha defiende la libertad individual y las bajadas de impuestos? Mas de uno o dos mil millones deberían repetir bachillerato, al menos la asignatura de historia.

También muchos, sencillamente, son una panda de vagos que pretende vivir de subvenciones, el ejemplo mas clásico, los enlaces sindicales, menuda panda de parásitos.

Y terminado el inciso, pasamos a la parte didáctica del post:

POR: DESTACADAS

El camino más directo hacia los fundamentos políticos es preguntarse: ¿Qué deben hacer los gobiernos? Los diferentes «ismos» -liberalismo, socialismo, fascismo, etc.- responden a esta pregunta basándose en sus valores más preciados, sosteniendo que el propósito del gobierno es alcanzar esos valores.

Sin embargo, las sociedades son complejas y creamos muchos tipos de instituciones sociales -empresas, escuelas, amistades y familias, equipos deportivos, iglesias/sinagogas/mezquitas/templos, asociaciones dedicadas a actividades artísticas y científicas, gobiernos, etc.- para alcanzar nuestros valores más importantes.

Así que la siguiente pregunta es: ¿Qué tiene de único el gobierno, tanto en términos de qué valores es responsable de alcanzar, como de cómo debe hacerlo?

Un gobierno es una institución social que se distingue por dos rasgos: (1) sus principios se aplican a toda la sociedad, y (2) se promulgan mediante la fuerza física o la amenaza de la fuerza física. Es decir, los gobiernos reivindican y practican la universalidad y la coacción.

En estos dos aspectos, el gobierno se distingue de otras instituciones sociales, como las empresas, las asociaciones religiosas, los equipos deportivos, etc., que son particulares y voluntarias. No todo el mundo en una sociedad hace negocios con una determinada empresa, se afilia a una determinada asociación religiosa, practica un determinado deporte o participa en un determinado grupo musical. Y cuando un miembro de una de esas instituciones sociales no está de acuerdo con alguna de sus normas o las incumple, lo más que puede hacer esa institución es desvincularse de ese miembro. 

Un gobierno, por el contrario, reclama y promulga la autoridad para aplicar sus normas a todos los miembros de una sociedad. Además, reclama y promulga la autoridad para utilizar la fuerza física contra quienes infringen sus normas: confiscación, encarcelamiento, ejecución. Es una institución universal de coacción.

Por consiguiente, las preguntas clave a las que hay que responder cuando se define el papel adecuado y basado en principios del gobierno son: ¿Qué principios son tan importantes que todos los miembros de la sociedad deben respetarlos y vivir de acuerdo con ellos? ¿Qué principios son tan importantes que puede utilizarse la fuerza física contra quienes los violan?

Es decir, la cuestión del poder gubernamental requiere una profunda reflexión moral.

Y eso es lo que pone a los diversos «ismos» en conflicto entre sí, ya que el liberalismo, el socialismo, el fascismo, etc., aportan a su política valores, jerarquías de valores y justificaciones filosóficas de sus valores diferentes, a menudo fundamentalmente diferentes.

La respuesta liberal a las cuestiones de valores es, por supuesto, decir que la libertad es el valor político supremo. Por liberalismo entiendo la filosofía social que hace fundamental la libertad del individuo en todos los ámbitos de la vida -artístico, religioso, económico, sexual, político, etc.-.

Las reivindicaciones políticas clave del liberalismo son que todos los individuos tienen derecho a la libertad y que todos los individuos deben respetar las libertades de los demás. Este es el elemento de universalidad. Cualquier individuo que viole la libertad de otro puede ser sometido a la fuerza física. Este es el elemento de coacción. La justificación del poder social único del gobierno se basa, pues, en el valor de la libertad.   

Todos los demás valores que deben alcanzarse socialmente, dice el liberalismo, deben ser perseguidos por instituciones particulares y voluntarias. El trabajo de las empresas particulares es perseguir la riqueza con aquellos que eligen asociarse con ellas. El trabajo de las instituciones religiosas particulares es perseguir el culto con aquellos que eligen hacerlo de manera similar. La misión de los deportes consiste en superar retos físicos con quienes deciden participar en ellos. El trabajo de las asociaciones musicales es perseguir valores estéticos con aquellos que eligen interesarse. Y así sucesivamente.

