Creo que la escena que más me conmueve de una revolución -de cualquier revolución- es ese momento mágico del triunfo, cuando los lideres, cargados de principios y razones, llegan por fin al final de la lujosa escalera, abren las puertas y entran apresurados al silencio y el vacío del enorme salón. Sus ojos pasean por las paredes cargadas de historia plasmada en obras de arte de un valor incalculable, y sus pies, ya más sosegados, hollan esos mármoles a los que manos esforzadas les arrancan hasta el último brillo cada mañana. Poco después sus culos proletarios se sacuden respetos ancestrales para posarse por primera vez en El Sillón, el lugar exacto donde reside el poder. Se sientan por turnos para saborear esa sensación tan especial de saber que otros culos, posados en ese mismo cojín, movieron ejércitos, decidieron vidas, recaudaron, ordenaron, hicieron, deshicieron y, sobre todo, mandaron.
Sentarse, sentir, saber…
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