La mayor parte del trabajo de la sociedad, según el liberalismo, debe ser realizado fuera del sector político por instituciones particulares formadas voluntariamente. El trabajo del gobierno, por el contrario, consiste en utilizar su poder universal y compulsivo al servicio de un valor: la protección de la libertad de los individuos cuando persiguen los valores que han elegido.

Por decirlo de forma negativa, no es tarea del gobierno proporcionarnos amistades y vidas románticas y familiares enriquecedoras, ni empleos bien remunerados o satisfacción espiritual, ni conocimientos científicos o experiencias estéticamente sublimes. Es nuestra responsabilidad personal buscarlas y crearlas por nosotros mismos, individual y/o socialmente como parte de instituciones voluntarias. La tarea del gobierno es sólo proporcionar el espacio de libertad para hacerlo.

Para proteger las libertades, los gobiernos liberales diseñan una red de elementos institucionales. Especifican las libertades religiosas, los derechos de propiedad, los derechos de libertad de expresión, las libertades para dedicarse a actividades comerciales, la libertad artística y otras. Establecen policías, tribunales y prisiones para investigar a quienes violan las libertades de los demás y para reprimir a los culpables de hacerlo.

Y, lo que es más singular entre las filosofías políticas, los gobiernos liberales imponen limitaciones explícitas al alcance y al poder del propio gobierno -especialmente teniendo en cuenta las lecciones históricas de abusos a menudo terribles del poder gubernamental- para disminuir el riesgo de que el propio gobierno viole las libertades.

Sin embargo, los defensores de otras filosofías políticas no están de acuerdo, y el debate está servido. ¿Es realmente la libertad el valor político más importante? ¿Qué hay de la seguridad, la prosperidad, la igualdad, la justicia, la paz, la eficacia o la pureza espiritual? ¿Es la libertad compatible o está en tensión con ellos? En cualquier caso, ¿por qué priorizar la libertad?

El radicalismo del liberalismo suele resultar desalentador para sus oponentes. En parte, esto se debe a que el liberalismo es relativamente nuevo en la historia de la humanidad, tras milenios de tribalismo, feudalismo y muchos tipos de autoritarismo. Fuertes elementos del liberalismo tuvieron un éxito efímero en la Grecia y la Roma clásicas, más recientemente en algunos Estados italianos y bálticos del Renacimiento, y podría decirse que en algunos otros lugares. Sólo en los últimos siglos el liberalismo se ha convertido en un contendiente importante en la teoría y en la práctica, y sólo en algunas partes del mundo.

Además, aparte de la resistencia de las formas tradicionales de política, el liberalismo se enfrenta a la formidable oposición de otros recién llegados, como los socialismos modernos, los fascismos, los autoritarismos jerárquicos actualizados y los sistemas que intentan mezclarlos.

Los socialismos y los fascismos rechazan fundamentalmente que el liberalismo dé prioridad a los individuos y, en su lugar, hacen del colectivo el valor supremo, sosteniendo que los individuos y sus bienes pertenecen a su colectivo preferido. En consecuencia, concluyen que el gobierno debe desplegar su poder compulsivo universal para utilizar a los individuos y sus bienes en nombre del colectivo. 

Los autoritarios jerárquicos rechazan fundamentalmente que el liberalismo dé prioridad a la libertad y, en su lugar, hacen de la posesión del poder en sí el principal valor político. O argumentan que algunos individuos son más merecedores del poder, ya sea por sus diferentes dotes naturales o sobrenaturales y/o por su éxito en la lucha por adquirirlo. En consecuencia, sostienen que el poder compulsivo universal del gobierno puede y debe utilizarse al servicio de los valores que decidan sus poseedores.

Aunque todos los «ismos» reconocen que el gobierno es una institución social con un poder único, difieren en los valores que justifican el uso por parte del gobierno de su poder único. Es decir, la política depende de creencias filosóficas más fundamentales sobre la moralidad, la naturaleza humana y el sentido de la vida.

El liberalismo cree en el individuo y en su necesidad fundamental de libertad para buscar el sentido de su vida. Otros «ismos» devalúan al individuo y/o niegan la importancia de la necesidad de libertad de cualquier individuo.

El liberalismo ha tenido un éxito rotundo en el mundo moderno, pero las sociedades son complejas y unos cuantos siglos es poco tiempo para teorizar, experimentar e institucionalizar la política. Así pues, el liberalismo es un proyecto en curso. No está en contra de conservar los logros políticos de generaciones anteriores, algunos de los cuales son ahora tradiciones, siempre que esos logros estén justificados por sus efectos de mejora de la libertad. Y está comprometido con la reforma continua o la abolición total de cualquier tradición política antiliberal que siga existiendo.

Es un trabajo en curso.

El Gran Tinglado de la Culturilla

Dados los medios de que dispone, nuestro mundo podría y debería ser el más refinadamente culto de toda la historia. Pero no lo es. Es todo lo contrario.

Por Javier Ruiz Portella

Dieciocho universidades, tanto públicas como privadas, hay nada más que en Madrid. Ochenta y tres en toda España. Otros países, sin embargo, aún nos ganan; como Italia, con 97; o Alemania, con 108; o Gran Bretaña, con 160. Sólo Francia, inculto país, según el criterio de la cantidad, se queda con tan sólo 54 universidades.

La conclusión parece saltar a la vista. Estamos viviendo un espectacular auge cultural. Enormes son las ansias de saber. Caudalosos fluyen los ríos por los que navegan, envueltos en ciencia, arte y belleza, los tripulantes de «la generación más culta de toda nuestra historia», como se dice a menudo.

¿De verdad? ¿En serio?

No, se trata de un espejismo. El que se despliega en un mundo que, dados los medios de que dispone, podría y debería ser, es cierto, el más refinadamente culto de toda la historia. Pero no lo es. Miles de horas transcurren en cursos y exámenes, coloquios y conferencias, viajes y seminarios. Todo el inmenso acervo de nuestra cultura está, en un grado jamás conocido, al alcance de todos. Pero nuestra sociedad, careciendo de aliento para lo que no sea utilitario y material, se olvida de semejante acervo, no vive de él, no lo asume como su santo y seña. Peor aún: hasta puede rechazarlo, como lo hacen por ejemplo quienes, movidos por la ideología woke, pretenden prohibir —«cancelar»— por machistas, blancos y heteropatriarcales nada menos que a un Homero o a un Beethoven. (No es broma: la infamia ha sido proclamada negro sobre blanco.)

Lo que crece en lugar del vergel que podría, que debería ser nuestra cultura —la «cultura de gran estilo», decía Nietzsche— es en realidad una especie de páramo. Hábilmente camuflado, eso sí. Démosle un nombre: el Gran Tinglado de la Culturilla.

Cuatro grandes pilares lo sostienen:

La industria cultural  

Parece un contrasentido, un oxímoron, poner juntos los términos «indus­tria» y «cultura». Pero no lo es. Los principios industriales  o mer­cantiles —en particular, los del show star system— son los que rigen la industria cultural, ya sea cinematográ­fica, musical, arquitectónica, de artes plásticas o literaria. Una industria cuyos productos difícilmente pueden, en tales condiciones, verse nimbados por ningún tipo de genio o duende. Ello no impide, sin embargo, que, como excepción que confirma la regla, a veces pueda colarse entre tales productos algún libro, alguna película, alguna obra de alta cultura o de estremecedora belleza que se ve coronada, además, por un clamoroso y merecido éxito.

Los grandes medios de comunicación de masas

El segundo pilar sobre el que descansa el Gran Tinglado de la Culturilla está constituido por las todopoderosas cadenas de televisión, prensa y radio. Lo que menos importa son sus cada vez más reducidos «programas culturales». Lo decisivo es el espíritu que se expande a través de ese «cuarto poder», como se le llama, suponiendo que no sea ya el primero.

«Si no sales en televisión no existes», se dice con acierto. Y, sin embargo, es obvio que se puede existir fuera de los grandes medios. Un abundante número de periódicos digitales y políticamente incorrectos, alguna que otra  radio y hasta una pequeña televisión existen por ahí. Pero si todos esos medios tienen plena libertad jurídica para existir, todos carecen de libertad efectiva para incidir. Casi todos se encuentran extramuros de la Ciudad, fuera del centro del mundo, apartados de las audiencias masivas, donde se juega lo fundamental.

El sistema docente

Maltratado por el pedagogismo buenista, dominado por ideologías de izquierdas —hoy encarnadas en el wokismo—, el sistema docente constituye, con la salvedad de algunas casi heroicas excepciones, el tercer bastión desde el que se desparrama esa atmósfera, ese caldo de cultivo gris que nos envuelve con la falaz apariencia de una abundante y generalizada cultura.

«La cultura, la cultura… ¡Oh, ah! ¡Qué bonito! ¡Qué divertido, qué entretenido!», dice la gente. Mucho entretenimiento, en efecto, es el que aporta esa cultura —«ese espacio de ocio»— que no es otra cosa que el Gran Tinglado de una culturilla trivial y superficial donde el hombre-masa se siente a sus anchas. Todo ese tinglado, en efecto, se desmoronaría al instante si no se encontrara ahí ese hombre, si no estuvieran ahí esas masas que compran, consumen y hasta se deleitan con las fruslerías que, servidas en bandeja de plástico y envueltas con lazos de colores, la industria cultural, los medios sistémicos de comunicación y el sistema docente les sirven en «el siglo más culto de todos los tiempos».

«OKAY MA’AM, NOW, LET’S SAY THIS CRAP IS YOUR MIND.»

La verdad detrás del núcleo de la Tierra: los científicos aclaran lo que pasa

El núcleo de la Tierra no se ha detenido tal y como ha aparecido en algunas publicaciones, los científicos aclaran qué es lo que en realidad está pasando.

Nuevos hallazgos: el núcleo de la Tierra podría ser sólido y líquido a la vez

Núcleo de la tierra: ¿Cuál es su profundidad?

¿En qué país se encuentra el centro de la Tierra?

Por GEMMA MECA

El núcleo de la Tierra no se ha detenido tal y como ha aparecido en algunas publicaciones, los científicos aclaran qué es lo que en realidad está pasando. Nuestro planeta, la Tierra es en realidad una gran desconocida para la mayoría. Es un planeta en constante movimiento, aunque nos parezca que está fija, de igual forma que sucede en el exterior, el interior también está sujeto a determinados movimientos. Esta es toda la verdad, según los científicos de lo que está pasando en el núcleo de la Tierra.

Los científicos aclaran qué es lo que pasa detrás del núcleo de la Tierra

Para poder saber qué hay detrás del núcleo de la Tierra, el CSIC ha realizado una explicación de lo más exhaustiva en las redes sociales. De esta forma se terminarán las especulaciones o las teorías catastrofistas que pueden acompañar a cualquier dato científico que no se explique de forma correcta.

Antes de dar a conocer la situación actual, los científicos aclaran qué es el núcleo de la Tierra en lenguaje coloquial: “El núcleo es la capa más profunda de la Tierra, está compuesta por dos partes: una externa, fluida, de los 2.900 a 5.100 kilómetros, y otra interna, que llega al centro de la esfera, a los 6.370 km. Si la Tierra fuese un melocotón, la corteza sería la piel y el núcleo el hueso.”

Las noticias que llegan después de una de las muchas investigaciones que se realizan en él, es que: “Lo que la nueva investigación afirma es que el núcleo ha decrecido su velocidad y está «desacompasado» con la velocidad de giro del resto del planeta. Es como si nosotros (la corteza) nos adelantáramos respecto al núcleo” Algo que ya sucedió con anterioridad, experimentando unos patrones distintos a lo largo de los años.

La conclusión no es tan alarmante como la noticia en sí: “Se necesitarán algunos años para confirmar esta hipótesis, pero lo que sí podemos concluir que el núcleo es más complejo de lo que pensábamos, posiblemente mucho más heterogéneo y tal vez tenga mayor influencia en superficie (además del campo geomagnético) de lo que se pensaba.”

Tocará esperar para ver los efectos sobre la duración de los días en la Tierra o la distancia de la luna que estaría relacionada con este núcleo y las ondas que produce. Queda mucho por investigar en nuestro planeta, gracias al CSIC encontramos una buena explicación, sobre toda la verdad del núcleo de la Tierra.

Cómo vencer la cultura del miedo

Nuestros padres y abuelos no vivían obsesionados por la salud ni por vivir cien años. Cierto es que nadie les recomendaba excentricidades como beber dos litros de agua al día, pues en aquel entonces no se bebía por obligación sino cuando se tenía sed, un sistema milenario bastante infalible que recomiendo encarecidamente.

Fernando del Pino Calvo-Sotelo

Vivimos en una sociedad atrapada por el miedo, y ese miedo nos está arrebatando nuestra libertad y nos está impidiendo vivir, porque vivir esclavizado por el miedo no es vivir. El hombre fue creado libre, y no para arrastrar los pies tristemente atado a las herrumbrosas cadenas del miedo.

La sociedad actual es mucho más miedosa que la de nuestros antepasados. Cuando yo era pequeño y montábamos en bicicleta, de vez en cuando nos caíamos y nos hacíamos alguna herida. La culpa no era del exceso de velocidad ni de la impericia del niño, sino de la fuerza de la gravedad. Sin fuerza de gravedad es imposible caerse, ¿verdad? Pero es lo que hay, qué le vamos a hacer. Vivir es arriesgarse. Hoy en día hay niños que van en bici con casco, coderas, rodilleras, guantes (y móvil, naturalmente).

Nuestros padres y abuelos no vivían obsesionados por la salud ni por vivir cien años. Cierto es que nadie les recomendaba excentricidades como beber dos litros de agua al día, pues en aquel entonces no se bebía por obligación sino cuando se tenía sed, un sistema milenario bastante infalible que recomiendo encarecidamente.

Hoy, por el contrario, los medios tienen una sección de “Salud” en la que nos asustan con todo tipo de enfermedades y nos prometen que, si cumplimos con unas normas, seguimos un estilo de vida determinado o la dieta de moda, vamos constantemente al médico y nos atiborramos a medicinas, viviremos eternamente.

El deseo de inmortalidad del hombre moderno

El hombre moderno, controlado por la Cultura del Miedo, vive obsesionado con la eterna juventud fingiendo que la muerte no existe. ¿Han tenido éxito estas ínfulas de inmortalidad?

La respuesta quizá les sorprenda. Naturalmente que la esperanza de vida al nacer ha aumentado mucho, pero no hay que confundir esperanza de vida con longevidad. No es que el ser humano viva mucho más, sino que un número mayor de los que nacen llegan a la vida adulta gracias, sobre todo, a la reducción de la mortalidad infantil.

Platón, en el s. IV a. C, vivió 80 años; san Juan (s. I), cerca de 90; san Alberto Magno, en el s. XIII, 87 y Juan de Mariana, en el s. XVI, 88 años.

De hecho, la esperanza de vida a los 65 años apenas ha aumentado 4 o 5 en el último siglo, lo que significa que un hombre de 65 años que a finales del s. XIX esperaba vivir hasta los 78 ahora puede confiar en vivir hasta los 83[1]. En personas de más de 80 la esperanza de vida apenas ha aumentado en Occidente en los últimos 100 años[2], y esto a pesar de vivir en la sociedad más medicada de la Historia.

¿Necesitamos vivir entre algodones? Una vida de privaciones físicas tampoco parece ser óbice para alcanzar una provecta edad. Diógenes, en el s. IV a.C., caminaba descalzo todo el año, dormía en los pórticos de los templos envuelto en un manto y alcanzó los 90 años. Claro está, lo hizo durante el Período Cálido Romano, cuando la temperatura del planeta era superior a la actual (para desmayo de los cambioclimatistas[3]).

San Antonio Abad, uno de los eremitas del s. III conocidos como los Padres del Desierto, llegó a los 105 de edad de ayuno en ayuno. Y el psicólogo Viktor Frankl, superviviente de Auschwitz, murió con 92, y no fue una excepción, pues los supervivientes de los campos de concentración han sido estadísticamente longevos[4].

El miedo a todo

Pero ¿qué es el miedo? El miedo es la ansiedad anticipatoria de un daño, real o imaginario. Cuando el miedo anticipa un daño real evitable nos protege, pues podemos prevenirlo. Sin embargo, cuando nos anticipa un daño inevitable, o un daño evitable, pero lo hace de forma desproporcionada o, peor aún, cuando nos anticipa un daño meramente imaginario, puede resultar funesto.

La Cultura del Miedo[5] exacerba, interioriza y extiende a la vida cotidiana un miedo desproporcionado, creando una sociedad caracterizada por la búsqueda compulsiva de una seguridad inalcanzable que idealiza una fantasía: que es posible vivir con riesgo cero.

Así, la Cultura del Miedo nos ofrece la manzana envenenada de una falsa promesa de seguridad a cambio de nuestra libertad y lo hace bajo dos premisas. La primera es que todo es peligroso; la segunda es que todo peligro puede ser evitado si obedecemos determinadas normas ordenadas por el Poder, sea político, científico o médico, que nos protegerá de todo mal.

La divinización de la seguridad no deja ser otra idolatría y, como buen ídolo, no es fiel a sus promesas. Efectivamente, la seguridad es elusiva por inexistente.

El miedo al covid, al cambio climático o a la guerra nuclear son sólo ejemplos concretos. Los principales temores con los que nos asusta la Cultura del Miedo son el miedo a la falta de amor, a la soledad, a la enfermedad, a la ancianidad y a la muerte, a la crítica, a la pobreza, y, de forma muy significativa, a la libertad. En definitiva, la Cultura del Miedo nos propone que tengamos miedo a la vida.

Las trampas de la Cultura del Miedo

Lo siniestro es que esta cultura del temor constante no desea solucionar estos miedos, sino hacerlos crónicos. Así, frente al miedo a la pobreza nos propone más Estado, menos libertad y menos propiedad privada, exactamente aquello que aumenta la pobreza.

Frente al miedo a la crítica propone las redes sociales, donde se fomenta precisamente el miedo a no ser aceptado y se censura o lincha a quien no comulga con las ruedas de molino del pensamiento único.

Frente al miedo a la falta de amor y a la soledad propone la destrucción de la familia mediante el divorcio exprés, el aborto y la perversa ideología de género.

Frente al miedo a la enfermedad propone la hiper medicación que conduce a la hipocondría, o los aberrantes confinamientos de personas sanas, el aislamiento social, la farsa de las mascarillas o la vacunación coercitiva con terapias genéticas ineficaces y peligrosas.

Frente al miedo a la ancianidad, propone la eutanasia; y frente al miedo a la muerte, la desesperanza. Hay algo oscuro en todo esto, ¿verdad?

Por último, la Cultura del Miedo, y los yonquis del poder que la promueven, desean fervientemente que tengamos miedo a la libertad, pues libertad implica responsabilidad.

Simultáneamente crean el miedo a lo que ellos llaman “perder la libertad”, pero se trata de un sucedáneo. Por ejemplo, nos proponen que no nos comprometamos de por vida con nuestro cónyuge y que no luchemos por nuestro matrimonio (divórciate y recobra “tu libertad”).

O que no tengamos ese maravilloso hijo que nos atará de por vida con los lazos del amor, sino que lo destruyamos en el vientre de su madre (aborta y recobra “tu libertad”). O que no intentemos, en fin, vencer nuestras pasiones y luchar por obrar bien: “libérate”, hombre, y haz lo que te dé la gana. Esto sólo conduce a la infelicidad y a la esclavitud, pues en vez de elevar al ser humano lo animaliza. Como decía Séneca, “en la virtud radica la dicha verdadera[6]”.

Para los cristianos la historia del miedo está ligada al pecado original, pues la primera vez que aparece el miedo en el Génesis fue después de que Adán comiera del fruto prohibido. De modo significativo, por tanto, el temor y el mal aparecen unidos. En el Nuevo Testamento, por el contrario, la Buena Noticia comienza con el “no temas” del ángel a la Virgen María, y una de las frases más recurrentes de Jesucristo es “no tengáis miedo”.

El miedo también nos paraliza impidiendo que desarrollemos nuestros talentos y demos fruto, no en balde en la parábola de los talentos el motivo que esgrime el siervo para no haberlo hecho fructificar es que sintió miedo (Mt 15, 14-30).

El miedo como instrumento del Poder

¿De dónde proviene la Cultura del Miedo? ¿Es éste un fenómeno espontáneo o responde a factores inducidos? El miedo es consustancial al ser humano, pero existen elementos exógenos interesados en exacerbarlo.

Sin duda, el elemento exógeno más importante es la ofensiva del nuevo totalitarismo, que utiliza el miedo para controlarnos. En efecto, el poder no quiere individuos pensantes que dominen sus temores, sino clones obedientes y asustados, al igual que no desean individuos libres, sino hombres-masa dependientes y controlables.

La libertad, don fundamental de Dios al hombre, siempre está amenazada por el poder. Así, poder y libertad son un juego de suma cero: si aumenta uno, necesariamente tiene que disminuir el otro.

Decía Ralph Waldo Emerson que el antídoto contra el miedo es el conocimiento, y es cierto, pero el conocimiento exige pensar, y Occidente vive hoy un declive de la razón. Cuando hace muchos años preguntaron al Premio Nobel Albert Schweitzer qué le ocurría al hombre moderno, respondió: “El hombre de hoy simplemente no piensa”.

Si pensar es al antídoto del miedo y el miedo es el instrumento de los yonquis del poder para controlarnos, éstos procurarán que no pensemos y que nos limitemos a repetir como papagayos la última noticia o el menú ideológico del día.

Dicho sea de paso, el miedo no es el único instrumento que los yonquis del poder utilizan para dominarnos. Conscientes de que el vicio esclaviza y la virtud libera, fomentan el vicio en vez de la virtud, y, como la serpiente del Génesis, lo presentan de modo que sea “atrayente a los ojos y deseable”.

Raro es que un político proponga a los votantes sacrificio, generosidad, esfuerzo, responsabilidad, altruismo, fidelidad, cumplir con la palabra dada, veracidad o respeto a quien opina diferente. Más bien les enseñará a temer (y, por tanto, a detestar) al adversario político, denominará “solidaridad” a la envidia, a la codicia de los bienes ajenos y a fantasías como vivir sin trabajar (o sea, del trabajo de otros) y “derechos” a evitar toda obligación y toda responsabilidad, incluso hacia nuestro cónyuge e hijos.

Las astutas tácticas de la Cultura del Miedo

Los yonquis del poder utilizan el miedo como táctica de control: primero crean un miedo, real o ficticio, que pronto se transforma en ira; luego señalan un culpable, real o inventado, hacia el que dirigir dicha ira; y finalmente se postulan como salvadores si les entregamos nuestra libertad. Así, el miedo acaba conduciendo a la servidumbre.

El caso del covid es revelador: primero crearon el pánico; luego buscaron un chivo expiatorio: los jóvenes, estigmatizados por su comportamiento supuestamente irresponsable, y más tarde los no vacunados, a los que condenaron a un vergonzoso apartheid; y finalmente se postularon como salvadores si les obedecíamos sin rechistar renunciando a nuestra libertad con los confinamientos, mascarillas, “vacunas” y demás tomaduras de pelo.

Pero el miedo también funciona como arma para doblegar voluntades de forma más directa mediante la presión de grupo. El hombre, animal social y gregario, teme el aislamiento, y por tanto es vulnerable a la amenaza de ser estigmatizado y condenado al ostracismo si se atreve a ir contracorriente.

Dios nos creó individuos, únicos e irrepetibles. Los yonquis del poder buscan destruir esa individualidad para transformarnos en dóciles e indistinguibles autómatas.

Un instrumento muy útil para lograrlo son las redes sociales, diseñadas para diluir la individualidad en una masa informe cuyos individuos sean esclavos de su “popularidad” y, por tanto, fácilmente controlables por quien decide lo que es popular. Para eso inventaron los likes, utilizando no sólo el miedo a quedarnos solos, sino nuestra tendencia a construir nuestra opinión sobre nosotros mismos en función del aplauso ajeno, craso y frecuente error.

Al miedo a la presión de grupo se suele unir el abuso del principio de autoridad, que antaño era política, militar o religiosa. Hoy los yonquis del poder han decidido manipular la Ciencia (con mayúscula) para convertirla en la nueva Autoridad, en un nuevo dios, y a los científicos en los nuevos sumos sacerdotes, siervos útiles del poder. Lo dice “la Ciencia”, así que no discutan: obedezcan.

Todo esto está inventado desde hace milenios y los estudiantes de siglos anteriores, más inteligentes que los de hoy (pues carecían de móviles), lo estudiaban en cualquier curso de lógica antes de cumplir los 16.

Se trata de la falacia ad verecundiam, que defiende algo únicamente porque alguien considerado una autoridad lo ha afirmado, la falacia ad hominem, que en lugar de proponer argumentos desacredita a la persona que defiende la postura contraria, y la falacia ad populum, que defiende que algo es verdad sólo porque así lo opina una mayoría o la “opinión pública”.

Durante el covid, las medidas “científicas” más absurdas, las mentiras más descabelladas y las creencias supersticiosas repetidas ad nauseam por los yonquis del poder y sus portavoces mediáticos no han sido más que una sucesión de falacias. En el siguiente artículo recordaré a qué extremo llegamos y propondré cómo combatir la Cultura del Miedo en la que se ha basado la locura que hemos vivido, pues no podemos permitir que se repita.

[1] Life expectancy, 1920–1922 to 2009–2011 (statcan.gc.ca)
[2] Period and cohort-specific trends in life expectancy at different ages: Analysis of survival in high-income countries – ScienceDirect
[3] Persistent warm Mediterranean surface waters during the Roman period | Scientific Reports (nature.com)
[4] Against all odds: Male Holocaust survivors have a longer life-expectancy — ScienceDaily
[5] Cómo Funciona el Miedo, Frank Furedi, Rialp 2022.
[6] Sobre la Vida Feliz, Séneca, Gredos 2011.

El reparto (estracto de «El Erial» de Constancio C. Vigil)

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Constancio C. Vigil (1876-1954)

Un hombre alcanzó la suma del poder de su nación, y apesadumbrado de las miserias que veía, cifró su felicidad en lograrla para sus compatriotas.Meditó todo lo que haría, y decidió que se le entregaran todos los bienes materiales para repartirlos. Así se hizo, se distribuyó con extremada equidad entre todos, y suponiendo cumplida su misión, se alejó del país.Pero pronto volvieron las desigualdades y aflicciones, y anhelaron el regreso de quien les prometiera la felicidad.Por fin un día entró en la capital un pobre viejo encorvado, y ante la ansiosa muchedumbre, habló de esta manera:

-Al repartir las cosas, creí haceros iguales y dichosos, y no hice más que perturbar las leyes de la vida, que dan la compensación a cada esfuerzo, que empujan al indolente,que liman con el dolor las asperezas, que restablecen la justicia, a través de aparentes contradicciones… Y ahora estoy nuevamente entre ricos y pobres, amos y esclavos,sinceros y traidores, laboriosos y haraganes, ingeniosos y torpes, sangradores y desangrados.

Y juntando las manos cual si rezara, exclamó:

¡Los verdaderos bienes no pueden ser repartidos! ¡Nadie cambiará vuestro destino, sino vosotros mismos! ¡Conseguid por vuestro propio esfuerzo la inteligencia y la virtud, y entonces seréis iguales; entonces, sí, tendréis toda la felicidad posible en este mundo.

Constancio C. Vigil, «El Erial»
https://www.scribd.com/doc/81421764/Constancio-C-Vigil-El-Erial

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